Acerca de Andreu Domingo

Centro de Estudios Demográficos. Universidad Autónoma de Barcelona

La construcción de la identidad urbana: distopía y utopía

Ante el desconcierto causado por la erosión del estado-nación en el proceso de globalización, son muchos, en extremos políticos opuestos, los que vuelven a dirigir la mirada hacia la ciudad como última esperanza, en términos de creatividad, solidaridad y construcción identitaria.

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

En este artículo, diversas imágenes del proyecto fotográfico Diálogos invisibles, vidas sin derechos, del fotógrafo Joan Tomàs y la Fundación Mescladís, que se pudieron ver impresas en persianas de comercios barceloneses en 2015. Las fotos evocaban las historias de personas y familias inmigradas.
Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

En el lado neoliberal, la ciudad aparece como el topos de la innovación surgida de la competitividad, con un especial protagonismo de aquellos sectores a los que se ha denominado “clases creativas”, de las que formarían parte los inmigrantes como componentes esenciales de la “diversidad”. Así, la atracción de talento ha pasado a integrarse en el proceso de brandificación (y gobierno) de las ciudades, acompañada con el sello del “cosmopolitismo” y el “mestizaje” que aporta la banalización de la diversidad.

Frente a ello hay que destacar valores como la proximidad, la densidad de relaciones y la defensa de los bienes comunes, asumiendo que el espacio intercultural por excelencia no puede ser otro que el que se construye sobre la base de la participación de los vecinos –y de las diferentes comunidades que habitan el barrio– en unos procesos de innovación social. La ciudad real y su imagen serían producto no tanto (o no solo) de la competencia, como de esta lucha por la justicia social. Con ella se forjan las nuevas identidades y se acelera el sentimiento de pertenencia en círculos concéntricos desde el territorio más cercano que constituye el espacio de vida, el barrio; cuando menos, tal era el modelo propuesto por Francesc Candel para la inmigración de los años sesenta.

No falta tampoco quien denuncia la exaltación que tiene como paradigma el “ciudadanismo” como nueva ideología conciliadora, cautiva del fetichismo del espacio público con­siderado como espacio de negociación propio de las democracias liberales.

La ciudad se ha expresado históricamente como producto y representación espacial tanto de la utopía como de la distopía, e implica la construcción de la identidad de los vecinos como ciudadanos a partir de su participación en los ⁠asuntos de la polis. Más que con la diferencia cultural, con la utopía de la mixofilia –como canto al mestizaje– o con la distopía de la mixofobia –que se basa en el temor a la pérdida de identidad–, la tensión actual, en un contexto de desregularización, se expresa en términos de la posibilidad de enraizarse.

Hipermigración, ciudad e identidad

La amenaza de fragmentación identitaria y de debilitamiento de la solidaridad que comportaría la hipermigración apenas oculta el temor al desorden que ha inspirado la banlieue. El miedo a la violencia urbana transforma una vez tras otra la fiebre social en un enfrentamiento etnocultural y sirve de coartada para un proceso progresivo de segurización. Este temor se manifiesta en la obsesión por estigmatizar la concentración territorial y la segregación residencial (a menudo confundidas), etiquetándolas como “guetos”, lo que implica su declive en el mercado inmobiliario. Con esta confusión se ignora, asimismo, que los niveles de segregación (voluntaria) más elevados se dan entre las clases altas.

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

No son estos procesos en sí mismos los que tendrían que preocuparnos, sino su evolución hacia el encapsulamiento asociado a la pobreza y la exclusión social. Encapsulamiento que tiende a definir (y recrear) las identidades de forma esencialista, secuestrando étnicamente a los individuos de la comunidad –empezando por las mujeres–, negando la evidencia de la pluralidad y la mutabilidad identitaria que definen a la ciudadanía del siglo xxi. Y esto vale tanto para los recién llegados como para los autóctonos.

Cuando nos referimos al conflicto entre recién llegados y autóctonos, que se expresa en el popular “de fuera llegará quien de casa nos echará”, estaríamos refiriéndonos a lo que algunos han denominado crisis del sistema de reproducción social (y demográfica), causada por la tensión que provoca una aceleración de los flujos y la desterritorialización a escala global, pero que, en cambio, se manifiesta en la local.

Barcelona, pongamos por caso

En el siglo xxi Barcelona ha experimentado un boom migratorio –entre 2000 y 2015 llegaron más de un millón de personas oriundas del extranjero, procedentes tanto de otros países como del resto de Cataluña y España,– cuyas consecuencias no solo han cambiado definitivamente el paisaje humano de la ciudad –en 2015 residían en ella 353.000 personas nacidas en el extranjero, un 22 % del total, proporción que en barrios como el Raval alcanzaba el 56 %–, sino que nos obligan a redefinir la identidad de la ciudad y también la de sus habitantes. La búsqueda de un punto en común de ciudadanía se ha asumido adoptando la interculturalidad como discurso hegemónico, poniendo el énfasis en el concepto de arraigamiento, por un lado, y en el de participación, por otro.

La diversidad de la población es evidente: en los 734 ⁠barrios están representados más de 180 países de origen, con 13 que son hegemónicos en diferentes barrios: Ecuador (predomina en 20 barrios), Perú (en 14), Argentina (también en 14), Pakistán (en 5), Marruecos (en 4), Italia (en 3), Francia (en 3), Filipinas (en 2), China (en 2), y Bolivia, Colombia, Estados Unidos y Rusia (procedencias hegemónicas en un barrio cada una de ellas).

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

Foto: Joan Tomàs / Fundació Mescladís

La identidad territorial está fuertemente vinculada al tiempo y a las expectativas de residencia. Muchos de los problemas de convivencia que se leen en clave de enfrentamiento etnocultural tienen un componente de choque de generaciones relacionado con el sentimiento de pertenencia al barrio que no debe menospreciarse adoptando prejuicios de clase. Estas diferencias se acompañan de un arraigo desigual que, medido en cantidad de años vividos en Barcelona, se traduce así: más de la mitad de los extranjeros empadronados han llegado hace cinco años o menos (en algunos barrios pueden llegar a ser hasta el 70 %), mientras que el 60 % de los nacidos en España hace más de treinta años que viven aquí (porcentaje que en ciertos barrios sobrepasa el 80 %). Junto a ello deberíamos considerar a aquellos recién llegados que siguen instalados en la provisionalidad porque consideran su residencia como parte de una fase migratoria secuencial y, por lo tanto, transitoria.

En los próximos quince años, la inercia de la estructura, junto con el envejecimiento, también hará que los jóvenes de Cataluña estén marcados por la diversidad de procedencias. El 11 % del total de menores de dieciocho años de Barcelona ciudad habrán nacido en el extranjero, pero si añadiéramos a los nacidos en España de padre o madre oriundos de otros países, la proporción se incrementaría hasta sobrepasar la tercera parte del total de este sector de edad (la estimación del censo de 2011 ya llegó al 32,6 %). Independientemente de los proyectos migratorios de los adultos, los niños de hoy (autóctonos o inmigrantes) y jóvenes de mañana pueden encontrar en el ámbito metropolitano una de sus primeras referencias identitarias, compartida con otras, nacionales, trasnacionales o desterritorializadas.

Blade Runner o…

Las llamadas “postmetrópolis” como Barcelona se han identificado con el paisaje distópico que nos ofrecía Blade Runner, compuesto por humanos sobrantes, desarraigados, y desechos tecnológicos, y donde el cosmopolitismo es un simulacro de la diferencia.

Evitar que la ciudad se convierta en un decorado banal para disfrute de turistas, y que el sistema económico reduzca a sus habitantes a la condición de población excedente por la desposesión de los bienes comunes, requiere construir caminos nuevos, identidades complejas y múltiples, en que se incluya el conflicto tanto como la apropiación y la producción de espacios compartidos por los ciudadanos.