Acerca de Albert Forns

Periodista y escritor

Hacia la ciudad sin coches

Foto: Vicente Zambrano

Foto: Vicente Zambrano

El cambio climático y la contaminación llevan las grandes ciudades a un cambio de paradigma. Tras un siglo en que el coche ha sido el rey de las calles, las principales metrópolis apuestan por restringirlo. Esta revolución urbana, ya iniciada en París o Londres, quiere recuperar para el peatón un lugar central y pensar unas ciudades más vivibles, con menos asfalto y más espacios verdes.

Ámsterdam o Copenhague, los grandes paraísos de la bicicleta, también pueden enseñarnos cómo avanzar hacia una ciudad sostenible, que priorice el transporte público, los desplazamientos a pie o en bicicleta y el comercio de proximidad.

Barcelona avanza hacia un modelo de vecindarios pacificados con la implantación de las supermanzanas, la extensión del carril bici y nuevas inversiones en transporte público. Pero ¿cómo reducir el millón de coches que circulan cada día y los problemas asociados a este tráfico? ¿Se trata de concienciar a la población o se requieren políticas más agresivas? ¿Habría que limitar el uso del automóvil con prohibiciones, tal como ya hicimos con el tabaco?

Lo sentimos, conductores, pero no es una pesadilla verde ni una utopía ecologista: las principales capitales del mundo ya trabajan para eliminar los coches de sus calles. En París, la alcaldesa Anne Hidalgo quiere convertir la ciudad impulsora del último gran acuerdo climático en la primera metrópoli poscoche de la historia. Para hacerlo prohibirá la circulación de los coches diesel en 2024 –son cuatro veces más contaminantes que el resto– y estudia prohibir el resto de automóviles contaminantes para el año 2030, de modo que solo podrán circular los vehículos eléctricos. Para poder pacificar el centro, la capital francesa está llevando a cabo una importantísima inversión en infraestructuras –con unas sesenta estaciones de metro nuevas– coincidiendo con la preparación de los Juegos Olímpicos del 2024, que mejorará aún más una de las mejores redes de transporte público del mundo. El ayuntamiento socialista también ha duplicado la red de carriles bici, y ya prueba los primeros autobuses automáticos que circulan sin conductor.

Foto: Vicente Zambrano

Por las vías que bordean el Sena, en París, circulaban hasta cuarenta mil vehículos diarios. Ahora que se han hecho exclusivas para peatones son la nueva zona de moda de la capital francesa.
Foto: François Guillot / AFP / Getty images

¿Por qué todos estos cambios en la capital de Francia? “El reto incomparable de la contaminación del aire requiere acciones sin precedentes”, dice la alcaldesa Hidalgo, y cita la cifra de los 6.500 parisinos muertos cada año por la contaminación. Y no hay que ir tan lejos para comprobar los efectos del humo: en el área metropolitana de Barcelona, la contaminación atmosférica causa unas 3.500 muertes anuales. La alcaldesa de París confía en que, con menos coches, la ciudad será más habitable, y en su sueño verde las miles de plazas de parking actuales se habrán convertido en carriles bici, terrazas de cafetería y parques infantiles. La prueba de este incremento de habitabilidad la constituyen los nuevos paseos a la orilla del Sena: por ellos circulaban hasta cuarenta mil vehículos diarios, y ahora que se han hecho exclusivos para peatones son la nueva zona de moda.

¿Más capitales que limitarán al automóvil? Londres, donde desde 2008 funciona una tasa que grava aquellos vehículos contaminantes que circulan por el centro, similar al Ecopass milanés. El resultado ha sido un descenso del número de coches que ha de soportar la City, pero el alcalde Sadiq Khan quiere ir más allá, y promoverá que los nuevos edificios de viviendas y oficinas se construyan sin parking. En Barcelona, los últimos intentos de limitar el número de aparcamientos subterráneos han topado con las críticas de la oposición y del gremio de los agentes de la propiedad inmobiliaria, que lo encuentran “demencial”.

El futuro del automóvil en la ciudad ya centra la mayoría de los debates urbanísticos. El pasado octubre, decenas de arquitectos, expertos en movilidad y activistas a favor del transporte público se reunieron en la Universidad Pompeu Fabra (UPF) en un Urban Thinkers Campus (UTC) promovido por el Ayuntamiento de Barcelona y la World Urban Campaign (UN-HABITAT), bajo organización de la Federación Iberoamericana de Urbanistas (FIU). En el encuentro, titulado genéricamente “En transición hacia ciudades más vivibles. The Post Car City”, se debatieron las maneras de avanzar hacia ciudades “más vivibles, sostenibles, saludables y seguras a partir de la implementación de nuevos modelos de movilidad urbana”, según las palabras de presentación del evento. Lluís Brau, presidente de la Federación Iberoamericana, aseguraba en el acto de inauguración que el futuro de la vida urbana pasa por la “contención del vehículo privado” y por un modelo de calles pacificados, donde el coche ocupe un segundo plano. “La movilidad es un derecho –añadía la concejala de Movilidad del Ayuntamiento de Barcelona, Mercedes Vidal–, pero presupuestariamente no se ha tratado nunca como tal. La sanidad y la educación se financian de manera estructural, y en este caso tendría que pasar lo mismo. Ello ha generado una falta endémica de financiación del transporte público, que nos costará muy cara en términos de salud pública y de habitabilidad”.

Un problema global: del sueño a la pesadilla

Según valoró en su intervención el urbanista Jose María Ezquiaga, decano del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, el problema del coche es “global”, ya que se registran los mismos problemas de tráfico en Europa que en las grandes capitales de Asia o en América Latina. Ezquiaga recordaba que, históricamente, el paradigma de ciudad había sido el modelo europeo, como Barcelona, basado en metrópolis “compactas, continuas y densas” que permiten un uso mixto de vivienda y comercio y una movilidad óptima, ya sea con transporte público o a pie. Pero con la expansión del coche se impuso el modelo contrario, cuyo paradigma sería Los Ángeles. “La ciudad se expande e inunda el territorio con vecindarios de casitas con jardín a las que solo se puede acceder en automóvil”, explicó Ezquiaga. La imagen idílica del sueño americano.

Foto: Bettmann / Getty Images

La expansión del coche ha puesto seriamente en cuestión el modelo histórico de la ciudad europea compacta, continua y densa, que ha retrocedido frente al modelo contrario, la ciudad dispersa, cuyo paradigma es Los Ángeles. En la imagen, una típica familia norteamericana de los años sesenta, con el coche aparcado ante su casa, se prepara para salir de viaje.
Foto: Bettmann / Getty Images

“El modelo suburbial ha originado que la gente cada vez viva más lejos del lugar en que trabaja”, puntualizó Ezquiaga: un hecho que ha impulsado la creación de ciudades dormitorio extensísimas en superficie y con una densidad muy baja, donde los servicios básicos –hospitales, escuelas, comercios– se hallan siempre alejados y se requiere coger el coche para todo. Pero, al mismo tiempo, el automóvil tampoco es la solución, porque hay tantos vehículos que en las horas punta el atasco es el pan de cada día. “El sueño americano –resumía Ezquiaga– en realidad ha resultado ser una pesadilla”.

Puede parecer aún remoto, pero este sueño –o pesadilla– americano lo tenemos muy cerca. En España, la expansión de las urbanizaciones y las ciudades dormitorio de pequeñas casas fue el modelo por antonomasia entre 1994 y 2009. En Madrid el crecimiento de población de los últimos años no se ha concentrado en el centro, sino en las afueras, donde se ha doblado la superficie de suelo construida. Y el número de coches que circulan también se ha multiplicado por dos. “Se ha construido en forma de archipiélago, con barrios y centros comerciales constituidos como células autosuficientes, rodeadas de grandes aparcamientos y erigidas en medio de ninguna parte, lo que nos condena a usar el automóvil privado para llegar a ellas”, indicó Ezquiaga. En esta nueva ciudad dispersa la dependencia de la autopista es total, y cuando esta se satura el colapso es inevitable.

Cien años conquistando mentalidades

Ahora bien, si el coche causa problemas de movilidad en medio mundo, ¿por qué lo seguimos utilizando? Decenas de expertos se lo preguntaban en una de las actividades del campus de pensadores sobre la ciudad, la mesa redonda “Disputando la hegemonía cultural al coche”. “El automóvil es un símbolo cultural muy poderoso”, empezó declarando el arquitecto David Bravo, promotor del ciclo “Adéu al cotxe!” [¡Adiós al coche!] de la Sala Beckett. Bravo lo tiene claro y asegura que nuestra dependencia del coche es inducida, fruto de una operación de ingeniería social “sin precedentes en la historia, solo comparable a la expansión del cristianismo”. De entrada parece una exageración, pero nos propone mirar cien años atrás, cuando la sociedad funcionaba sin automóviles. “El coche es el elemento que ha transformado más y más rápidamente las ciudades desde el neolítico”, añadía el arquitecto barcelonés, llamando la atención sobre el carácter omnipresente de las cuatro ruedas, presentes en nuestro imaginario desde la infancia: “¿Con qué juegan los niños? ¡Con coches!”

Los expertos constatan que la conquista efectuada por el coche ha sido fruto de una campaña global. Sitúan el disparo de salida en la época del New Deal de los EEUU, cuando se vendía el automóvil como el modo más fácil de huir de la ciudad. Pero esta carrera por difundir la compra y el uso del coche no ha tenido un único color político: la socialdemocracia los ha fomentado tanto como lo hizo el bloque comunista, Hitler promoviendo el Volkswagen “Escarabajo” o Franco impulsando el Seat 600.

Foto: MGM / Pathé / Album

La industria automovilística ha asociado el coche a valores imbatibles como la libertad y la independencia personal, y regímenes y gobiernos de todos los colores han fomentado su uso. Arriba, una escena de la película Thelma & Louise (1991), de Ridley Scott, en que un Ford Thunderbird es el elemento liberador para las protagonistas, encarnadas por Susan Sarandon y Geena Davis.
Foto: MGM / Pathé / Album

La industria automovilística ha asociado el coche a valores imbatibles como la libertad y la independencia personal. En la televisión nos lo dicen constantemente: si compras un coche, compras tu libertad. Y el cine también ha contribuido: en la película Thelma & Louise, por ejemplo, un Ford Thunderbird es el elemento liberador para las dos protagonistas, y en Casablanca, que se desarrolla en el marco temporal de la Segunda Guerra Mundial, el único momento de felicidad y amor que tienen Humphrey Bogart e Ingrid Bergman es durante una escapada en descapotable. “Más tarde, en los años ochenta, se llega al clímax con series como El coche fantástico, en que el héroe es el coche en sí mismo”, recordaba Bravo. Pero encontrar casos contrarios resulta mucho más complicado: “Solo la película Un día de furia retrata la situación más frecuente de los que cogemos el coche cada día: la histeria de quedarse atrapados en un atasco”.

Este enamoramiento global no es casual, explican los expertos en movilidad, porque el lobby del motor es uno de los anunciantes más importantes del planeta, y hace décadas que nos envía inputs continuamente. “Hay anuncios de coches por todas partes: en el cine, la tele o los periódicos, pero también los encuentras en los transportes públicos, que tendrían que ser la competencia, y se anuncian todoterrenos en el metro o en las marquesinas del autobús”, señalaba Bravo. “¡Este año [2017] incluso plantaron un coche en medio de la estación de Sants, la catedral del transporte público de Cataluña!”, añadía Ricard Riol, presidente de la asociación Promoció del Transport Públic.

En el encuentro de la UPF también recordaban que no todas las estrategias de la industria automovilística han sido limpias. Se explicaba que, en los años cuarenta del siglo pasado, antes de convertirse en la meca del automóvil y en el modelo a replicar por todo el planeta, Los Ángeles tenía una red de tranvías envidiable, que el lobby del coche se dedicó a comprar y desmantelar para forzar a la gente a decantarse por el automóvil. También existe constancia histórica, con anuncios de época interesantísimos, de campañas mediáticas que ridiculizaban al peatón arrinconándolo en las aceras. “En Latinoamérica el coche aún es un símbolo de estatus y de riqueza –añadía una urbanista de São Paulo–, y por tanto ser peatón quiere decir asumir tu fracaso profesional”.

Soluciones, pero ¿a qué precio?

Ricard Riol consideró que el debate debería centrarse en los mecanismos de que disponemos para generar un cambio social que es tan necesario. “Nadie discute ahora que el tráfico mata y nos ahoga –dijo–; el problema surge cuando las soluciones requieren cambios de conducta. Porque la gente demanda soluciones, pero no acepta los cambios”. Y ello pese a que los datos son claros: hay demasiados coches en las calles y encima disfrutan de un trato preferente. En Madrid, el 61 % de las calles es para el asfalto, cuando estas vías no resuelven ni el 38 % de los viajes. Y en Barcelona sucede lo mismo: solo uno de cada cuatro desplazamientos se lleva a cabo en coche privado, pero el automóvil sigue teniendo la hegemonía en las calles y plazas.

¿De qué manera se puede contrarrestar la imagen ganadora del coche? Una opción consiste en hacer “sexy” el transporte público. El geógrafo Francesc Muñoz pone como ejemplo el Tram, que tiene entre los barceloneses una consideración altísima en lo que a percepción, estética y sostenibilidad se refiere. Otro camino para parar los pies al automóvil es asociarlo a la contaminación que provoca. ¿Cómo? Siguiendo el ejemplo de las leyes antitabaco. Ahora ya son cosas que empiezan a quedar lejos, pero durante décadas el humo del tabaco era tan omnipresente como el de los coches: se fumaba en las universidades, en los hospitales, en los aviones y en los restaurantes, y era imposible imaginar un mundo sin humo. El cine también fue clave en la expansión del imaginario nicotínico, y los valores de glamur y de independencia asociados al cigarrillo no se discutían. Pero la determinación mostrada por les administraciones públicas para preservar la salud de la ciudadanía ganó la batalla a las tabaqueras. Para los expertos presentes en el encuentro de la Pompeu Fabra los paralelismos son evidentes porque, como afirmaba Anne Hidalgo, el del coche también es un problema de salud global.

¿Y el coche eléctrico –podríamos preguntarnos–, soluciona estos problemas de contaminación? “Con el coche eléctrico el sector intenta hacer un greenwashing, vendernos que todo cambie para que todo siga igual”, sostenía David Bravo. En la mesa redonda en la que hizo esta valoración había consenso respecto a este giro lampedusiano: señalaron que los vehículos verdes solo “desplazan las externalidades”, es decir, en lugar de generar emisiones por el tubo de escape y dejar el humo en la ciudad, contaminan por la chimenea de la central en la que se ha producido la electricidad. Y una ciudad llena de coches, por mucho que sean eléctricos, es una ciudad de atascos, que sigue dejando al peatón en segundo plano.

Pese a que algunos de los diagnósticos y predicciones que se realizaron en el campus de pensadores sobre la ciudad pueden sonar radicales y apocalípticos, los defensores de la ciudad sin coches no se oponen al automóvil en general. La opinión más extendida entre estos expertos es que “el coche es un problema cuando está infrautilizado”, o sea, cuando va vacío, como pasa con el millón de vehículos que circulan diariamente por Barcelona, donde se registra una ocupación media de 1,14 personas por coche. “Si consiguiéramos ocupaciones de 2,5 personas, no sería necesario este debate”, aclaró Pau Noy, adjunto al consejero delegado de Transports Metropolitans de Barcelona (TMB). Noy aseguraba que el coche no desaparecerá nunca del todo porque siempre habrá necesidades logísticas y personas con necesidades especiales. De lo que se trata, según estos expertos, es de arrebatarle la centralidad actual.

Foto: Vicente Zambrano

El Tram, que tiene una consideración altísima en cuanto a percepción, estética y sostenibilidad. Hacer atractivo el transporte público, como ha sido el caso del tranvía, es una de las mejores maneras de combatir la tradicional imagen ganadora del coche.
Foto: Vicente Zambrano

Descongestionar Barcelona es posible

Los urbanistas aseguran que no existen soluciones milagrosas para la movilidad en las ciudades, y que la receta está inventada desde hace décadas: fomentar el transporte público y restringir el vehículo privado. El problema es que en Barcelona se ha hecho precisamente lo contrario. “A medida que la ciudad se congestionaba, ampliábamos su capacidad viaria”, recordaba Pau Noy. Ejemplos característicos de las intervenciones generadas por esta política serían la progresiva apertura de la ronda del Mig y la apertura de las rondas del Litoral y de Dalt en 1992, infraestructuras para el vehículo privado que se han desarrollado sin ir acompañadas de una inversión similar en la red de transporte público. Y la crisis económica aún ha tensado más la situación, con recortes presupuestarios que afectan a los servicios y no permiten la renovación y el crecimiento de las flotas. El problema es que hace falta valentía política para afrontar la movilidad sostenible, porque retirar coches de la calle supone una pérdida de votos para el político que lo intente.

¿Sería posible, técnicamente, una Barcelona sin coches? Pau Noy dispone de varios estudios de TMB que demuestran que sí, que con una inversión adecuada el transporte público podría asumir todos los desplazamientos de la ciudad. De hecho, en la actualidad el 69 % de los trayectos en coche se realizan en áreas en las que ya existen alternativas como el metro o el tranvía. Desde TMB tienen calculado que se podrían doblar las frecuencias del metro con la ayuda de los trenes automáticos, y la capacidad de las líneas de cercanías se podría aumentar con trenes más largos y utilizando el túnel del AVE, que está desaprovechado. La unión de los tranvías del Llobregat y del Besòs por la Diagonal multiplicaría por tres la oferta actual, y con la ampliación de los carriles bici –que en 2019 superarán los trescientos kilómetros– hay margen para que los trayectos en bicicleta se multipliquen por cinco, hasta llegar al 10 % de los desplazamientos.  ¿Qué beneficios supondría todo esto? “De entrada, una reducción de la accidentalidad y un descenso a cero de los niveles de polución”, explicaba Pau Noy. Otra consecuencia clara de contar con unas calles más vacías sería doblar la superficie del espacio público dedicado a los ciudadanos. Esto se conseguiría no solo al reconquistarse carriles en muchas vías, sino también porque se reduciría la superficie de aparcamiento. Y no, no hablamos de un mundo de ciencia ficción: “En Europa –excluida España– ya hay un montón de ciudades sin emisiones”, aclaraba Noy. Es, por tanto, una cuestión de voluntad política. Y de tiempo, porque, según los ponentes, el agotamiento del petróleo y los efectos del cambio climático nos obligarán a cambiar la manera de vivir más pronto de lo que creemos.

Las nuevas tecnologías pueden tener un papel clave en esta evolución de la movilidad. A la hora de compartir coche, por ejemplo: cada vez hay más plataformas de carsharing, con posibilidades de crecimiento, y también se han depositado esperanzas en la llegada del coche autónomo, que circularía sin conductor y podría transportar a varias personas a la vez, a medio camino entre el taxi y el autobús urbano. Las aplicaciones móviles también pueden mejorar los desplazamientos. Rikesh Shah, jefe de innovación comercial de Transport for London, explicaba los beneficios derivados del hecho de compartir decenas de parámetros del transporte público a tiempo real, como el estado de las líneas de bus o metro, la hora exacta de llegada de un convoy a una estación o la situación de accidentes o de obras de mantenimiento. Gracias a este esfuerzo de datos abiertos, se han creado más de seiscientas aplicaciones independientes que informan del servicio a un 40 % de los usuarios, con programas que proponen automáticamente cambios de ruta cuando se registran incidencias.

En Barcelona, el despliegue de la nueva tarjeta de transporte público T-Mobilitat, prevista para el año 2019, podría representar una buena oportunidad de avanzar hacia un transporte multimodal y de provocar un cambio de la mentalidad ciudadana. “La T-Mobilitat podría fomentar las buenas prácticas de muchas maneras –avanzaba el arquitecto David Bravo–. La tarjeta podría ser más barata para quienes usan el Bicing, o también se podría fomentar un transporte público más económico para las personas que reciclan en el Punto Verde o que compran en los mercados de proximidad”. Las nuevas tecnologías también podrían mejorar el Bicing: en el simposio de la UPF se apuntaba que se podría incentivar el uso de las bicicletas y favorecer una mejor distribución por la ciudad bonificando a aquellos usuarios de los trayectos menos populares, como por ejemplo los que discurren entre la playa y los barrios más empinados.

Foto: Vicente Zambrano

La ampliación de la red de carriles bici de Barcelona, que en 2019 superará los tres cientos kilómetros, hará posible que los trayectos en bicicleta se lleguen a multiplicar por cinco, hasta llegar al 10 % de los desplazamientos.
Foto: Vicente Zambrano

La metáfora ciclista

La bicicleta ha acompañado la transformación de muchas ciudades de toda Europa, y con climas mucho más complicados que el catalán. “En los países nórdicos nieva y son habituales las temperaturas bajo cero, y eso no impide que el 40 % de la población pedalee cada día hasta el trabajo”, explicaba Mark Wagenbuur, fundador del blog Bicycle- Dutch.nl. Para este experto holandés, la instauración de la bicicleta es un problema de hábitos, cultural. “Pero los hábitos y la cultura se pueden modificar”.

Un ejemplo de este cambio cultural y de costumbres lo aporta Ámsterdam, uno de los paraísos ciclistas del norte. “Ahora la bicicleta es tan central que el primer ministro pedalea hasta el palacio para notificar al rey la formación de un nuevo gobierno, pero medio siglo atrás las cosas eran muy distintas”, señalaba Wagenbuur. Con la bonanza de los años cincuenta, el coche empezó a conquistar terreno físico y mental en los Países Bajos, y las presiones para construir avenidas y adaptar las ciudades al coche llevaron a derribar barrios enteros de estrechas calles medievales, y convirtieron plazas históricas en aparcamientos masivos. “Pero este destrozo del patrimonio muy pronto topó con la oposición ciudadana”, recordaba, con okupas que se oponían a la demolición de edificios históricos y familias que impulsaban el movimiento Stop de Kindermoord [Basta a los asesinatos de niños]. Este movimiento reclamaba, mediante protestas y desobediencia civil, la pacificación de un tráfico que, solo en 1971, causó cuatrocientas víctimas infantiles en el país. Finalmente, el Estado empezó a modificar sus prioridades y nacieron entonces los primeros centros urbanos exclusivos para peatones.

Copenhague, la otra gran capital ciclista, vivió un proceso similar: en los años setenta solo el 10 % de los trayectos se efectuaban en bicicleta y el coche era omnipresente, pero una política continuada de inversiones ha trastocado la situación, y ahora la bicicleta copa el 41 % de los trayectos. Y la construcción de infraestructura ciclista no se detiene: ahora impulsan superautopistas de cuatro carriles –en las horas punta se forman atascos de bicicletas– y hasta dieciséis nuevos puentes solo para las dos ruedas. De hecho, el debate actual en la capital danesa no es sobre la bicicleta, sino sobre los coches. El diseño urbano aún está pensado para el automóvil, y pese a que en las horas punta el 55 % de los vehículos son bicicletas, el coche aún tiene prioridad en la mayoría de calzadas. Se trata, pues, de ganar en “justicia espacial” y poner al ciudadano en el centro de la planificación urbanística.

En Barcelona, el auge de la bicicleta invita al optimismo. El Bicing ha celebrado su décimo aniversario totalmente consolidado, con más de seis mil usuarios, y ha inaugurado el año con un ambicioso cambio de operador que garantizará el servicio durante las veinticuatro horas, ampliará el número de estaciones y las hará todas mixtas, para bicicletas comunes y también eléctricas. Además, el crecimiento de la red de carril bici permitirá que cualquier ciudadano disponga de uno a menos de trescientos metros de su domicilio. “Pocas inversiones son tan rentables como las asociadas a la bicicleta en cuanto a la relación entre coste y poder transformador”, explicaba la concejala Mercedes Vidal.

En Dinamarca y los Países Bajos, la fórmula de éxito es la coexistencia de tres tipos de vías: las rápidas, exclusivas para los coches; las mixtas, con calzadas segregadas, y las calles de barrio, donde los coches circulan lentos y los ciclistas y los peatones tengan siempre la prioridad. El esquema que se deriva es una ciudad en forma de retícula con varios niveles de pacificación del tráfico, un modelo urbano que en Barcelona ha generado mucha polémica: la supermanzana.

Foto: Vicente Zambrano

Con el desarrollo de las supermanzanas, como esta del Poblenou, el Ayuntamiento quiere conseguir reducir la superficie total del espacio público que se reserva al tráfico rodado desde el 50 % actual hasta el 30 %.
Foto: Vicente Zambrano

Los ciudadanos, en el centro

“Con el desarrollo de las supermanzanas pretendemos reducir del 50 % al 30 % el espacio público reservado al tráfico rodado”, explicaba Ton Salvadó, arquitecto y director de Modelo Urbano del Ayuntamiento. Volvemos a la receta de siempre: incrementar la calidad de vida de los barrios a través de la pacificación del tráfico, convirtiendo muchas de las calles actuales en vías locales o vecinales. “La ciudad está al límite de su capacidad –explicaba Salvadó–. En el área metropolitana se registran 3.500 muertes prematuras al año por la contaminación, 11.000 heridos anuales por accidentes, y problemas de salud vinculados al sedentarismo, la contaminación acústica y la falta de espacios verdes.”

Para entender el potencial del proyecto solo hay que echar un vistazo a las supermanzanas históricas, Gràcia y el Born, que son dos de los barrios mejor valorados por el mercado inmobiliario y turístico. Salvadó asegura que, cuando la implantación se haya completado, centenares de calzadas y calles se habrán convertido en espacios para los vecinos, con parques infantiles y zonas verdes. El plan prevé que el número de coches se reduzca, y que los que queden no se aparquen en superficie. “Queremos que se entienda la calle como prolongación de la vida doméstica, como un espacio de confort”, remarcó el arquitecto.

No nos encontramos ante un debate local, sino global. El siglo XX fue el del coche; ¿queremos que el XXI lo sea de los peatones?

Joan Fontcuberta. Bienvenidos a la era postfotográfica

Foto: Pere Virgili

Joan Fontcuberta.
Foto: Pere Virgili

En nuestro tiempo las imágenes se han vuelto peligrosas, furiosas, y es necesaria una actitud de resistencia por parte de los intelectuales y artistas. Según Joan Fontcuberta, el fotógrafo responsable tiene que saber gestionar la sobreabundancia icónica con estrategias de ecología visual, pero también tiene que saber encontrar las imágenes que faltan.

Cuando entramos en el taller de Joan Fontcuberta lo primero que sorprende es no ver ninguna cámara. Más tarde, cuando se lo preguntemos, nos sacará una de un cajón y señalará el teléfono móvil. Lejos del estereotipo del taller sucio, lleno de focos, flashes y objetivos, las paredes inmaculadas del estudio de Fontcuberta en la fábrica Roca Umbert de Granollers describen bien al artista del siglo xxi. “Llevo el estudio en la cabeza”, nos explicará más tarde. La vida de Joan Fontcuberta, el fotógrafo catalán más internacional, galardonado con el premio Ciutat de Barcelona 2016, es un no parar de viajes y proyectos de todo el mundo. Divide su tiempo entre la preparación de nuevas exposiciones, la producción de nueva obra y la reflexión sobre la fotografía a través de la lectura, la escritura y el comisariado. “Cuando viajo anoto en el móvil todo lo que quiero retener, y así voy llenando un cajón simbólico de temas para investigar o profundizar”. También confesará que no tiene horarios y nunca hace vacaciones, que para él destinar el mes de agosto a escribir un texto sobre la fotografía realizada con palomas durante la Primera Guerra Mundial es una perspectiva tan excitante como para otros puede serlo un viaje al Caribe.

Hay dos hechos en su biografía que determinan su trayectoria. El primero es venir de una familia dedicada a la publicidad.

Efectivamente, para mí fue un aprendizaje colosal. Estudié publicidad y simultáneamente trabajaba en la agencia Danis. Fue una escuela de redacción: sintetizar en un eslogan todos los mensajes que te da el fabricante es un ejercicio de retórica muy potente; hay muchos escritores que han surgido de la redacción publicitaria. Por otro lado, allí aprendí técnicas de creatividad. Cuando tu profesión es parir una serie de ideas al día, si tienes ayudas metodológicas y sistemas para fluidizar la capacidad imaginativa, mucho mejor. Pero, sobre todo, conceptual e ideológicamente, trabajar en la agencia me enseñó todas las técnicas de persuasión y de seducción que utiliza la publicidad, y conocerlas desde dentro me ha hecho mucho más fácil deconstruirlas y desenmascararlas.

También afirma que haber crecido en el tardofranquismo le fogueó en el escepticismo, en no dar por buena ninguna información.

La del tardofranquismo es una generación que vivió unas circunstancias históricas particulares en relación con la libertad y el acceso de la información, y eso te marca. De este condicionamiento yo hice un espacio de reflexión crítica, con una obra que me permitía dar la vuelta a todo lo que había vivido durante esta etapa y hacer de ello una pedagogía para los públicos que vendrán.

¿Cree que ahora somos más crédulos con la información?

Siempre ha habido gente que se hace preguntas con más intensidad y gente que se las hace con menos, pero las trampas siguen existiendo: ahora tenemos todo este alud del fake en internet, la “postverdad”… Existe toda una serie de fenómenos que siguen confrontándonos a la necesidad de elucidar qué es verídico y qué no lo es, y por eso hace falta un espíritu de sospecha, de recelo, evitando la credulidad y la confianza ciega hacia todo lo que vemos.

Precisamente, sus obras más conocidas nos hacen desconfiar de la fotografía, nos obligan a poner en duda lo que ven nuestros ojos. Pienso en Herbarium o Fauna, donde retrataba a una serie de plantas y animales que se inventaba. O en su engaño más reciente, la invención del fotógrafo Ximo Berenguer.

La fotografía nació en el siglo xix como un instrumento de verificación de la realidad: lo que estaba fotografiado era real. Hoy en día esta función de autentificación de la realidad recae en Google: cuando queremos comprobar algo lo buscamos en Google, y según el resultado que encontremos, según la cantidad de respuestas y cuán convincentes sean, nos lo llegamos a creer o no. Pero de la misma manera que se puede manipular una fotografía se puede manipular Google. ¿Cuál será el primer paso de un falsificador, hoy en día? Introducir datos en internet, para conseguir que cuando busquemos algo encontremos un número plausible de resultados que nos deje tranquilos. Por eso esta actitud de escepticismo tiene que seguir vigente.

Sus series fotográficas también tienen una vertiente muy literaria. Siempre van acompañadas de textos y nos explican una historia.

Siempre me ha interesado el concepto de la habitación de la fotografía. ¿Dónde vive una imagen? Las fotografías nunca aparecen solas, se insieren en constelaciones significativas. Las imágenes conviven con un texto, con un espacio, con un determinado apoyo, con unos canales de difusión… Todo eso modela la función y la naturaleza de la imagen. La misma fotografía cambia de sentido si la encontramos en la página de un periódico, en una sala de exposiciones, en un informe forense o en la cartera de alguien. En todos estos casos la fotografía salta de un sentido a otro, de un valor a otro. A mí, lo que siempre me ha interesado no es la imagen por sí misma, sino el valor que nosotros le atribuimos.

Cuando empezó su carrera la fotografía era una disciplina artística más, pero en estas tres últimas décadas ha estallado y todo el mundo hace fotos con el móvil, constantemente. Usted habla de la era de la postfotografía.

La fotografía tal como la conocemos hasta ahora venía a ser la respuesta a la revolución industrial, a los valores del siglo xix y a la cultura tecnocientífica: nació cuando nacían los archivos y los museos, cuando empezaban los viajes y la colonización. Entonces era una forma simbólica de apropiación: primero pasaban los fotógrafos y después los ejércitos. Por eso la fotografía del siglo xix no puede dar respuesta a los problemas del siglo xxi. La postfotografía es otra cosa, no tanto porque haya evolucionado la tecnología, sino porque responde a un contexto completamente diferente. ¿Para qué necesitamos las imágenes, hoy? Las necesitamos para decirnos “ya he llegado”, “estoy viniendo”, “mira qué he visto”. La fotografía se ha vuelto voz, palabra.

Con la postfotografía las imágenes son lenguaje.

De hecho, esta condición lingüística de la imagen siempre ha existido, pero hasta ahora no la habíamos utilizado. La imagen estaba reservada a ciertas minorías de profesionales, a los artistas y a los fotógrafos. La revolución es que ahora todo el mundo puede servirse de la imagen sin haberse formado ni tener que recurrir a tecnologías costosas. De un modo muy intuitivo, muy espontáneo, todo el mundo puede sacar el móvil, hacer una fotografía y enviarla dando a esta imagen un determinado significado de comunicación.

Foto: Pere Virgili

Joan Fontcuberta.
Foto: Pere Virgili

Usted dice que esta democratización de la fotografía es especialmente importante para las mujeres.

El hecho de que hoy todos seamos homo photographicus y nos hagamos fotos sin ningún tipo de impedimento significa que, por primera vez en la historia, podemos gestionar nuestra propia imagen. Y esto es particularmente importante para las mujeres porque tiene un potencial de construcción de identidad, después de una larga tradición de mirada masculina que les ha modelado cierto cliché sexual, erotizado y cosificado. Por primera vez no hay que recurrir a una elite masculina, sino que cada mujer puede gestionar y administrar su propia imagen.

Con la tecnología digital, la fotografía también se desmaterializa.

La imagen digital tiene el alma de la fotografía, pero ha perdido la materia. “Materia” viene de mater, por tanto la fotografía ha perdido la madre en la fotografía digital. En la postfotografía la imagen se vuelve mensaje, y por tanto pulveriza una de las grandes funciones históricas de la fotografía, que era la de memoria. Hoy hacemos una fotografía, la enviamos y la borramos, porque una vez ha llegado a transmitir el contenido que deseábamos no tiene ningún sentido preservarla. Antes, cuando las imágenes eran bienes preciados y escasos, este deber de memoria era inherente a la imagen fotográfica, pero hoy en día solo es una opción. Antes la memoria era una obsesión, ahora es una opción.

Trauma, uno de sus últimos proyectos, utiliza imágenes borradas que consigue en el Archivo Fotográfico de Barcelona.

Para Trauma busco imágenes enfermas, imágenes que tengan algún tipo de patología que las inhabilite para su función primordial, que es transmitir información. En el Archivo Fotográfico de Barcelona guardan imágenes del paisaje urbano, de personalidades de la ciudad o de acontecimientos históricos, que están allí porque son el apoyo de unos datos para estudiosos y historiadores. Pero ¿qué pasa cuando estas imágenes pierden la referencia a la realidad y solo queda un poso de manchas y de materia química que no identifica el hecho que originó la fotografía? Se vuelven como fantasmas, y eso es lo que me interesa. Trauma tiene que ver con la memoria que se desvanece, como si las imágenes tuviesen Alzheimer. Curiosamente, he hecho la serie coincidiendo en el tiempo con la muerte de mi padre por Alzheimer.

Una de las paradojas que describe en La furia de las imágenes: notas sobre la postfotografía (Galaxia Gutenberg, 2016) es que la democratización del acceso a la fotografía nos ha llevado a la saturación. Vivimos rodeados de imágenes, las hay por todas partes. En sus ensayos habla de “polución icónica”.

La superproducción actual provoca una inmersión que casi nos ahoga. Por eso digo que las imágenes se han vuelto peligrosas, furiosas, y se requiere una actitud de resistencia por parte de los intelectuales y los artistas. Esta resistencia se puede llevar a cabo de dos modos. Primero, con estrategias de ecología visual, es decir, haciendo solo aquellas imágenes imprescindibles. Tenemos que evitar contribuir a esta polución reutilizando imágenes anteriores, en la medida que den sentido a lo que queremos expresar, sin que necesariamente tengamos que volverlas a repetir, sin ser redundantes. Por tanto, hay que gestionar la abundancia. Pero también, en segundo lugar, es necesaria una reflexión sobre las imágenes que faltan. El hecho de que haya tantísimas imágenes tiene que hacernos poner la atención sobre aquellas que no existen, que han quedado invisibles, que se han censurado o no se han podido hacer. Este es el gran reto del fotógrafo responsable. ¿Qué imágenes faltan, ahora? La sobreabundancia de fotografías también es una forma de censura, porque lleva a que no encontremos lo que necesitamos. La censura tradicional consistía en prohibir una imagen; ahora la censura es darte aquella imagen y diez millones más, a fin de que esa que buscas quede tapada.

Durante el tricentenario inauguró el mural El món neix en cada petó [El mundo nace en cada beso] en la plaza Isidre Nonell de Ciutat Vella, un fotomosaico participativo realizado con cuatro mil imágenes de libertad aportadas por los barceloneses.

El mural del beso es un ejemplo de esta idea de gestionar la abundancia. A partir de miles y miles de fotos ya existentes, intenté sacar partido de su existencia yendo más allá. En esta especie de proyectos participativos el artista, más que hacer música, tiene que actuar como director de orquesta, gestionando la energía de un colectivo y organizando las imágenes para dotarlas de un sentido específico. El mosaico del beso conmemoraba los hechos históricos de 1714 dándoles la vuelta; no buscando el aspecto dramático o luctuoso, sino haciendo tabula rasa y mirando adelante. No buscábamos cañones, sino besos.

¿Cómo lleva que se haya convertido en un espacio tan popular? Hemos llegado a ver el mural del beso incluso en anuncios.

Me fascina lo que ha pasado; estoy muy contento de haber contribuido a incrementar el catálogo de iconos ciudadanos. Es un lugar al que la gente va a rememorar sus vivencias si ha participado en él con una foto, pero que también sirve de telón de fondo para hacerse fotografías, besos, selfis… Cierta guía turística inglesa me pidió imágenes del fotomosaico porque lo ponían como uno de los diez lugares que había que visitar en Barcelona, después de la Sagrada Familia o el campo del Barça. A mí Barcelona me ha dado mucho, y me gusta haber podido devolverle algo en la medida de mis posibilidades.

El espacio público de las ciudades está lleno de esculturas y obras de arte, pero curiosamente no hay muchas fotografías artísticas en la calle. La fotografía comercial, en cambio, sí que es omnipresente.

Es cierto, aquí no hay demasiada obra pública de fotógrafos, con imágenes artísticas en el espacio público. En la calle hay mucha fotografía comercial, pero es una fotografía que no hace pensar a la gente: les hace comprar. En Canadá, adonde voy a menudo porque mi pareja es canadiense, de Quebec, funcionan con la ley del 1 %: cada obra pública tiene que destinar el 1 % del presupuesto a un pedido de arte contemporáneo. Así, en la construcción de hospitales y escuelas se encarga obra a fotógrafos con toda normalidad.

En Barcelona, durante muchos años, si veías a alguien con una cámara al cuello solía ser un turista. Ahora todos llevamos cámara, pero la fotografía turística ha seguido multiplicándose, hasta el punto de que esta es una de las ciudades más fotografiadas del mundo, según los rankings de Flickr o Instagram.

La fotografía turística es un género, pero con toda esta ardorosa afición postfotográfica ya no tendemos a fotografiar el monumento o aquel aspecto de la ciudad que se convierte en un cliché, sino que retratamos nuestra presencia visitándolos. El selfi y el palo de selfi hacen prevaler la constatación de que estamos aquí. En lugar del “eso ha sido” de Roland Barthes, inherente a la fotografía, hoy decimos “yo estaba allí”. Hemos pasado del documento a una autoinscripción a un lugar y un tiempo.

¿El selfi es la metáfora perfecta de esta era postfotográfica?

Es uno de sus signos más visibles. Pero el selfi no es un fenómeno único, es poliédrico porque hay muchos tipos de selfis: celebratorios, documentales, eróticos, de ritual de paso… Pero, para mí, lo que es importante de destacar sobre el selfi es que no se trata de una moda, sino de una categoría de imágenes que quedará establecida, como son las fotografías de boda o las fotografías para los carnets de identidad.

Las redes sociales fotográficas, como Instagram o Snapchat, ¿qué explican de nuestros tiempos?

Antes las fotografías se hacían para el consumo íntimo, eran para nosotros y como mucho las enseñábamos a un círculo reducido de personas. Hoy, por contraposición, la voluntad de la imagen es construir acto social, un elemento de comunicación. Son imágenes que se hacen para poder mostrarlas a todo un grupo genérico de receptores. En la época actual la privacidad no existe, ha pasado a mejor vida. Prácticamente todo es público y todo se comparte. En cuanto al Snapchat, me parece un buen ejemplo para entender la diferencia entre fotografía y postfotografía. Snapchat es la gran metáfora de una fotografía que se hace, cumple su función –transmitir una determinada información– y después desaparece automáticamente. Como los mensajes de Misión: Imposible, “este mensaje se autodestruirá en diez segundos”.

¿Somos una sociedad enganchada a la fotografía?

Venimos de un tiempo en el que las imágenes eran escasas, y ahora que las utilizamos con naturalidad nos puede parecer que nos excedemos. Pero ¿diríamos que nos hemos vuelto adictos a la palabra? Si comparamos nuestra época con épocas anteriores, cuando la gente era iletrada, ¿diríamos que ahora que sabemos escribir nos hemos vuelto adictos a la escritura? Todo depende del uso que hagamos tanto de la escritura como de las imágenes. La masificación per se no es nefasta.

Reivindicación del estado emprendedor

Mariana Mazzucato, profesora de Economía de la Innovación en Londres, se ha hecho un lugar destacado en el mundo académico deshaciendo los grandes mitos ideológicos del emprendimiento privado. En abril expuso sus tesis en el CCCB.

Foto: Albert Armengol

Foto: Albert Armengol

Al pensar en innovación tecnológica, siempre se nos representa la imagen de emprendedores encerrados en garajes, que invierten todos sus ahorros y exprimen su creatividad en una idea revolucionaria que cambiará el mundo y les hará millonarios. En la era del storytelling, el relato de la innovación que venden los medios de comunicación, las empresas y cierta clase política se liga de modo sistemático a las virtudes del emprendimiento y el sector privado, cuya fuerza creativa se ve constreñida por el dinosaurio estatal y su burocracia. A menudo leemos cosas como que “los gobiernos siempre han sido incapaces de tomar las decisiones correctas” (The Economist), un argumentario que acaba invariablemente pidiendo que se limiten las atribuciones estatales a lo más básico: establecer unas reglas de juego y dejar el campo libre a los revolucionarios.

Lo que omite toda esta mitología de emprendedores y garajes –el garaje en el que nació HP, el garaje de Google, el garaje de Steve Jobs– es que el éxito de compañías como Apple no habría sido posible sin una impresionante financiación pública detrás. Desde internet hasta el GPS, pasando por las pantallas táctiles o las últimas innovaciones, como el reconocimiento de voz del asistente Siri, todas las tecnologías que han hecho posible el iPhone, el iPad y los teléfonos inteligentes son producto de décadas de inversión estatal en innovación. El mérito de la compañía, naturalmente, ha sido integrarlas en una arquitectura revolucionaria, pero no deja de ser paradigmático que ninguna biografía de Steve Jobs dedique ni una sola línea al empujoncito público que permitió a Apple obtener unos beneficios de 26.000 millones de dólares en 2011. Unos beneficios que, pese a ser deudores de tecnologías desarrolladas por la CIA o el Ejército de EE.UU., no retornan a los contribuyentes, muy al contrario: donde sí que la compañía ha invertido de verdad ha sido en una sofisticada ingeniería fiscal que le ha permitido evadir los impuestos de cientos de miles de terminales vendidos en Europa.

Pero ¿cómo plantar cara a toda esta retórica que glorifica a la empresa y fustiga al estado? El David que se está enfrentando a Goliat en esta gran batalla discursiva es Mariana Mazzucato. De origen italiano pero criada en Princeton, esta profesora de Economía de la Innovación en el University College de Londres ha destacado en el mundo académico deshaciendo los grandes mitos ideológicos del emprendimiento privado (la investigación sobre el origen público del éxito de Apple es solo uno de sus casos de estudio más sonados). Su aplaudido El estado emprendedor: mitos del sector público frente al privado, libro del año para el Financial Times (versión española en RBA), se ha convertido en la nueva biblia mundial en políticas públicas de innovación, y su autora ya ha sido reclamada para asesorar a organizaciones como la NASA, la Agencia Espacial Europea (ESA) o el ministerio brasileño de Ciencia e Innovación.

Foto: Albert Armengol

Según Mazzucato –en la imagen, durante la conferencia que pronunció en el CCCB el pasado mes de abril–, la capacidad de asumir riesgos es lo que hace al estado imbatible frente a los business angels y las start-ups.
Foto: Albert Armengol

Mariana Mazzucato estuvo en Barcelona a finales de abril, invitada por el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) y la Barcelona Initiative for Technological Sovereignty (BITS) a un ciclo de conferencias sobre la incidencia de las nuevas tecnologías en la economía y la democracia, comisariado per Evgeny Morozov.

“Desde los años setenta vivimos un ataque discursivo contra el papel del estado en la innovación”, explica Mazzucato, que desde el Mirador del CCCB retó a la audiencia a intentar transformar el paradigma con un cambio de léxico que provoque un cambio de mentalidad: “Hay que pasar de un estado facilitador del mercado a un estado capaz de modelar y crear mercados nuevos. En lugar de dejar que allane el terreno al mercado, ¿por qué no hacemos que lo altere en direcciones interesantes, como por ejemplo dirigiendo la economía hacia el crecimiento verde?” Números cantan: economías como la danesa, que hace años que destina grandes esfuerzos de investigación a la sostenibilidad, empiezan a recoger sus frutos en forma de inversiones millonarias para exportar tecnología verde a China.

“Los países que encabezan la revolución verde son aquellos en que el estado desempeña un papel activo en la innovación”, nos dice Mazzucato, circunstancia que aún hace más trágico el caso español, en que el frenazo gubernamental a las energías renovables será uno de aquellos errores estratégicos que entrarán en los libros de historia. En El estado emprendedor también recoge el ejemplo del banco de inversión estatal brasileño (BNDES), que con inversiones de riesgo en biotecnología o tecnologías limpias está obteniendo beneficios récord con inversiones productivas y no puramente especulativas, con una rentabilidad del 21,2 % en 2010. ¿Cuál es, pues, la receta del éxito? Atreverse a proporcionar crédito anticíclico, y dirigirlo hacia sectores estratégicos en que la incertidumbre frena las inversiones de las multinacionales y el capital de riesgo.

Según Mazzucato, es esta capacidad de asumir riesgos lo que hace al estado imbatible frente a los business angels y las start-ups. Durante décadas, el estado ha demostrado que es el único actor del sistema con una capacidad inigualable de gasto, también en sectores en que el análisis coste-beneficios sugeriría no invertir. “Incluso durante un boom, la mayoría de empresas y bancos prefieren financiar innovaciones incrementales de bajo riesgo, y esperar que el estado tenga éxito en las áreas más radicales”, explica. Y los ejemplos se multiplican: las cuantiosas inversiones que promovieron la última revolución biomédica y farmacológica no han sido provocadas por el capital de riesgo o los inventores de garaje, insiste Mazzucato, sino por “la mano visible” estatal. “Solo en 2012, durante la crisis, Estados Unidos gastó 32.000 millones de dólares en los sectores biotecnológico y farmacéutico”, recordaba Mazzucato en El País. Las millonarias inversiones de Estados Unidos, que promovieron con dinero público lo que ahora es Silicon Valley, son un ejemplo ideal para Mazzucato, pues el gobierno de Washington no es en absoluto sospechoso de ser socialista ni de abogar por una intervención excesiva en la economía.

Lo que tradicionalmente ha hecho Estados Unidos es, según Mazzucato, tener una visión a largo plazo –¿hacia dónde irá la economía?, ¿hacia dónde queremos que vaya?– y focalizar inversiones, actuando en simbiosis con el sector privado, no como un enemigo o un competidor. “El estado tiene que ser un socio del sector privado, y a menudo el socio más atrevido, el que está dispuesto a hacerse cargo de unos riesgos que las empresas no quieren asumir”, indica. Eso sí, Mazzucato defiende un cambio en las reglas de juego para evitar que los beneficios de la innovación, cuando los hay, sempre acaben privatizados, mientras que los riesgos se socializan, y más en un contexto de décadas en que los aumentos del PIB no llegan nunca a los salarios reales.

Repensar el capitalismo no es pedir la luna, sino pura justicia, nos viene a decir Mariana Mazzucato. La economista italiana remató su intervención evocando el programa Apolo: ¿por qué no recuperamos los grandes proyectos visionarios de los años sesenta, como el reto de colocar al hombre en la luna? En esa época el estado fue capaz de articular un proyecto de investigación titánico, que combinaba esfuerzos cruzados de diversas disciplinas para conseguir lo que parecía un imposible. ¿Por qué no impulsar un programa Apolo contra el cambio climático o contra las desigualdades sociales?