Acerca de Agustí Pons

Periodista y escritor

Tres pioneros de la recuperación cultural catalana: Serrahima, Pedreira y Porter

Foto: Robert Ramos
De izquierda a derecha, el activista y escritor Maurici Serrahima en 1977, el editor y poeta Josep Pedreira en 1986, y Miquel Porter Moix, promotor cultural e historiador de cine, en 1985.

Los años cincuenta del siglo pasado han resultado siempre bastante imprecisos e indefinidos para las generaciones posteriores, difuminados dentro de la larga historia de la dictadura franquista. Los años de la inmediata posguerra, los cuarenta, habían sido terribles, pero aún se alargarían más los que siguieron, pues la esperanza de un cambio rápido de las estructuras políticas se había desvanecido y la muerte del dictador se veía muy lejana.

Y, sin embargo, fue durante el duro decenio de los cincuenta cuando nacieron o se consolidaron iniciativas que se situarían en la base del gran estallido cultural posterior. Con una particularidad muy destacable: las más ambiciosas y fructíferas de estas iniciativas estuvieron imbuidas de un intenso sentido de modernidad. Resistencia cultural antifranquista y sentido de la modernidad cultural no fueron conceptos antitéticos, sino complementarios.

Este reportaje está dedicado a la figura y la obra de tres intelectuales y activistas culturales que fueron casos paradigmáticos de resistencia y modernidad: el ensayista Maurici Serrahima, el editor de poesía Josep Pedreira y el profesor de cine y promotor cultural Miquel Porter.

La modernidad subterránea de los años cincuenta: Serrahima, Pedreira y Porter

Foto: Robert Ramos
Una imagen de los oscuros años cincuenta: bendición de coches por San Cristóbal en la capilla de la calle Regomir, en julio de 1958, con un Biscúter en primer plano.

Por debajo de las prohibiciones de la dictadura se fueron constituyendo unas referencias culturales propias que emergerían totalmente a partir de la muerte de Franco y la restauración democrática. Los pioneros de los años cincuenta sentaron las bases de ese estallido.

Los años cincuenta son los años más desconocidos de nuestra historia cultural reciente. La década de los cuarenta fue la de la represión total, la de la prohibición radical y absoluta de la lengua propia y de toda manifestación cultural en catalán. Josep Benet lo explica muy bien en el libro Catalunya sota el règim franquista, publicado en París por un supuesto Instituto Catalán de Estudios Políticos y Sociales en el año 1973 (recordemos que Franco no murió hasta noviembre de 1975). “Ocupada la ciudad de Barcelona –escribe Benet–, una de las primeras medidas que tomó el gobierno del general Franco fue la de abolir la oficialidad del idioma catalán en Cataluña. Pero, además, tomó otras medidas más radicales aún: prohibió absolutamente el uso público de la lengua catalana en todo el territorio catalán. Los vencedores de la guerra de España –y así lo establecía oficialmente el primer bando publicado por la máxima autoridad franquista de ocupación– declaraban que el uso de la lengua catalana, a partir del momento de la ocupación, solo sería permitido en el ámbito de la vida familiar y privada”. “Pocas veces –añade Benet– […] ha sido dictada, en los tiempos modernos, una disposición oficial prohibitoria tan radical y absoluta contra el uso del idioma vivo de un pueblo”.

La situación se mantuvo hasta 1945, cuando el desenlace de la II Guerra Mundial fue favorable a los aliados y Hitler y Mussolini resultaron vencidos. En su trabajo La cultura catalana: entre la clandestinitat i la represa pública (1939-1951), Joan Samsó habla de la existencia, en 1946, de “un resquicio” por el que se cuela, por ejemplo, la revista Ariel. No obstante, el resquicio enseguida se convierte en espejismo y, por ello, la revista Ariel acaba prohibida y con sus responsables detenidos y procesados.

Los años sesenta son los de los grandes cambios económicos y sociales. Pero la década de los cincuenta queda, en cambio, difuminada en el seno de la larga historia del franquismo. Maria Aurèlia Capmany recomendaba a los jóvenes aprendices de escritores de los setenta que iban a visitarla que contaran los años de la posguerra de uno en uno: 1940, 1941, 1942…, para que se dieran cuenta de lo interminable que llegó a ser. De entre todos, los años cincuenta debieron de ser los más interminables, porque la esperanza de un cambio rápido se había desvanecido y la muerte del dictador todavía se veía lejana. Y, sin embargo, fue durante esa década cuando nacieron o se consolidaron iniciativas que se situarían en la base del gran estallido cultural de los sesenta. Con una particularidad muy destacable: las más ambiciosas y fructíferas de estas iniciativas estuvieron imbuidas de un intenso sentido de modernidad. Resistencia cultural antifranquista y sentido de la modernidad cultural no fueron, en estos duros años cincuenta, conceptos antitéticos, sino complementarios. Pondré tres ejemplos: el ensayista Maurici Serrahima, el editor de poesía Josep Pedreira y el profesor de cine y promotor cultural Miquel Porter.

Maurici Serrahima, escritor y activista

Foto: Robert Ramos
Maurici Serrahima (1977)

Maurici Serrahima (1902-1979) escribió un dietario, publicado finalmente en seis volúmenes, que abarca desde 1940 hasta 1974. Son miles de páginas de lectura imprescindible, y no lo bastante valorada, para conocer cómo era, y cómo evolucionó, la vida cultural en Barcelona durante todos esos años. Serrahima fue un escritor excelente. Lo demostró en sus ensayos y en sus novelas y así lo reconoce Pere Gimferrer en el prólogo del último volumen de esos dietarios: “Serrahima se convierte en uno de los grandes prosistas catalanes contemporáneos, uno de los pocos referentes indudables de una prosa a la vez artística y coloquial, estilizada y sencilla”.

Serrahima fue, en 1929, uno de los firmantes del manifiesto fundacional de Unió Democràtica, la versión catalana del Partido Popular Italiano, precursor de la Democracia Cristiana, fundado en 1919 por el sacerdote Don Luigi Sturzo. Su participación, desde muy joven, en la vida política e intelectual de Cataluña no le impidió estar muy atento a lo que ocurría en la Europa más avanzada. En 1929 realiza lo que él denomina “una lectura profundizada de Chesterton”, el escritor inglés convertido unos años antes al catolicismo. En su dietario, el nombre de Chesterton aparece repetidas veces; por ejemplo, a propósito de la biografía que le dedicó Maisie Ward, publicada en Argentina. Él la lee en 1949 y queda admirado por la gran calidad de la traducción, hasta que descubre que es obra del ingeniero y escritor catalán Cèsar August Jordana, exiliado en Argentina, que se ganaba la vida de este modo.

Serrahima habla de Chesterton y lo relaciona con Josep Pla –“mezclaba los aciertos en la visión con los errores en la información”– y también con Dickens, uno de los escritores sobre los que Chesterton había escrito desde una cierta distancia. Serrahima considera a Chesterton uno de sus dos grandes maestros –el otro es Josep Maria Capdevila. Fruto de su interés por la obra de este escritor es el volumen Chesterton, publicado en castellano en 1941 por el editor Josep Janés.

Otro de los grandes escritores que inspiran la actividad intelectual y cívica de Maurici Serrahima es Emmanuel Mounier (1905-1950), el pensador católico francés inventor del llamado “personalismo comunitario”. Esta especie de catolicismo de izquierdas consigue mucha influencia en Francia, pero también en Cataluña. Se han declarado seguidores de esta corriente dos políticos en apariencia tan distintos como Jordi Pujol y Pasqual Maragall. Serrahima es el introductor del pensamiento de Mounier en Cataluña, hasta el punto de que en 1936 se le nombra corresponsal en Barcelona de la revista Esprit, fundada y dirigida por Mounier. Cuando Serrahima, durante la Guerra Civil, es detenido por el Servicio de Información Militar (SIM), Mounier interviene para facilitar su liberación. Una vez en el exilio de Burdeos, Serrahima escribe para Mounier un informe sobre la Guerra Civil que constituye, todavía hoy, uno de los análisis más lúcidos sobre el conflicto. No quiso que se publicara hasta 1984, cuando suponía que la democracia ya estaría consolidada en Cataluña y en España y que, por lo tanto, sus críticas al gobierno republicano, y sobre todo al presidente Companys, no podrían ser utilizadas como arma de desprestigio del conjunto del país.

Marcel Proust es otro de los escritores y pensadores sobre los que Maurici Serrahima se convirtió en un reconocido especialista. En el año 1951 se iba a publicar, en la misma colección en la que había aparecido el texto dedicado a Chesterton, un ensayo de Serrahima dedicado a Proust. Sin embargo, la censura lo impidió. Serrahima incorporó las notas que había preparado al prólogo que escribió para la edición castellana completa de la Recherche editada por Janés. Finalmente, pudo publicar el ensayo sobre Proust en 1971, dentro de la colección Antologia Catalana, de Edicions 62, que dirigía el profesor Joaquim Molas. En el prólogo del volumen, Molas afirma que Serrahima demuestra conocer “todas las rinconadas de la obra de Proust”, así como de los principales estudios que han publicado sobre su obra autores como André Maurois o Henri Massis .

Debemos tener en cuenta que toda esta actividad la conducía Serrahima de modo, podríamos decir, complementario a su profesión de abogado y a la labor que se había impuesto como activista cultural. En 1947, por ejemplo, había creado el Grupo Miramar, que reunía a algunos de los jóvenes catalanistas más inquietos del momento, entre ellos Maria Aurèlia Capmany y Alexandre Cirici Pellicer. Organizaban lecturas de poesía, certámenes literarios y debates sobre temas históricos. Uno de estos debates, que él narra en su dietario, versó sobre las diferencias entre Atenas y Esparta. El tema puede parecer alejado de los problemas cotidianos del momento, pero el propósito era que los jóvenes aprendieran el valor de la confrontación democrática por si algún día volvían las libertades a Cataluña y a España.

Serrahima fue amigo y, en cierto modo, confidente de Josep Maria de Sagarra y Josep Pla; compañero de conspiraciones de Josep Benet; mantuvo muy buenas relaciones con los incipientes grupos demócratas que empezaban a formarse en el resto de España y, sobre todo, en Madrid; y ejerció de consejero de algunos de los mecenas más importantes del país. Toda esta actividad le ocupó, naturalmente, muchas horas, y, en cierto modo, ha eclipsado su obra literaria. Fue nombrado senador real en las Cortes de 1977, las primeras después del franquismo.

Josep Pedreira y Els Llibres de l’Óssa Menor

Foto: Robert Ramos
Josep Pedreira (1986)

Josep Pedreira (1917-2003) es otro de los casos paradigmáticos de esta combinación entre resistencia cultural y modernidad literaria; o, mejor dicho, de cómo la resistencia cultural se ejercía, en buena parte, en nombre de una modernidad literaria prohibida, y que se quería recuperar. Pedreira no fue ni un intelectual ni un mecenas con más o menos fortuna, sino un trabajador de artes gráficas que puso su talento, y su oficio, al servicio de la edición de poesía en catalán. Hijo de Barcelona, había pasado buena parte de su infancia en Galicia, de donde procedía su familia. De vuelta en Cataluña, todavía adolescente, se puso a trabajar a la vez que iniciaba sus estudios en la Llotja, donde entró en contacto con los estudiantes de la FNEC (Federación Nacional de Estudiantes de Cataluña) y asumió un catalanismo pacífico pero radical. Movilizado durante la Guerra Civil, fue a parar a la columna Roig i Negre, creada por grupos anarquistas. En la posguerra entró a trabajar con el editor Josep Janés.

En el año 1949, por su cuenta, Josep Pedreira emprendió la colección de poesía en catalán más importante de la posguerra: Els Llibres de l’Óssa Menor. Se estrenó con la primera edición de una de las obras primordiales de Salvador Espriu, Les cançons d’Ariadna. Desde 1949 hasta 1963, en Els Llibres de l’Óssa Menor se publicaron 52 volúmenes de poesía. Esta cifra indica un esfuerzo financiero extraordinario si tenemos en cuenta que Pedreira no contaba con recursos propios y que el sistema de suscripciones que puso en marcha en el momento de empezar el proyecto no resultó suficiente para cubrir todos los gastos. Pedreira tuvo que dedicar buena parte de su ajustado salario como trabajador de la editorial Janés –y, a la muerte de este, de otras empresas relacionadas con el mundo del libro– a enjuagar el déficit de la colección. Contó solo con el apoyo financiero de su mujer, Berta Font, que ganaba mucho dinero escribiendo libros para amas de casa, y que firmaba con seudónimo. Pedreira terminó arruinado, endeudado y con la salud deteriorada.

En 1963 la colección fue adquirida por el industrial Joan B. Cendrós, uno de los fundadores de Òmnium Cultural y propietario, en aquel momento, de la Editorial Aymà. Pedreira continuó vinculado a la colección y al premio de poesía que convocaba cada año, pero quedó muy tocado por la experiencia. En una carta manuscrita enviada a Joan Fuster en abril de 1965, escribía: “Una aclaración nada más, quizás mejor dos: yo no solo me he rendido incondicionalmente –por ahora; más adelante ya encontrarás mejores noticias–, sino que la poesía –y no lo digo como reproche– me ha conducido a una verdadera catástrofe, material, primero, y moral, después”.

Foto: Fons Josep Pedreira. UAB
Salvador Espriu, Joan Teixidor, Josep Pedreira, Jaume Bofill i Ferro, Marià Manent, Josep Janés, Josep M. de Segarra y Tomàs Garcès.

Entre mil complicaciones con la censura, con los autores, con los distribuidores y los libreros, Josep Pedreira consiguió sacar adelante la colección de Els Llibres de l’Óssa Menor. En un primer momento las autoridades franquistas habían apostado por la prohibición pura y dura. Más adelante parecieron dispuestas a tolerar ediciones de libros en catalán siempre y cuando estuvieran escritos de acuerdo con modelos lingüísticos prefabrianos, es decir, de antes de que Pompeu Fabra estableciera las normas del catalán moderno. Finalmente, a partir, sobre todo, de la derrota nazifascista de 1945, los editores atrevidos como Pedreira forzaron al régimen franquista a aceptar la realidad. Ello hizo posible que entre los diez primeros libros publicados por Pedreira figuraran tres de los escritores más renovadores de la poesía y la prosa de la posguerra: Salvador Espriu (1913-1985), Joan Vinyoli (1914-1984) y Joan Perucho (1920-2003).

La primera edición de Les cançons d’Ariadna consta de 33 poemas –llegará a tener cien en la edición definitiva– y lleva un prólogo de Joan Perucho. Tal como ha estudiado Gabriella Gavagnin, la materia narrativa del libro se alimenta de mitos clásicos –Ariadna abandonada en Naxos–, de mitos egipcios –la búsqueda por parte de Isis del cuerpo desmembrado de Osiris–, de historias y leyendas orientales –la ira del rey Ctesifonte o la tristeza de la princesa del Yangtsé– y de mitos bíblicos –la trágica historia de Resfa o el éxodo judío. Pero también encontramos referencias a Poe, a El holandés errante de Wagner o a hechos del momento, como un soldado americano que va a la guerra o los peligros de la bomba atómica.

En 1951 Joan Vinyoli ganaba con Les hores retrobades la segunda convocatoria del Premio Óssa Menor que organizaba Pedreira. Con anterioridad, este poeta había publicado Primer desenllaç (1937) y De vida i somni (1948). En los poemas de Vinyoli los críticos habían encontrado influencias de Goethe, Rilke, Hölderlin y Hofmannsthal. En este nuevo libro, Vinyoli abandonaba el descriptivismo paisajístico para ir modulando una voz propia, marcadamente elegiaca, que no rehuía las influencias mencionadas, sino que las incorporaba a su obra de forma cada vez más natural. Y añadía nuevas voces que su biógrafo Pep Solà concreta en Luis Cernuda, Santa Teresa de Jesús y el Shakespeare de La tempestad.

El finalista del premio que ganó Vinyoli fue Joan Perucho, con Aurora per vosaltres, libro que Pedreira consiguió publicar ese mismo 1951. Quizás no es uno de los libros más significativos de este escritor, pero lo que nos interesa subrayar es la modernidad radical que suponía publicar a Perucho en esos momentos. En la misma colección aparecería, unos años después, El mèdium, donde se hace presente el mundo de los espíritus y de las apariciones, tan apreciado por Perucho, y tan vinculado a una cierta tradición republicana y anarquizante del catalanismo. Cabe recordar, además, la relación de la literatura de Perucho con la de Lovecraft y otros autores que se escapan de la historia canónica de la literatura occidental.

Miquel Porter: del cine mudo al soviético

Foto: Robert Ramos
Miquel Porter Moix (1985)

Miquel Porter Moix (1920-2004) fue un intelectual, un escritor y un agitador cultural que dedicó la mayor parte de sus energías al mundo del cine. Hijo de Josep Porter, que llegó a ser uno de los libreros más importantes de Barcelona, los primeros filmes que recuerda –según explica en el libro entrevista de J. M. García Ferrer y Martí Rom– son los de procedencia soviética que se proyectaban en los cines de Barcelona durante la Guerra Civil: El diputado del Báltico, Chapaev, El hijo de la Mongolia… Del impacto que producen estas películas en el adolescente Miquel Porter nace su interés por el cine soviético, del cual, con los años, se convertirá en un auténtico especialista. En 1939, sin embargo, no solo desaparecen de las pantallas de Barcelona las películas soviéticas, sino todas las que no pueden quedar enmarcadas en los parámetros del nacionalcatolicismo imperante.

Estudiante de Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona –se licencia en 1955–, enseguida ve claro que quiere dedicarse al mundo del cine. Como Barcelona era un desierto cultural, Miquel Porter empierza por organizar un cineclub familiar, con entradas y programas y todo, y sede en la primera planta del palacio del marqués de Barberà y de la Manresana, situada justo encima de la librería de su padre, en el Portal de l’Àngel, y que servía de almacén de libros. Porter consigue que en este espacio –al que se entraba por la calle de la Canuda– se pasen películas de todo tipo.

Más adelante entabla amistad con Henri Langlois, director de la Filmoteca de París, y con Raymond Borde, de la Cinemateca de Toulouse. A través de estas dos instituciones y del Instituto Francés de Barcelona –donde organiza el Círculo Lumière–, Porter consigue más películas para sus sesiones. Pero con ello no tiene bastante y, a mediados de los años cincuenta, crea la Col·lecció Cinematogràfica Catalana (Cocica), una especie de filmoteca particular que él mismo organiza, gestiona y exhibe en el piso del Portal de l’Àngel. Alquila y compra películas, a veces a peso en los Encants de la plaza de las Glòries. Y organiza, sin ningún tipo de permiso, unas sesiones de cinefórum donde se exhiben algunas de las películas más importantes de la historia del cine, de las más clásicas a las más modernas: Metrópolis, El acorazado Potemkin, Los 400 golpes, El séptimo sello, Fresas salvajes, La caza

Foto: Fondo Miquel Porter i Moix. UB
Miquel Porter en el espacio museístico de la Col·lecció Cinematogràfica Catalana, que creó en 1964 en la primera planta del palacio del marqués de Barberà y de la Manresana, situada sobre la librería de su padre, en el Portal de l’Àngel.

Más tarde, cuando a mediados de los sesenta estalla el boom de los cinefórum, Porter es uno de sus máximos promotores. Hay que pensar que la mayoría de estas actividades se realizaban sin permiso, o bajo la protección de alguna institución religiosa o cultural, y que a menudo surgían obstáculos legales que podían llegar incluso a la presencia de la Guardia Civil y la prohibición de estas iniciativas.

Porter viajaba de punta a punta de Cataluña cuando no había autopistas, los trenes solían circular con retraso y las combinaciones entre ferrocarril y autocar eran escasas. En el libro mencionado afirma que, en alguna ocasión, había hecho parte del viaje sobre el camión que recogía la leche en las masías. Una sesión de cinefórum no era solo una actividad cultural. Era, también, una bocanada de aire fresco que podía poner en cuestión determinados usos y costumbres en los campos de la moral, la religión o la sexualidad.

Y aún tiene tiempo de relacionarse con los promotores de la vanguardia artística que surgieron en el interior de Cataluña, como el Club 49; de ser uno de los impulsores de la revista Curial, y, más adelante, de convertirse en uno de los fundadores de Els Setze Jutges, el grupo que, a partir de principios de los años sesenta, intenta crear canciones en catalán que estén al alcance de todo el mundo. También, a partir de los años sesenta, ejerce como crítico de cine de la influyente revista Destino, y, posteriormente, desde 1976, del diario Avui, el primero en catalán autorizado a salir a la calle tras la muerte de Franco.

En 1969 le llaman a la universidad, donde se convierte en el primer catedrático de Historia del Cine. Y cuando Cataluña recupera la autonomía política, Miquel Porter, que ya militaba en Esquerra Republicana de Catalunya, recibe el nombramiento de primer responsable del Servicio de Cine del Departamento de Cultura. Desde este cargo intenta sentar las bases de una política cinematográfica propia. Deja la gestión política en 1986, pero no el activismo cultural. Ese mismo año publica Renoi, quina portera!, su única novela. Desde 1990 hasta el 2004 ocupa puestos destacados en la Intersindical-CSC, y en 1996 es nombrado rector de la Universidad Catalana de Verano.

Militancia y creatividad

Foto: Colita / Corbis
El cantante Raimon, nacido al acabar la Guerra Civil, que se consolidó en 1963 como portavoz de la ira de la generación de los setenta.

Cuando los historiadores, tanto los de aquí como los foráneos, analizan el largo periodo del franquismo, suelen remarcar el gran cambio económico y social que experimenta la sociedad española, también la catalana, durante los años sesenta. Y es cierto. Durante esta década España entra en la modernidad. Ello sucede, tal como explica Paul Preston en su imprescindible biografía sobre Franco, no con el impulso del dictador, sino contando con su incomprensión más absoluta. Franco nunca entendió los mecanismos de funcionamiento de la economía moderna, y fue el ministro de Hacienda, Navarro Rubio, quien, mediante ejemplos propios de una clase de primaria, tuvo que explicarle que, si España no aplicaba las medidas propuestas por el Banco Mundial, en pocas semanas tendría que declararse en bancarrota.

La modernización no solo afectó a la economía. A finales de los años sesenta alcanzaba la mayoría de edad la primera generación de españoles –y catalanes– nacidos después de la Guerra Civil. Y, por otra parte, el turismo estaba contribuyendo de forma decisiva a la modernización de las costumbres; una modernización también estimulada por el imparable proceso de laicización que experimentaba la sociedad. Tal como explica el profesor Joan B. Culla en el séptimo volumen de Història de Catalunya, dirigida por Pierre Vilar y publicada por Edicions 62: “La escasa concurrencia a los templos, el descenso en picado del número de vocaciones sacerdotales y la pérdida de influencia social de la Iglesia católica no son más que los síntomas de una crisis más general de las autoridades y los valores tradicionales, que se deja sentir sobre todo en el seno de la familia”.

Es durante la década de los sesenta cuando quedan consolidadas las dos ideologías que aglutinarán a la mayoría política y social de la Cataluña que sale del franquismo: un catalanismo de raíz más o menos católica y una visión social de izquierdas de raíz más o menos marxista. Las leyes antidemocráticas que rigen el país desde 1939 no cambiarán hasta después de la muerte del dictador. Por lo tanto, España continuará sin libertades; y Cataluña, además, sin el reconocimiento de los derechos de la lengua y la cultura propias.

No obstante, por debajo de las prohibiciones se irán constituyendo unas referencias culturales propias que emergirán en su totalidad a partir de la muerte de Franco y de la restauración democrática. En 1960 Espriu publica La pell de brau; en 1962, Mercè Rodoreda, La plaça del Diamant; 1963 es el año de la consolidación de Raimon como portavoz de la ira de la generación de los setenta, y también el de la publicación de la antología Poesia catalana del segle XX, de Josep M. Castellet y Joaquim Molas, uno de los intentos más polémicos de acercarnos a la modernidad literaria europea; en 1966 tiene lugar la Capuchinada, de donde surgen los primeros organismos de acción política unitaria –naturalmente clandestinos– que desembocarán en la Asamblea de Cataluña. Muchos de los valores y de las referencias de la Cataluña actual surgen en aquellos años sesenta. No se entienden, sin embargo, sin tener en cuenta las iniciativas culturales, forzosamente más subterráneas, de la década anterior.

Sabater Pi y la sombra de Copito de Nieve

La aportación más importante a la ciencia del doctor Jordi Sabater Pi se relaciona con el descubrimiento de las áreas culturales de los chimpancés. Sus estudios y observaciones sobre este tema, publicados en las revistas científicas más importantes del mundo, han ayudado decisivamente a cambiar la visión antropocéntrica del universo.

© Colección Sabater Pi. Universidad de Barcelona.
Sabater Pi en las cataratas del río Mbia en los años sesenta.

De todas las personalidades literarias o científicas que he conocido a lo largo de mis años de profesión periodística, la del doctor Jordi Sabater Pi (Barcelona, 1922-2009) es una de las que más me ha fascinado. Su nombre fue conocido en todo el mundo en el año 1966 a raíz de la captura del gorila blanco Copito de Nieve, convertido enseguida en la mascota del Zoológico de Barcelona y, poco tiempo después, de la ciudad entera.

El doctor Sabater Pi tuvo una intervención decisiva en esa captura, como él mismo explica muy bien en el libro autobiográfico Okorobikó. En aquel momento era el responsable del Centro de Adaptación e Investigación de Animales de Ikunde, un pueblecito situado a dos kilómetros de Bata, la capital de Guinea Ecuatorial. El centro dependía del Ayuntamiento de Barcelona.

Sabater Pi se había instalado en la entonces conocida como la Guinea Española en el año 1940 –es decir, a los dieciocho años–, huyendo de los desastres de la posguerra y llevado por una pasión hacia África que se le había despertado en sus años de estudio en las escuelas francesas de Barcelona. Llegó a Guinea con una mano detrás y otra delante, y salió de modo definitivo –convertido en una figura mundialmente reconocida en el campo del estudio de los primates– en abril de 1969, pocos meses después de que el país consiguiera la independencia, cuando prácticamente toda la colonia blanca se vio obligada a emigrar.

© Dani Codina
Imagen de Sabater Pi de 2008, tomada en la sede de su colección, en la Universidad de Barcelona.

La obligación y la devoción

Pero esta, digamos, ascensión social, o profesional, no resultó nada fácil para Sabater Pi. Sin estudios universitarios, durante muchos años tuvo que compaginar el trabajo como capataz en diversas plantaciones y empresas agrícolas con su pasión por la flora y, sobre todo, la fauna de África. Sus primeros estudios de campo empezaron a publicarse en diversas revistas especializadas extranjeras hasta que llamaron la atención de los responsables de National Geogra­phic, que, como bien se sabe, es mucho más que una revista porque patrocina estudios, otorga becas, etcétera. Paralelamente había entrado en contacto con los responsables del Zoológico de Barcelona, pero la beca que consiguió de la revista norteamericana provocó más recelos entre sus superiores que mejoras en su situación laboral.

En Guinea, mientras tanto, Sabater Pi –todavía no doctor, ni siquiera licenciado– estaba consiguiendo pasar más horas en la selva que en la plantación. En este proceso resultó decisiva la presencia a su lado de su esposa Núria, con quien se había casado por poderes –ella, desde Igualada; él, desde Guinea– en junio de 1950. Se habían estado carteando cada día desde hacía cuatro años. Como las comunicaciones entre Guinea y la península no eran en absoluto diarias, él le enviaba las cartas por remesas y el padre de ella, en Igualada, las administraba y le daba una cada día a su hija.

En el campo profesional, ese año 1950 también resultó decisivo en la vida de Sabater Pi. Inicia la observación de los primates, entra en contacto con alguno de los ornitólogos más destacados del mundo y continúa el aprendizaje de la lengua fang, la lengua que hablaban –y deben de hablar todavía, si no se han españolizado o afrancesado del todo— los nativos de Guinea.

La primatología es un conocimiento que surge a partir de las aportaciones de Darwin, que fue el primero en defender que los primates forman parte del árbol filético del hombre. En el año 1950 era, todavía, una ciencia incipiente si tenemos en cuenta que los estudios sistemáticos sobre los primates no empezaron hasta 1924. Sabater Pi residía lejos de los centros académicos donde se había despertado el interés por la primatología, pero cerca de la selva, donde vivían los gorilas y los chimpancés. Gracias a sus conocimientos de la lengua fang pudo establecer muy buenas relaciones con los habitantes tradicionales de Guinea, que le sirvieron de guía, ya desde las primeras exploraciones. Para poder observar los gorilas tenía que caminar horas y horas por la selva, siempre siguiendo las indicaciones de un guía local, que era quien mejor sabía interpretar, a partir de pequeños rastros que los animales dejaban a su paso, la proximidad de estos. Se abrían paso a golpe de machete y a menudo la noche les caía encima –literalmente; en la selva no hay atardeceres– y tenían que improvisar un lecho.

Sin duda, la aportación más importante a la ciencia de nuestro personaje tiene relación con el descubrimiento de las áreas culturales de los chimpancés. Los estudios y las observaciones de Sabater Pi sobre este tema, publicados en las revistas científicas más importantes del mundo, han ayudado decisivamente a cambiar la visión antropocéntrica del universo.

© Dani Codina
Dibujo de la colección Sabaté Pi: el gorila albino Copito de Nieve en el centro Ikunde de Bata, en 1966.

Fijémonos bien: lo que empieza siendo una pura observación, se transforma en verdad científica cuando la observación se hace con método, continuidad y rigor y acaba por introducirse plenamente en lo que llamaríamos el sentido de la vida. En efecto, una de las obsesiones del doctor Sabater Pi, cuando ya había conseguido un reconocimiento académico incontestable, era luchar contra la visión antropocéntrica del mundo. Por ejemplo, la idea del hombre como hijo de Dios es una idea más relacionada con la magia que con la lógica, porque la lógica nos dice que somos descendientes de los primates y que, por lo tanto, formamos parte de un anillo biológico que en ningún caso podemos despreciar si de verdad queremos entender el comportamiento de los humanos.

Eso no excluye –claro está– ningún tipo de creencia metafísica, sino que pretende ser un llamamiento a la, digamos, humildad biológica. Nunca podemos olvidar la pertenencia del género humano al gran anillo biológico del universo. El hombre, por ejemplo, es un animal que tiene miedo. Muchos antropólogos –explica Sabater Pi– consideran que la dimensión idónea de las colectividades humanas se sitúa en el umbral de las quinientas personas. Si se sobrepasa esta cifra, el individuo empieza a desarrollar unos mecanismos de autodefensa –sospecha o miedo, por ejemplo– que pueden llegar a ser violentos.

© Dani Codina
Dibujo de la colección Sabaté Pi: apunte del natural de un miembro de la etnia fang, del norte de Guinea Ecuatorial.

A partir de su retorno, en el año 1969, Sabater Pi empezó a estudiar en la universidad. Tenía cuarenta y ocho años y durante una temporada le tocó trabajar, en tareas en las que no era especialista, en el Zoológico de Barcelona. En el año 1975 se licenció y empezó a dar clases en la Universidad de Barcelona. En 1981 se doctoró con una tesis titulada Estudio comparativo de los chimpancés y los gorilas de Río Muni. Durante ese tiempo fue el introductor de los estudios de etología en las universidades del país. La etología es el estudio biológico de la conducta animal y humana desde una perspectiva evolutiva y descriptiva.

En los últimos años de su vida, el doctor Sabater Pi obtuvo algunos de los máximos reconocimientos catalanes y españoles: Doctor Honoris Causa por las universidades autónomas de Barcelona y Madrid, Medalla de Oro al Mérito Científico del Ayuntamiento de Barcelona, Cruz de Sant Jordi de la Generalitat de Catalunya. Murió en agosto del 2009, cuando acababa de cumplir ochenta y siete años. Algunos, entre los cuales me cuento, lamentamos que se marchara de este mundo sin la Medalla de Oro de la Generalitat.