Picasso y las joyas

Picasso y las joyas

Desde los dibujos realizados en sus días de juventud en Barcelona o Madrid, hasta los grabados sobre cobre de sus últimos años de vida, las joyas ocupan un lugar singular en la obra pictórica y gráfica de Pablo Picasso. Los collares, las agujas, los broches, los brazaletes y los pendientes son objetos que le llaman la atención o que él mismo imagina y representa en algunos retratos, donde quedan integrados formando un todo con el tema, a veces hasta eclipsándolo. Así, por ejemplo, cuando Nusch Eluard se presenta en su estudio de la Rue des Grands-Augustins en 1936 luciendo unos querubines dorados de la marca Schlumberger, el artista no tarda en retratar a su amiga y no se olvida de los broches del diseñador. Veinte años más tarde, realiza un buen número de retratos de la coleccionista de arte y empresaria de la cosmética Helena Rubinstein; en uno de los diecinueve dibujos, los rasgos faciales desaparecen completamente y dejan todo el protagonismo a su imponente collar; en otro, solo quedan los brazaletes y los anillos que adornan sus manos.

 

Imaginadas o reproducidas, las joyas reaparecen como elementos de un lenguaje picassiano que a partir de la década de 1930 deviene realmente concreto. Picasso empieza entonces a dar forma para personas de su entorno a decenas de piezas de una sorprendente diversidad, la existencia de las cuales aún es bastante desconocida.

 

Si bien su primera joya fue probablemente el collar de piezas de madera pintada que hizo en 1916 para Gabrielle Depeyre, su compañera en esa época, la producción de joyas de Picasso comienza de modo más verosímil e intenso en la segunda mitad de la década de 1930, cuando comparte su vida con la artista Dora Maar. Para ella elabora diferentes piezas a partir de monturas o engarces de metal que compra en mercadillos, quizá en Royan, donde la pareja vive el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Sobre estas joyas, dignas de una tienda de anticuario, pinta, dibuja o graba unos retratos que resultan ser verdaderas obras de arte en miniatura.

 

Picasso también regala a Dora Maar un gran número de huesos, piedras y otros objetos encontrados que el artista graba o sobre los que dibuja; objetos que la fotógrafa inmortaliza en muchas imágenes, como hará en esa misma época con el Guernica. Esculturas en miniatura, marginales, estas pequeñas obras son para Picasso «una verdadera pasión»,[1] tal como él mismo explicó al fotógrafo Brassaï a principios de la década de 1940. Ciertamente, el artista goza paseando por las playas del sur de Francia, donde pasa buena parte de sus veranos, y recogiendo huesos, guijarros y objetos devueltos por el mar para darles la forma que estos hallazgos le inspiran. Así ven la luz águilas, minotauros y retratos de todo tipo. A veces es suficiente con unos pocos trazos en la piedra para hacer un pez; otras, aprovecha las vetas de un hueso para representar el plumaje de un ave. Estas esculturas en miniatura con las que obsequia a aquellos que tiene alrededor se convierten a menudo, en los cuellos de sus destinatarios, en colgantes-talismanes. La joya más importante de todas estas es quizás la que hace junto a la artista Françoise Gilot, su compañera en los años cuarenta. Este sorprendente collar hecho a cuatro manos se compone de un colgante que representa un búho y de diversos granos y objetos encontrados (il. 1).

 

También es con Françoise Gilot con quien, en la década de 1940, Picasso redescubre la cerámica en Vallauris. En el taller de Suzanne y Georges Ramié lleva a cabo un gran número de pequeñas esculturas de arcilla: cabezas de faunos, hombres barbudos, figuras femeninas y otros motivos del repertorio picassiano se transforman en colgantes y pequeñas obras para llevar alrededor del cuello. El barro cocido es uno de los materiales preferidos del artista para la creación de joyas, y para ello explora las múltiples posibilidades de la cerámica: juega con las formas que cobran vida entre sus manos, y a veces las retrabaja a posteriori y las decora con engobes y esmaltes. En otras ocasiones pinta y cincela la arcilla cocida para crear unos coloridos colgantes-retratos.

 

Las experiencias de Picasso con las joyas son innumerables y, en paralelo a sus creaciones cerámicas con los Ramié, en 1950 el artista prueba con otros materiales. Por primera vez y con la ayuda de su dentista de Vallauris, Picasso realiza algunas joyas con metales preciosos. En el transcurso del miércoles que pasa en el laboratorio de Roger Chatagner, Picasso crea una decena de pequeñas piezas originales en oro o en plata, entre las cuales se encuentran, por citar algunas: un Sátiro, un Sol (il. 2), un retrato de su hijo Claude y otro de su hija Paloma, una Mujer-paloma o un imponente collar de huesos y abalorios con colgantes y un medallón central en forma de cabeza de toro. La elección del oro y la plata es probablemente la de un artista fascinado por la artesanía de las civilizaciones antiguas, y estas joyas resultan tan sorprendentes por el hecho de que asocian el refinamiento de un metal inmortal con la simplicidad de los motivos; una simplicidad por otro lado recurrente en buena parte de las joyas hechas por Picasso.

 

Sus joyas son, como muchas de sus otras obras, receptáculo de muchas influencias e inspiraciones, entre las cuales está sin duda el arte no occidental, sobre el cual la revista Cahiers d’art publica diversos artículos en la década de 1930, justo cuando Picasso realiza sus primeras piezas. Asimismo, antes de la Primera Guerra Mundial Fernande Olivier ya subraya el interés de su compañero por esas obras que él y los artistas de la vanguardia de la época descubren en París, especialmente en el palacio del Trocadéro, donde a comienzos del siglo xx se exponen colecciones etnográficas. En sus memorias, Olivier dirá que «Picasso se ha vuelto un fanático; reúne estatuas, máscaras y fetiches de todos los rincones de África. La caza de obras negras se convirtió para él en un verdadero placer. Las hay realmente emocionantes, con sus ornamentos, collares, brazaletes o cinturones de abalorios».[2] Es posible que estas piezas influyeran en Picasso de modo duradero: en la década de 1930 piensa en hacer unos pendientes de oro para Dora Maar, mientras que unos años más tarde elabora para François Gilot un collar de botones recubiertos de vidrio. Roland Penrose, biógrafo del genio, también alude a este frenesí de los artistas de la joven vanguardia por el arte no occidental cuando explica que «los brazaletes de marfil de esta misma procedencia engalanan con un toque de exotismo los brazos de sus amigas».[3] Picasso trabajará precisamente el marfil, mucho más tarde, en uno de los brazaletes que regala a Dora Maar, sobre el cual graba un retrato de la fotógrafa como faunesa y un minotauro (il. 3).

 

Pero, más que una influencia única o singular, lo que sin duda hay que ver en estas joyas es una síntesis de inspiraciones picassianas. Picasso las crea para las personas que marcan su vida, y estas, en retorno, reciben estos objetos que llevan la huella de los temas y las preocupaciones afines al artista. Todos estos objetos de tan íntimo simbolismo tienen en común el hecho de haber sido creados para personas cercanas, o de haber sido regalados a dichas personas, y todos ellos son los protagonistas de una doble historia: la historia de Picasso y aquellos o aquellas a quienes fueron destinados, y la historia de su creación artística. Así, son probablemente, y retomando las palabras de Brassaï, «los vestigios de no sé qué civilización picassiana».

 

 

- Manon Leclaplain -

Comisaria de la exposición Picasso y las joyas de artista


[1] Brassaï, Conversations avec Picasso. París, Gallimard, 1964, p. 93.

 

[2] Fernande Olivier, Souvenirs intimes: écrits pour Picasso. París, Calmann-Lévy, 1988, p. 240.

 

[3] Roland Penrose, Picasso. Paris, Flammarion, 1982, p. 190.

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Manon Lecaplain

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