Acerca de Elena Grau Biosca

Institut Català Internacional per la Pau

Mujeres, creatividad y resistencia

En nuestra ciudad el trabajo por la paz tiene que traducirse en políticas dirigidas a disminuir los niveles de violencia directa, estructural y cultural. Para elaborarlas hay que contar con el saber que proviene de la experiencia de las mujeres.

Foto: Alejandro Pagni / AFP / Getty Images

Manifestación de las Madres de la Plaza de Mayo, el 24 de marzo de 2013, aniversario del golpe de estado de los militares argentinos.
Foto: Alejandro Pagni / AFP / Getty Images

Virginia Woolf fue la primera autora en desvelar las profundas conexiones entre el patriarcado y el militarismo en su ensayo Tres guineas, publicado en 1938. Ponía de manifiesto que el miedo generado en el espacio público por el fascismo y el nazismo era el mismo miedo que en el espacio privado generaba la dominación patriarcal, y que el referente de la masculinidad patriarcal, el que se consideraba el hombre por antonomasia, respondía a la imagen y los valores del militar.

Desde entonces el feminismo ha profundizado notablemente en estas conexiones y ha llegado a establecer la existencia de lo que se ha denominado el contínuum de las violencias. Con esta figura creada por Caroline Moser (2001) emerge la complejidad de las interacciones entre violencia y sistemas de género presentes en nuestras sociedades en los ámbitos económico, social, político y simbólico y en las relaciones interpersonales, familiares y comunitarias, a escala estatal e internacional. A su vez, los estudios sobre la construcción de la masculinidad en relación con los valores y los comportamientos militares señalan cómo el militarismo ha creado un modelo de héroe hipermasculino caracterizado por menospreciar lo femenino, criminalizar lo diferente y desvalorar la vida propia y la ajena.

En un plano más profundo, la investigación feminista ha indagado los fundamentos del sistema sociosimbòlico patriarcal que espolean y justifican la guerra. María Milagros Rivera Garretas, en su artículo “La cólera masculina hacia lo otro” (2005), señala cómo en el patriarcado la relación con la alteridad se traduce en cosificación e insignificancia, los ingredientes de deshumanización necesarios para componer una imagen de enemigo a quien se puede agredir y matar sin cargo de conciencia. También desde el ecofeminismo se ha evidenciado la banalización que el patriarcado ha hecho de la naturaleza y de los cuerpos al considerarlos recursos inagotables que se pueden explotar y violentar sin coste. Las mujeres, que son el otro del hombre por excelencia, conocen bien la cólera masculina y su menosprecio por los cuerpos en los contextos de violencia armada y también en tiempos de paz.

Un concepto que ha ayudado a entender y a denunciar los mecanismos de la dominación patriarcal es el género entendido como construcción social erigida sobre la diferencia de los sexos traducida en desigualdad. El sistema de géneros asegura la reproducción de las relaciones de dominación de los hombres sobre las mujeres por medio de la repetición de roles, comportamientos e imaginarios que establecen y confirman qué es ser mujer y qué hombre, sin dejar margen a la significación libre del hecho de haber nacido con un cuerpo sexuado en femenino o en masculino. El género en intersección con la clase, la etnia, la opción sexual, la edad u otros elementos de diversidad que construyen la alteridad respecto al varón blanco y occidental que se ha instituido como sujeto único y universal, multiplica los efectos de la discriminación, la marginación y las violencias.

Creatividad y resistencia

Pero la capilaridad de las violencias que se hacen omnipresentes en el citado contínuum y los resortes que activan la violencia y la reproducen encuentran resistencias en las prácticas y los espacios de relación que crean más mujeres que hombres, de modo que se genera y mantiene una lógica del cuidado y el respeto hacia los seres humanos.

Foto: Sahm Doherty / The LIFE Images Collection / Getty Images

Campamento antinuclear de la base inglesa de Greenham Common, en diciembre de 1987.
Foto: Sahm Doherty / The LIFE Images Collection / Getty Images

Hay una resistencia abierta que se traduce en creatividad social en el espacio público, que abre nuevos mundos simbólicos y hace que sea posible lo que parecía imposible. Lo hicieron las mujeres del campamento de Greenham Common, que durante la década de 1980 y a lo largo de veinte años contrapusieron los cuerpos desarmados y la acción imaginativa al despliegue de misiles nucleares de la OTAN, hasta conseguir el cierre de la base militar. También sabemos que las Madres de la Plaza de Mayo abrieron las primeras grietas de la dictadura argentina dando por segunda vez a luz a los hijos y las hijas que la represión había querido eliminar. Y tenemos muy próxima la oleada de objeción de conciencia al servicio militar obligatorio en nuestro país que consiguió acabar con la mili y contribuyó a socavar las conexiones entre la masculinidad y el militarismo.

Las prácticas de mujeres por la paz se activan desde la relación y se alimentan de la fuerza movilizadora de los vínculos afectivos. Nos lo han mostrado las madres de Soacha que, buscando a sus hijos, han desenmascarado las políticas contrainsurgentes del estado colombiano en los casos de los denominados “falsos positivos”. En otras situaciones, las mujeres ponen en práctica políticas transversales creando vínculos entre ellas que les permiten atravesar las divisorias de los conflictos, como han hecho las mujeres turcochipriotas y grecochipriotas de la organización Hands Across the Divide.

Hay otras formas de resistencia a las violencias que se han desarrollado y se han transmitido a lo largo de innumerables generaciones de mujeres. Consisten en frenar el avance de la violencia y su capacidad destructiva construyendo y reconstruyendo las condiciones de humanidad y los vínculos entre las personas. Esta resistencia, que se empeña en priorizar el cuidado de los cuerpos y la dignidad de las criaturas humanas a fin de que se desarrollen y desplieguen sus capacidades, la practican sobre todo mujeres en los contextos de guerra y de posconflicto armado, así como en cualquier situación en que la vida y la convivencia están en peligro.

“Entre matar y morir hay otra alternativa: vivir”, decía Christa Wolf en su obra Kassandra. Esta es la opción profundamente política de que nos hablan la experiencia y las prácticas de mujeres ante la guerra.

La paz nuestra

Si hubiéramos de buscar algún indicador de construcción de la paz desde la experiencia de las mujeres, este no debería referirse tan solo a la ausencia de guerra, sino a la ausencia de violencia, porque para las mujeres cuando se acaba la guerra no se acaba la violencia. El lema creado por Mujeres de Negro contra la Guerra –en Cataluña, Dones x Dones–, “Por una paz que sea la nuestra”, reclama un funcionamiento social que desbarate la dominación patriarcal y el militarismo, personas con capacidad de afrontar los conflictos transformándolos y evitando la violencia, y comunidades humanas que trabajen por la justicia cuidando las relaciones y la vida en común. Exige “paz de vida”, volviendo a Christa Wolf.

Foto: Ruta Pacífica de las Mujeres / CooperAcció

Manifestación de Ruta Pacífica de las Mujeres –entidad colombiana miembro de Mujeres de Negro contra la Guerra– en apoyo a las víctimas de la violencia en su país, en noviembre de 2007
Foto: Ruta Pacífica de las Mujeres / CooperAcció

Así pues, en nuestra ciudad el trabajo por la paz ha de traducirse en políticas dirigidas a disminuir los niveles de violencia directa, estructural y cultural. Para diseñarlas hay que contar con el saber que proviene de la experiencia de las mujeres. Hoy, además, nos enfrentamos a una tarea urgente: la acogida de población en desplazamiento forzoso que huye de los escenarios de guerra de Oriente Medio. Una acogida, particularmente a las mujeres, con la que damos respuesta a sus carencias y necesidades y escuchamos a la vez sus proyectos y deseos. La acogida de mujeres desplazadas es una oportunidad de recibir los saberes que llevan con ellas, de dejar que germinen sus capacidades e iniciativas en nuestra tierra. Propiciar el trabajo de la relación entre mujeres es una buena manera de resistir frente a las violencias, pero sobre todo de activar la creatividad para acercarnos a formas de vida más pacíficas.