Acerca de Enric Gomà

Guionista

Carnaval todo el año

Els barceloninsEls barcelonins

Autor: Adrià Pujol Cruells

Edita: L’Avenç

152 páginasBarcelona, 2018

Els barcelonins de Pujol Cruells no es ni complaciente ni insulso. Mediante la rueda del transcurso del año, traza un retrato de los barceloneses a partir de la observación minuciosa de sus costumbres, manías y chifladuras.

Gran parte de los escritos del siglo XX sobre los ciudadanos de Barcelona evocan a los barceloneses del XIX, en un ejercicio de nostalgia biempensante. Una muestra clara de ello es Los buenos barceloneses, de Artur Masriera (1924), que nos acerca a una Barcelona decimonónica grave y circunspecta, con mucha chistera y mucha levita, en el extremo opuesto de los alborotos revolucionarios. Nace el mito del “señor de Barcelona”. Después de la Restauración de 1874, Barcelona es una ciudad que quiere hacerse perdonar los disturbios, las barricadas y la quema de iglesias y conventos, una tradición muy nuestra que, reproducida actualmente mediante un espectáculo de son et lumière, haría las delicias de los turistas. Por esta razón los barceloneses se pusieron tanto a erigir templos expiatorios como a idealizar la ciudad sin demasiado fundamento, ya que “la historia del hombre civilizado no es otra cosa que la historia de su miseria: todas sus páginas están teñidas de sangre”. Ahora no vamos a contradecir a Diderot.

A Els barcelonins de Adrià Pujol Cruells (L’Avenç), le preceden dos títulos homónimos: Los barceloneses de Sempronio (1959), complaciente y un poco insulso, como exigían los tiempos y a lo que su autor se prestaba sin reparo, y Els barcelonins de Anna Maria y Terenci Moix (1984), un relleno literario dentro de un álbum de fotos de Colita, Oriol Maspons i Xavier Miserachs. Els barcelonins de Pujol Cruells no es ni complaciente ni insulso ni tampoco un relleno. “Vamos para bingo”.

Mediante la rueda del transcurso del año (cada mes se havia publicado un capítulo del libro en la revista L’Avenç en una sección con el mismo nombre del libro), Pujol Cruells traza un retrato de los barceloneses a partir de la observación minuciosa de sus costumbres, manías y chifladuras. Pero Pujol Cruells no es ningún flâneur –no cae en esa cursilería–, sino que se gana la vida, cría a dos hijas y resiste estoicamente los embates de la adversidad en la Barcelona que describe. Els barcelonins arranca con la pérdida de un trabajo estable en una escuela de diseño deshumanizada, que coincide con el encargo, como antropólogo, de una exposición sobre los barceloneses en el Museo Etnológico.

Pujol Cruells pretende “entender cómo se construye la barcelonidad”. O qué queda de ella. Como antropólogo y como ciudadano. Él mismo es un barcelonés como tantos otros, nacido en un pueblo, Begur en su caso, muy ligado al paisaje del Ampurdán y a la vez arraigado a la ciudad después de años de vivir y bregar con ella. Para entendernos, Pujol Cruells estaría en condiciones de presidir el Ateneu Empordanès de Barcelona, en la calle del Pi número 11, si algún día se volviese a abrir.

En Els barcelonins, Pujol Cruells nos retrata una serie de especímenes urbanos característicos, como son los gestores culturales, los artistas conceptuales, los intelectuales a sueldo, los hípsters timeoutistas, los consultores de la Administración, los charlatanes alternativos, los de los hangares de creación y demás. Son nuestros “chulos, toreros y manolas”, el casticismo contemporáneo de Barcelona, todos ellos marcados por un cierto grado de impostura. La identidad barcelonesa es, según el autor, una estrategia. De supervivencia y de poder.

Como contrapunto de esta rúa carnavalesca, Els barcelonins recorre las tradiciones barcelonesas más antiguas: Santa Eulàlia, la feria de Sant Ponç, Sant Cristòfol, la noche de Sant Joan, el Día de Difuntos (pese a que se olvida de la joya de la corona, la procesión de Corpus). En todo momento avanza acompañado por su particular Pepito Grillo, la voz de la conciencia que le amonesta, le advierte y no le deja pasar ninguna impostura. Porque, mientras que Barcelona es Carnaval todo el año, Pujol Cruells es alguien que no se disfraza.

Inventario de la excéntrica Barcelona daliniana

Dalí i Barcelona

Autor: Ricard Mas

Edita: Ayuntamiento de Barcelona

555 páginas

Barcelona, 2017

En 1974 mis padres me llevaron a un happenning de Dalí en la plaza de la Porxada de Granollers. Dalí estaba rodeado de un gentío impresionante y avanzaba entre empujones mientras blandía orgulloso su bastón con mango de plata. Llevaba, recuerdo, un sombrero de copa con una máscara, que se quitó lentamente. Yo tenía once años y, no me importa admitirlo, tuve miedo. Pedí que nos marchásemos y fuimos a tomar una horchata a la Jijonenca.

Aquella extrañeza, incomodidad, rechazo, ante un Dalí estrafalario se explica por el acusado contraste con nuestra vida ordenada y burguesa. Cuatro décadas más tarde Dalí sigue provocando extrañeza, incomodidad y rechazo a la sociedad catalana. Tampoco nos ha de sorprender mucho. Dalí exaltó con constancia y adulación al general Franco e insultó tenazmente a los representantes más ilustres de la cultura: “imbéciles de nacimiento y débiles mentales como Joan Sacs, maestros Millets y Rossinyols”, “los imbéciles Garcés, Soldeviles, Rovires i Virgilis, los granujas como Pompeu Fabra” (extraí­do de una conferencia en la barcelonesa Sala Capsir). Por razones como estas, entre otras –como la propuesta de agresión violenta contra el Orfeó Català y los pintores de árboles torcidos–, Salvador Dalí aún no ha recibido el homenaje de una calle en Barcelona. Con el revisionismo histórico actual, no será sencillo.

Foto: Autor desconocidoFoto: autor desconocidoEn Dalí i Barcelona, Ricard Mas nos recuerda que Dalí mantuvo, artística e intelectualmente, unos vínculos estrechos y fecundos con la capital catalana. De entrada, todo el mundo situaría a Dalí en Figueres, Madrid (la ineludible Residencia de Estudiantes, en la que al hipertímido Dalí le llamaban “el checoslovaco”), París o Nueva York. Pero en cambio no se le relacionaría igual con Barcelona, ciudad que pisó en muchas ocasiones, durante su infancia –en ella vivían dos familias de tíos–, su juventud –revolucionó el espectro artístico, en los años veinte y treinta– y su madurez –se alojaba una semana al año en la suite 108 del Ritz, el actual Palace.

Mas ha inventariado la Barcelona daliniana: los orígenes familiares (aquí se suicidó su abuelo Gal Dalí, de quien el pintor no quiso nunca hablar); sus cuadros expuestos; las conferencias escandalosas; la defensa pionera de Gaudí siguiendo a su admirado Francesc Pujols, autor de La visió artística i religiosa d’en Gaudí (1927); las estancias de Lorca; el Dalí asiduo a tiendas, casas de prostitución, restaurantes y teatros; también los medicamentos, tomados en un caos considerable, y los médicos; finalmente, como es costumbre, la muerte.

Foto: J. Postius. AFB

Dalí en la plaza Reial. 1960.
Foto: J. Postius. AFB


Foto: J. Postius. AFB

Foto: J. Postius. AFB

Dalí i Barcelona funciona como un muy buen retrato del pintor (es el complemento idóneo de la biografía de Ian Gibson); como guía turística y daliniana de la Barcelona artística y comercial del siglo xx; como uno de los más completos anecdotarios de Dalí, con incontables excentricidades del hombre que creó el prototipo actual de artista (luego vendrían Warhol y tantos otros).

Siempre entre “ginestes” (así llamaba a las modelos), secretarios, ayudantes, chóferes, amigos, y a menudo con la transexual Amanda Lear, a quien enseñó a cantar la canción infantil catalana La lluna, la pruna. En todas partes exhibía sus dotes histriónicas, que los más críticos consideraban propias de un payaso. Los catalanes concienciados preferían a Miró –alguien que se llevarían con gusto a cenar a casa– antes que a Dalí –un bufón, un pintamonas, según ellos. Porque Dalí se convirtió en un gran espectáculo en sí mismo, y no lo ocultaba: “Es importante que todo el mundo se divierta con las cosas de Dalí, ¿no?” Leyendo Dalí i Barcelona, constatas que lo consiguió con buena nota.

Las buenas costumbres de Emili Vilanova

Escenes barcelonines. Emili VilanovaEscenes barcelonines

Autor: Emili Vilanova (selección de Enric Cassany)

Ediciones Proa

456 páginas

Barcelona, 2016

No busquen cotilleos en estos relatos, sino el día a día modesto, rutinario, apagado, de los barceloneses de su tiempo, la segunda mitad del siglo XIX.

La narración “Bèsties embalsamades” termina así: “Como nadie se ha preocupado tampoco de averiguar de qué modo el prometido se tomó la muerte de esta bestia, porque el objeto del presente cuadrito ha sido presentar algunos tipos y no inquietar al lector narrándole cotilleos”. El autor, Emili Vilanova, nos advierte de las características de los cuadros de costumbres que cultiva: unos tranches de vie más cercanos al diorama literario que al cuento propiamente dicho. En consecuencia, no busquen cotilleos en estos relatos (si los necesitan, cómprense el Lecturas), sino el día a día modesto, rutinario, apagado, de los barceloneses de su tiempo, la segunda mitad del siglo xix. Por tal razón, Enric Cassany escogió para la antología el título de Escenes barcelonines, título que lo es también de un libro de 1886 del propio Vilanova. No se equivoquen, pues luego todo son llantos.

En “En lo balneari” (1891), una rareza en Vilanova, está el negativo de toda su obra. En esta narración satiriza el mundo de la burguesía que habla en castellano, afectada, melindrosa y más cursi que una col, muy alejada del pueblo llano que suele retratar en sus cuadros. Porque Vilanova, nacido en 1840 y barcelonés de la calle Basea, defiende la pequeña Barcelona, menestral, sencilla, crédula, tradicional, llana, ajena a los modos y a las nuevas costumbres propias de la modernidad. Entre ellas, la irrupción del castellano en la vida cotidiana de Barcelona, que durante décadas ha sido solo la lengua de la tropa, los funcionarios y los xanxes (los municipales, una deformación de Sánchez). En “Reflexions d’un porter” (1887), el portero se lamenta de que en todo el edificio del Eixample que vigila él es el único que habla en catalán. En “Perladillo” (1889), escribe sobre un andaluz: “Sabía de una capital famosa y muy vividora [Barcelona] en donde quienes acudían a ella hablando castellano triunfaban mejor que los de la propia tierra y mandaban más que nadie”. Para Vilanova, el castellano es “la lengua de los dominadores que imponen multas, riñen, castigan y cobran”.

Todo este mundo pretérito y desaparecido es explicado magistralmente y por pequeñas piezas por el catedrático Antoni Vilanova (sobrino nieto del escritor) en Emili Vilanova i la Barcelona del seu temps (Quaderns Crema, 2001). Aunque Vilanova muere en 1905 y la primera casa derribada de la Via Laietana (llamada entonces de la Reforma) es de 1908, Vilanova vive desolado y con amargura el anuncio de la desaparición de las calles que él ama. En “En Parladé” (1891), Vilanova despotrica del impulsor de la Reforma, debida, según apunta, “a pequeños desórdenes de la vida privada, a miserables desequilibrios vulgares entre lo gastado y lo ganado, y a veces, también, a grandes pasiones, a ingratitudes demasiado grandes, a desamor o felonías y traiciones de una mujer fantasiosa y antojadiza”. “Por el amor de una mujer”, como canta Julio Iglesias, insinúa Vilanova que se abrió la Via Laietana. Todo es posible.

En Vilanova reencontramos los aires de Robert Robert, Juli Vallmitjana y Narcís Oller. Los cuatro retrataron con mano maestra aquella Barcelona que dejaba atrás la vida plácida de pequeña ciudad amurallada, ensimismada y doméstica, y se adentraba en las incertezas de la modernidad.

La mano derecha del doctor Robert

El doctor Manuel Ribas Perdigó, nacido en 1859 en una chocolatería de la calle Ferran, se licenció en 1880 y cuatro años más tarde obtuvo una plaza de profesor en la Facultad de Medicina, donde se convirtió en el máximo colaborador del doctor Robert, futuro alcalde de Barcelona. Entre 1924 y 1927, año de su muerte, presidió la Real Academia de Medicina.

Hubo un tiempo en que los barceloneses encomendaban el alma a Dios y el cuerpo a un médico de aires patriarcales, ceremonioso y grave, con sombrero de copa, chaqué y maletín de cuero negro, como aquellos padrinos de los duelistas del siglo xix. Solían exhibir una barba blanca bien recortada, espesa y redondeada, aunque los más extravagantes se decantaban por la barba de chivo. En un médico la barba de chivo no es muy recomendable, ya que corre el riesgo de que al enfermo se le escape la risa.

© Archivo Rosa Ribas Boixeda
El doctor Manuel Ribas en 1925, cuando ya era presidente de la Real Academia de Medicina.

Eran otros tiempos. Los barceloneses de entonces tenían más fe que los de ahora. Fe en el Sagrado Corazón, en la acracia o en el freno mecánico Castellví. En aquella Barcelona crédula, turbulenta y de vez en cuando colérica, desconocemos qué empujó a Manuel Ribas Perdigó, segundo hijo de un chocolatero y nieto de campesinos de las Hortes de Sant Bertran, a estudiar medicina. Quizás imitó a su hermano Joan, dos años mayor. En cualquier caso, los jóvenes Joan y Manuel siguieron el ejemplo de los hermanos médicos san Cosme y san Damián (aunque, afortunadamente, se ahorraron ser decapitados).

Manuel Ribas Perdigó nació en 1859 en un altillo de la chocolatería Ribas, en la calle Ferran, 16 de Barcelona, un establecimiento muy apreciado por la excelencia de su cacao, traído en barco desde Guinea hasta Vilanova i la Geltrú. Esta chocolatería debió de tener muchísimo reconocimiento en toda la ciudad, puesto que mereció las invectivas satíricas de Pitarra, un honor que no todo el mundo se merece.

De los primeros años no nos han llegado muchas noticias. Sabemos que en 1870 la familia se refugió en una casa de verano que tenían en La Bonanova, en los números más altos de la calle Muntaner, durante la terrible epidemia de fiebre amarilla, también conocida como vómito negro (no se les debía de ocurrir un nombre más horrible). Quizás en aquel momento, al ver aquella mortandad desoladora, los dos chicos decidieron dedicarse a la medicina. Eso es lo más probable, y no que les impresionaran unos callos.

En 1880 Manuel Ribas Perdigó se licenció en Medicina y obtuvo el premio extraordinario concedido con ocasión de la boda de Alfonso xii con María Cristina. Se doctoró en Madrid y recorrió durante medio año instituciones médicas de Alemania. De aquel país adquiere un estilo de vida germánico, regular y ponderado que se traduce, entre otros hábitos, en la consulta diaria de la hora exacta en el reloj de la Real Academia de Ciencias. Costumbre, esta, que perdura entre algunos de sus descendientes. Como su desprecio por la música.

Después del periplo alemán, vuelve a Barcelona y en 1884 obtiene una plaza como profesor clínico en la Facultad de Medicina. Su especialidad es el tratamiento de las enfermedades internas, sobre todo del aparato digestivo, el cardiocirculatorio y el respiratorio. Vaya, todo lo que se encuentra en un puesto de casquería.

El catedrático de medicina interna es el doctor Bartomeu Robert, futuro alcalde de Barcelona. El doctor Ribas Perdigó se convierte en su máximo colaborador, además de amigo, y le sustituye como profesor los días en que el doctor Robert se dedica a sus tareas políticas. Humilde, cordial y muy exacto en sus explicaciones, Ribas Perdigó es un profesor muy apreciado por sus alumnos, como los doctores Pedro Pons, Nobiola, Pi Sunyer, Bartrina y otros, que, ya médicos, a menudo lo solicitarían a consulta. Al presentarse en Madrid a unas oposiciones celebradas para obtener una plaza de catedrático en la Zaragoza, Ribas Perdigó las pierde ante otro aspirante que dispone de padrinos y vuelve a Barcelona decepcionado. “No volveré a poner los pies en Madrid nunca más”, concluye. Pasan los años y no se desdice.

Escribe Patogenia y tratamiento de la constipación habitual (la constipación es el estreñimiento, y no tiene nada que ver con el resfriado), Diagnóstico y tratamiento de la gastroectasia (la dilatación del estómago) y Tratamiento de la neurastenia (donde recomienda la restricción del coito en los enfermos por su condición debilitante, aunque también hay que reconocer que ilusiona un tanto).

© Frederic Ballell / AFB
Una máquina esterilizadora de agua en la plaza del Pedró, en 1914, cuando Barcelona sufrió una grave epidemia de tifus que mató a cerca de dos mil personas.

En 1898 ingresa como miembro de la Real Academia de Medicina de Barcelona, institución que presidirá a partir de 1924, con el discurso “Tratamiento curativo de la tuberculosis pulmonar”. Le responde su gran amigo el doctor Robert. También cabe destacar que en 1909 leyó el discurso inaugural de la Real Academia, “Tratamiento general de la arterioesclerosis”, de 72 páginas. Uno de los más extensos que se recuerdan.

En 1888 se casó con la joven de diecinueve años Carme Casas Güell, con la que tendría nueve hijos: Cristina, Margarita (muerta a los tres años), Joan (oftalmólogo), Bonaventura, Josep (mi abuelo), Antoni (otorrinolaringólogo), Maria, Margarita (mucho más resistente que la primera) y Mercè. Quiero agradecer especialmente al doctor Manuel Ribas Fernández –nieto del doctor Joan Ribas Perdigó– su Memòria del doctor Manuel Ribas i Perdigó, que me ha sido de gran utilidad al escribir este retrato.

Los primeros años vivió en la Rambla de Sant Josep número 37, frente a la iglesia de Betlem, en la casa llamada El Regulador, y abrió una consulta en un piso de la calle de Santa Anna, 24. Durante un tiempo se resistió a trasladarse a la Rambla de Cataluña, 11 porque temía que los enfermos no quisieran arriesgarse a atravesar la plaza de Catalunya, ventosa, mal iluminada y poblada de unos individuos erráticos y de mirada turbia. Un poco como ahora. Por fin, hacia 1895, decide trasladar su vivienda y consulta a aquella casa, un poco apartada, de la Rambla de Cataluña. El despacho se ha conservado gracias a la viuda del doctor Manuel Ribas Mundó, catedrático de medicina interna de la Universidad Autónoma de Barcelona, y nieto de Manuel Ribas Perdigó.

Participó en el Congreso de Ciencias Médicas celebrado en Barcelona en 1888 en el marco de la Exposición Universal, con “Papel que representan las enfermedades extracardíacas en el descubrimiento de la asistolia” (no se desanimen, yo tampoco he entendido nada) y en el Congreso Médico Internacional de Moscú de 1894 con “Formas clínicas de la cirrosis hepática”.

A raíz de la muerte del doctor Robert en 1902 abandonó la universidad y se concentró en la medicina privada. No solo atendía a enfermos de Barcelona y de los alrededores, sino que también visitaba a pacientes en París, a donde viajaba a menudo. De lo que sin duda obtenía notable satisfacción, ya que París bien vale un enfermo.

En 1914 participó en una comisión médica contra el tifus que asolaba la ciudad. Una indicación suya que nos ha llegado de generación en generación es que el punto negro de los tomates puede provocar tifus y, como consecuencia, ninguno de sus descendientes lo ingiere. Ahora mismo solo nos faltaría coger el tifus, francamente.

En 1924 el doctor Ribas Perdigó fue proclamado presidente de la Real Academia de Medicina de Barcelona –que en 1991 pasaría a llamarse de Cataluña– y bajo su presidencia se conmemoró el centenario de la muerte del doctor Salvà Campillo, no sin tiranteces con el gobierno militar del general Primo de Rivera. Mantuvo el cargo durante tres años, ya que en 1927 cayó enfermo de cáncer de estómago y murió al cabo de seis meses.

Cuando se nos mueren los médicos, nos quedamos un poco más solos.

El señor Tonet de Sants

Antoni Piera i Jané era un hombre callado, duro y decidido. No explicaba casi nada sobre sí mismo ni sobre sus negocios, ni era nada inclinado a las expansiones. Entonces los hombres eran así, antes de que fueran vencidos por el parloteo sentimental y psicologista. Fue uno de los fundadores de Fomento de Obras y Construcciones, en 1900, y al cabo de un año se convirtió en su gerente.

© Archivo Montserrat Ribas i Piera
Antoni Piera i Jané en su casa de Vilassar en los años treinta.

Sants, un pueblo del entorno de Barcelona, rodeado de viñas, huertos, campos de cerezos, masías diseminadas y unos cuantos hostales a pie de carretera. Fábricas, también. Diría que estamos hacia el año 1850 o 1860, me guío por los miriñaques que llevan unas presumidas que pasean por Creu Coberta. Un arriero joven, Antoni Piera i Sagués, lleva un carro lleno de telas. Todos le conocen como el Ros d’en Maiol (o Mallol), sencillamente porque es rubio.

Es descendiente de los Piera de Can Bruixa, una masía de Les Corts que fue derruida en 1946. Ese nombre de “bruixa” (“bruja” en catalán) se debe a una habilidad muy singular: los Piera compraban caballos enfermos, los curaban y después los revendían a un precio mucho más alto. Nadie sabía cómo se las componían. Curar caballos cojos y enfermos es un arte, cuyos secretos hay que conocer, requiere mucha paciencia y acierto. Más vale que no lo intenten ustedes en casa.

Antoni Piera i Sagués lleva telas de Batlló por toda España. Una hilera de carros cargados de telas, a paso de mula, por la carretera que les conduce a Zaragoza, a Burgos, a Valladolid. Así se ganan la vida los catalanes, con dureza y tenacidad. Eran otros tiempos.

Con el despliegue de la red ferroviaria, los tejidos empiezan a transportarse en tren y los arrieros se van quedando sin trabajo. Por esta razón, Antoni Piera i Sagués le compra a Batlló una cantera en Montjuïc. La piedra de Montjuïc, de un marrón claro con vetas vinosas y violáceas, es muy apreciada para construir casas en el Eixample, ese barrio que avanza imparable por el llano de Barcelona. Ahora los carros sirven para llevar los sillares de la cantera a la obra. Después de una cantera, compra otra. Hasta poseer la totalidad de las canteras de Montjuïc. El Sot del Migdia es una antigua cantera, como también la Foixarda y el Teatre Grec. Cuando los espectadores se aburren con la obra que se representa, se distraen con la cantera. Es este un fenómeno que enriquece, y mucho, el teatro contemporáneo.

Durante este tiempo, el Ros d’en Maiol (o Mallol) se ha casado con una chica del Prat de Llobregat, Antònia Jané, y ha mandado construir una casa con jardín y caballerizas en la calle Sant Pere de Sants, ahora calle Sagunt, donde se encuentra la Escola Perú. Tienen seis hijos: el segundo chico es Antoni Piera i Jané, que nace hacia el año 1872, si los cálculos no fallan. Será uno de los fundadores de Fomento de Obras y Construcciones, en 1900.

Desde 1893, los Piera tienen una empresa constructora de menos envergadura que Fomento, llamada Piera, Cortinas y Cía., y que se ha dedicado a la explotación de las canteras, a la construcción y a la obra pública. ¿Por qué fundan Fomento de Obras y Construcciones? Para constituir una de las constructoras más importantes de Barcelona, con la aportación de capitales procedentes de la Banca Mas Sardà y de la Banca Soler i Torra. Tienen piedra, tienen ladrillo y tienen madera (los Cortinas son madereros). Solo les hacen falta inversores. Entre once accionistas reúnen cinco millones de pesetas, que se dice pronto. Barcelona crece imparable y alguien la tiene que construir.

© AFB
La plaza de Espanya en 1928, durante las obras de la Exposición Internacional.

La primera obra que Fomento lleva a cabo es la construcción del Moll d’Espanya, el de Balears, el Nou y también el de los Pescadors, todos ellos del puerto de Barcelona. Años después amplían el puerto, adoquinan calles, sanean alcantarillas y a la vez trazan y ejecutan otras nuevas en Barcelona, Zaragoza y Madrid, cubren la zanja del tren de Sarrià de la calle Balmes y construyen el túnel, también el del tramo nuevo entre la plaza Molina y la avenida del Tibidabo, en la riera de Sant Gervasi. Pero cuando Fomento da el do de pecho, si se me permite decirlo a la manera del tenor Hipòlit Lázaro, es durante la construcción de los palacios, avenidas, hoteles y pabellones de la Exposición Internacional de 1929. En un tiempo récord levantan los cuatro hoteles de la plaza Espanya. Cuando se ponen manos a la obra, van a por todas.

Durante todo este tiempo, desde 1901 hasta 1933, el director-gerente es Antoni Piera i Jané. Porque en 1901, un año después de la fundación, el entonces gerente, su hermano mayor Salvador, murió de súbito. Vivía en Can Puig, en Collserola, y últimamente no se encontraba muy católico. Salió a dar una vuelta, bebió agua de la Font Groga e, ignoramos si con el tazón en la mano o un poco después, expiró. Así es como Antoni Piera i Jané se convierte en el gerente de Fomento. Mi bisabuelo, todo hay que decirlo. Padre de mi abuela Carmen Piera.

A mi bisabuelo todos le conocen por Antonet o Tonet y pasados los años será el señor Tonet o el señor Antonet, como prefieran. Un nombre amable, próximo, que nos evoca sus orígenes populares.

Antoni Piera i Jané es un hombre callado, duro y decidido. No explica casi nada sobre sí mismo, ni sobre su infancia ni sobre sus negocios. No es dado a las expansiones. En aquellos tiempos los hombres eran así, antes de que fuesen vencidos por el parloteo sentimental y psicologista. Haciendo honor a este carácter reservado, ya casado y con hijos alquila la masía de Can Girona para pasar los veranos, una quintería aislada de Martorelles, un pequeño pueblo de los alrededores de Barcelona. Muy lejos de las colonias de veraneo de la burguesía barcelonesa, como La Garriga, Caldetes o Cardedeu. Piera no quiere que le mareen. Para tostones, ya tiene los del consejo de administración de Fomento. En Can Girona no tiene que andarse con cumplidos. Aún hoy, la carretera de Martorelles que nace junto a los cuatro caminos de Sant Fost lleva su nombre: avenida de En Piera. Nosotros también la llamaremos así.

Cuando quiere distraerse, Piera se va a los toros. Ya de joven, con su hermano mayor Salvador, organizan los toros de la fiesta mayor de Sants. Más adelante no falta a ninguna corrida de Barcelona. Un verano sigue al torero El Gallo por toda España. Pasión, esta de los toros, que heredan sus dos hijos Antoni y Josep, algún nieto, como el director de cine Antoni Ribas, y también algún bisnieto.

Piera es práctico; no se entretiene en divagaciones intelectuales. Durante un viaje a París con su mujer y sus hijas, contrata a un guía del Museo del Louvre y le indica: “En une heure, tout!”. Decisión, no le falta. En una reunión de socios de Fomento, se enzarza en una discusión muy acalorada con el banquero Mas Sardà y exclama: “¡O Mas Sardà sale de este despacho o lo tiro por la ventana!” Años después serán consuegros. Todo está bien si acaba bien.

Políticamente es partidario de los que mandan. Como tantos otros empresarios barceloneses, en 1923 ve con buenos ojos el golpe de estado del general Primo de Rivera, urdido desde la Capitanía de Barcelona. Seis décadas más tarde, su hija Carmen aún lo defenderá a capa y espada: “Primo de Rivera nos trajo paz”. Lo debía de haber oído en su casa.

Debido al pistolerismo, Piera decide (calculo que hacia 1919 o 1920) cerrar la casa de Sants e irse a vivir a Barcelona. Durante un año, él y toda la familia viven alojados en el Hotel Continental, en la Rambla de Canaletes. Después alquilan un piso en la Casa Garriga Nogués. Mientras tanto, ha encargado una casa al arquitecto Josep Maria Ribas i Casas, su futuro yerno, quien la erige en un solar de la calle Mallorca junto a Balmes, en 1924.

© Archivo FCC
Las autoridades municipales y la plana mayor del Foment en la presentación del equipo de limpieza de Barcelona, en una fecha indeterminada de los años 1911 a 1920.

Sospecho que no recibió con grandes alegrías el advenimiento de la República. Sabemos que en 1933 un obrero de Fomento entra en su despacho con una pistola y le amenaza; desconocemos si pretendía hacer la revolución o simplemente robar. Piera se abalanza sobre él y consigue reducirlo. Todo parece retornar a la normalidad. Pero, del susto, Piera regresa a casa blanco. No puede dormir y al día siguiente no se encuentra bien. Le ha reventado una vena del corazón, que va goteando silenciosa. Cuando se dan cuenta ya no hay tiempo: los pulmones están inundados de sangre y muere al cabo de cuatro días. De todo ello tenemos conocimiento por tradición oral, ya que la agresión del despacho no aparece en la prensa. Se mantiene en secreto.

Piera es expuesto de cuerpo presente en su casa. Inesperadamente, aparece el obrero agresor, arrepentido de su acción, y pide perdón con los ojos inundados en lágrimas. Antes de dejarle entrar, la criada lo consulta con la viuda, que responde dignamente: “Le perdono, pero no quiero verle”. El agresor se vuelve a casa, muy abatido. Parece una página vivida del gran Josep Maria Folch i Torres.

Como último adiós, sus nietos le besan la mano, uno tras otro, en su lecho de muerte. Un beso a una mano fría, rígida. Y yo, desde aquí, también le beso la mano.

Todo Pedrals hace pared

© Christian Maury
El poeta Josep Pedrals.

Da no sé qué repetir lo que todos comentan de Josep Pedrals, que es un joven poeta, como si anunciasen la Semana Joven de El Corte Inglés: moda tejana, sonetos atrevidos, alegría poética, etc. De acuerdo, Pedrals nace en Barcelona en 1979, ¿y qué? Es el año en que se inaugura la nueva depuradora del río Besòs. Cuando a alguien lo etiquetan de poeta joven, se está apelando de una manera solapada a la condescendencia, al paternalismo: es nueva savia, el chico promete, ya veremos más adelante, esperemos a comprobar si me elogia a mí para yo elogiarle a él, etc. A Pedrals no le hacen falta estas muletillas convencionales e inmundas: en estos momentos (y estamos a media mañana) ya es un poeta excepcional. Podría morir ahora mismo de un cólico miserere (aunque tampoco hay ninguna necesidad) y ya nos dejaría unos cuantos libros de poemas de primera magnitud: el dueto constituido por El furgatori (en Ed. Labreu, 2006), un dietario poético de un individuo de nombre Quim Porta, y El romanço d’Anna Tirant (en Ed. Labreu, 2012), una conversación del tal Quim Porta con Pedrals deambulando por Barcelona con una inusitada nonchalance, alternada con poemas que entroncan con la poesía popular (el romance; altamente recomendables los recolectados por Don Marian Aguiló) y a la vez con la erudita (el barroco): sátira y optimismo, desvergüenza y melancolía, y por encima de todo el deseo de hacerse entender. O, también, un libro más antiguo, Escola italiana (en Ed. Empúries, 2003), en el que saca a la luz los poemas del poeta italiano, para mí desconocido, Giuseppe dei Pedroli. Corren rumores de que se trata de un heterónimo del propio Pedrals. Yo ya no sé qué pensar, se dicen tantas cosas.

En las antípodas de la poesía agónica y quejumbrosa, esa que se asemeja mucho a un entierro a la federica, y de la poesía críptica e indescifrable, que es tan abstrusa que la utilizan algunos servicios de espionaje, Pedrals nos sorprende con su atrevimiento poético y su sentido del espectáculo. No lo digo en vano; se sabe que Pedrals recita en los escenarios (me han hablado de unos aquelarres poéticos en el Horiginal de la calle Ferlandina 29 en los días de luna menguante), que actúa y que canta, que grabó el disco Esquitxos ultralleugers con Els Nens Eutròfics en el año 2010 y En/doll con Guillamino en 2007. Aún no he tenido tiempo de disfrutarlos, así que lo estoy deseando. Un domingo por la mañana me iré a Sant Miquel del Fai, aparcaré en un recodo de la carretera y los escucharé con calma.