Acerca de Javier Pérez Andújar

Escritor

Alguien puso algo en nuestra bebida

Ilustración: Júlia Solans.

Un ratón es un periférico, cualquiera que haya montado un ordenador lo sabe. Ratas y periferia, política de barrios. Una periferia que parece que ya no exista y que, sin embargo, nunca ha dejado de estar. Una periferia más de urbanitas que de urbanistas. Los barrios se han transformado, pero sigue sin hacerse justicia.

Ser de barrio es como ser de Burgos, pero sin productos de la tierra. El barrio en sí es el producto de la tierra, del cemento, de los zapatos ahorrados, de todas esas cosas que pronunciadas se quedan en gazmoñería, y que encima siguen vigentes, porque jamás han dejado de existir, porque ya lo decían los viejos y las viejas en las porterías cuando se ponían a parar el golazo cotidiano: toda la vida habrá pobres. En esa frase no solo hay resignación sino afán de sobrevivir (perpetuarse, no; eso es de ricos). Las radios de Barcelona y sus extrarradios llenos de antenas apuntando al Tibidabo, lo más grande que se veía a lo lejos, siempre todo lejos; las antenas orientadas hacia el templo expiatorio del Tibidabo como cañas de pescar emisoras.

El nombre de “extrarradio” se inventó cuando vieron a un extraño mogollón de gente con aparatos de radio escuchando el Barça, el Madrid, la selección nacional, los programas de dedicar canciones, felicitación, felicitación, felicitaciones…, la Elena Francis y la Montserrat Fortuny, porque siempre que hay un Zorro sale un Coyote. Zorros, coyotes, perros callejeros, ratas. Un ratón es un periférico, cualquiera que haya montado un ordenador lo sabe. Ratas y periferia, política de barrios. Una periferia que parece que ya no exista, y que sin embargo nunca ha dejado de estar. Una periferia más de urbanitas que de urbanistas.

El bosque

La periferia, el extrarradio, esa manera idiota de llamar a un cuerpo de barrios que se extiende vivo y rizomatoso, ininterrumpidamente desde Sant Cosme, Bellvitge…, hasta el Singuerlín, Pomar, Les Guixeres…, pasando por Sants, Ciutat Vella, La Pau…. Es un existir semoviente, con transformaciones económicas, de población, de paisaje, con todo tipo de cambios excepto geográficos. Pero esto, que la tierra permanece, lo explica la geopolítica y antes lo dijo el Eclesiastés. La forma en que han cambiado los barrios se está estudiando cada vez más, cada vez mejor.

Foto: Dani Codina.
Los bloques de Bellvitge, en L’Hospitalet, con un espacio público rehabilitado.

Por ejemplo, acaba de salir el trabajo del periodista Marc Andreu Les ciutats invisibles. Viatge a la Catalunya metropolitana (L’Avenç, 2016), en el que muestra lo que los medios de comunicación del poder no han osado decir, y ni siquiera han sabido ver. Pero es que la periferia es precisamente eso, un prejuicio de clase. El libro de Marc Andreu habla, entre muchos otros asuntos, de la gente de los barrios que no pone TV3 más que para ver un partido del Barça, habla de quienes no se sienten identificados, pues no pertenecen a eso ni de refilón, con la imagen que se ha querido dar de Cataluña desde el poder. Habla también de los chinos que les compran los bares a los emigrantes que se jubilan, de las tiendas de ultramarinos de los paquistaníes, de los pisos patera del barrio de La Salut de Badalona… Habla, en definitiva, de ese hábitat constituido por barrios al que la gente llama “ciudad”. Barrios que desde afuera parecen invisibles, como cuando el bosque no deja ver los árboles.

Los árboles

Acaso tenga Barcelona los árboles más tristes de Europa, sin contar Chernóbil. No me refiero a los árboles en sí, que, una vez en la poza, los pobres hacen lo que pueden, como todo el que acaba en una poza, sino a la manera de tenerlos. Los árboles en Barcelona parece que estorben o, peor aún, que los hayan puesto donde no estorben. Ha ocurrido en general. El urbanismo en los barrios, que es como la manicura de un pobre, ha arrancado los árboles donde crecían frondosos y los ha dispuesto como si fueran farolas. Árboles ahora sin demasiada personalidad, árboles unisex, por decirlo en términos de peluquería de barrio.

Las ramas de los sauces llorones con sus lágrimas de resina, la higuera extrañada en medio de un descampado. La libertad, la individualidad de ser árbol. A Barcelona no le gustan los árboles. Los arranca porque no sabe para qué sirven. Ni siquiera es una cuestión de clase, sino de capricho del poder de una clase.

Ocurrió en Sant Gervasi (pijos aunque sobradamente preparados). El azufaifo de un solar de la calle Arimon, que la escritora y traductora Isabel Núñez defendió a la vez que defendía su vida hasta el final. Una vez se me ocurrió decir que estaban graciosos los burgueses defendiendo los solares. A ella no le moló nada, pero me lo perdonó y por eso lo utilizo aquí, porque resulta que ese árbol de la parte alta es ahora el maravilloso emblema de todos los árboles libres de todas las Barcelonas. La ciudad sin otro atributo que la democracia, la ciudad como cadena humana, la ciudad como rizoma.

Sant Gervasi también es el extrarradio visto desde los bloques de Sant Roc de Badalona, no los nuevos que hicieron hace poco, sino los que aún quedan pudriéndose por la calle Alfons XII, con el hormigón de las fachadas carcomido y sucio, los nombres de los chavales pintados en ellas, las aceras pringosas, los contenedores con la boca abierta, los vecinos sentados en sus sillas pasando el rato con las jaulas sobre los coches o clavadas en los muros. Esto es el corazón de una comunidad (vuelven los términos cristianos del cristianismo conciliador de Juan XXIII, otra calle de Badalona), esto es el centro neurálgico de un montón de personas, una parte de las cuales ni siquiera encuentra un motivo para salir de ahí a dar una vuelta, y por tanto todo a su alrededor es extrarradio, periferia, las afueras. El infierno son los demás, y las afueras, el aire que nos separa de los demás.

Las pozas

Los bulevares, los paseos, las avenidas de Londres, París, Berlín, Nueva York (por citar cuatro ciudades muy europeas)… Frente a la suntuosidad y la anchura de las calles en las grandes ciudades, a los barrios les corresponde al fin hacer ostentación de la anchura de sus aceras. A mayor calidad de vida, a mayor estado del bienestar, más amplias se han ido haciendo las aceras en grupos de viviendas donde hace treinta años apenas había aceras. La transformación en estos lugares le ha permitido a la gente ir más holgadamente a la oficina del paro.

Foto: Dani Codina.
El litoral metropolitano del lado norte visto desde el barrio colomense de Singuerlín.

La otra noche salieron por las calles de Barcelona y de algunas ciudades del área metropolitana grupos de voluntarios para hacer un recuento de los pobres que duermen en las aceras, en los cajeros… En Badalona, que tiene más de doscientos mil habitantes, contaron treinta y nueve. Ni siquiera cuarenta, como los años de una dictadura.

Las flamantes aceras de los barrios extendiéndose como muelles de amarre en esos puertos deportivos que han ido montando los ayuntamientos costeros. Pero con la crisis, de nuevo los atracos han desplazado a los atraques. Y otra vez las jeringuillas bajo los puentes, bajo las papeleras de las calles, bajo los árboles plantados en el cemento llano de las aceras. Las vallas de seguridad del tren arrancadas por los vendedores de chatarra. El polígono industrial arruinado y convertido en polígono de almacenes comerciales regentados por los chinos. Gente sin techo de todas partes del mundo durmiendo al cobijo de la mole de un hipermercado. Montones de escombros tirados junto a las vías, enfrente de la Plataforma de la Construcción, el punto donde acuden de buena mañana los parados a la espera de una furgoneta que se los lleve a trabajar a dedo (así los empleadores cargan en una vez el material y la mano de obra). Todo eso que demuestra que los barrios se han transformado, pero no se ha hecho justicia.

El desencanto según Eduardo Mendoza

En Mauricio o las elecciones primarias se dibuja una ciudad deprimida que no osa hacer realidad lo que anhela, una Barcelona que va del sueño prescrito de la transición al sueño prometido de los Juegos Olímpicos, cual enfermo que cambia de estimulantes a ver si acierta.

© Manel Andreu

© Manel Andreu

Barcelona es la leyenda de la ciudad sin nombre, porque no hay manera de pronunciar dos veces el nombre de Barcelona y que signifique lo mismo. Dentro de cada novela ambientada en Barcelona vive una ciudad diferente, no importa que los libros sean del mismo autor. En Eduardo Mendoza (que es el novelista que más visiones de Barcelona ha recreado) no es igual, por citar unas pocas, su Barcelona de La verdad sobre el caso Savolta, que la de La ciudad de los prodigios, que la de El enredo de la bolsa y la vida (la más reciente, asolada por la actual crisis, donde hasta su famoso detective sin nombre se queda sin su negocio de peluquería) ni que la de Mauricio o las elecciones primarias. Es esta última, de todas las Barcelonas leídas en Eduardo Mendoza, la que más me ha conmocionado; no sencillamente impresionado, apasionado o fascinado, ahora estoy hablando de emociones.

Se publicó en 2006 y por entonces Mendoza llevaba una larga temporada sometiendo a sus lectores a la ley seca. Solo había escrito dos obras en los últimos diez años, la novela La aventura del tocador de señoras (2001) y, en verano también de 2001, un folletín de ciencia ficción para el diario El País, El último trayecto de Horacio Dos, que luego se recogió en libro. Encima, ambas eran de humor, de manera que la parte herbívora (o quizá carnívora) de la fauna lectora se estaba retorciendo de hambre. En 2006 vivimos ya tiempos presentes, si entendemos el presente como el desmantelamiento de todo lo alcanzado por las generaciones anteriores. Es el año en que explota la burbuja inmobiliaria y la gente empieza a salir a la calle a mogollón en defensa del derecho a la vivienda. Y es cuando aparece Mauricio o las elecciones primarias, una novela ambientada en otra de las épocas más desalentadoras y duras de nuestra ciudad, la que discurre entre las elecciones a la Generalitat de 1984 (donde el mapa político catalán queda fijado para toda la eternidad) y el nombramiento en 1986 de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos del 92. Es la Barcelona del desencanto de la izquierda (la novela empieza con los socialistas buscando gente para llenar sus listas), de la especulación inmobiliaria sometiendo a los ayuntamientos, la Barcelona de los confines ignotos (parte de la acción transcurre en Santa Coloma de Gramenet)… Se dibuja en este libro una ciudad deprimida, que va a viajar de un sueño a otro y que no se atreve a hacer realidad lo que anhela, que va del sueño prescrito de la transición al sueño prometido de las Olimpíadas igual que el enfermo que cambia de estimulantes a ver si tiene suerte.

La novela está escrita con una prosa hecha astillas por el hacha vasca de Baroja. No hay Mendoza más barojiano que el de este libro. Ningún escritor ha sabido leer a Pío Baroja mejor que Eduardo Mendoza. Aquí, como en Baroja, todo es un trasunto de un estado de ánimo: el fraseo abrupto, los diálogos secos y lejanos, como oídos en la casa de al lado, la propia ciudad, sus paisajes y sobre todo sus personajes. Mauricio es un indeciso que vive en permanente estado de anhelo, y así, cuando la vida le da a elegir entre dos realidades, entre dos formas de plasmarse como ser vivo, se paraliza y deja que la realidad más potente lo arrastre como una riada se lleva con ella un tronco muerto, o a una ciudad entera.

En todos los libros de Mendoza de lo que más se habla es de la lucha por el amor, de la difícil lucha por establecer un amor que nunca se pone a tiro. Las elecciones primarias de Mauricio son entre una joven abogada de clase media, que aún vive con sus padres, y una mujer de Santa Coloma, roja histórica que hace vida independiente. Pero también ambas representan esos dos sueños en los que se sumerge la época narrada. La promesa del éxito anunciado en Lausana, y un sueño al que, como no se cumplió, tan solo le queda morir igual que mueren todos los sueños rotos, de la manera más triste y solitaria.

Mauricio es el hombre sin voluntad, atrapado en una ola de pesimismo y que al final se verá atrapado en una ola de optimismo. Pero eso no quiere decir que se haya redimido. Mauricio Greis es también la imagen invertida de Onofre Bouvila en La ciudad de los prodigios (sobre el paso, a través de estas dos novelas, de la Barcelona moderna a la posmoderna ha escrito la filóloga Cristina Jiménez-Landi Crick), y así una obra es espejo de la otra, del mismo modo que lo son sus respectivas Barcelonas. Los libros de Eduardo Mendoza contienen el espejo que Stendhal introdujo en la novela. Por la obra de Mendoza se va reflejando Barcelona en todos sus rostros. Cuando leí Mauricio o las elecciones primarias vi reflejado el mío.