Acerca de Joan de Déu Domènech

Historiador

El diablo no tiene puente

Los puentes privados se cuentan entre los más antiguos de Barcelona, pero también hay dos modernos y bien conocidos: el falso gótico de la calle del Bisbe y el “de la vergüenza”, en Egipcíaques. Aunque el diablo no tiene puente dedicado.

© Andreu

Barcelona no tiene río, pero puentes, de sobra. El de Marina, el de Mülhberg, el de la Foixarda, entre algunos de los que se mantienen hoy. Puente de la Riera de Horta, puente “dels Àngels”, el del Esparver, por mencionar tres que existían en el siglo xx. Y aún más: en Sant Martí había una zona conocida como el barrio del Pont, y al parque de la Nova Icària se le llama el “parc dels Ponts”.

Un puente es una construcción levantada sobre una depresión o un obstáculo río, barranco, tren que sirve para pasar de un lado a otro. Un puente hace feliz. Siempre es beneficioso véase el juego de la oca, véase el calendario. Además, un puente tiene un punto de magia y de maravilla. Ir de aquí a allá sin embarrarse, ni tener que bajar, subir y sudar, todo recto, y ya estamos al otro lado. Un puente une lo que está separado, y quien roba un coche, hará un puente para hacer contacto y ponerlo en marcha. No es extraño que algunos puentes sean llamados “del Diablo”, porque todo puente rehace la naturaleza; incluso alguien ha dicho que altera la creación divina. Puente del Diablo, leyendas, pero de esta aparición del demonio algo ha quedado en el habla y en el mundo de los puentes. Se dice “salvar un río”, donde salvar vale por evitar un obstáculo, vencer una dificultad; sin embargo, la primera acepción de salvar es preservar de la muerte: la salvación; es decir, alejarse del mal, del diablo.

En Barcelona no hay puentes del Diablo, y hoy son pocos los que salvan accidentes geográficos. Los que más, vías ferroviarias y, sobre todo, cinturones, vías rápidas, autopistas. Los de Barcelona son puentes de la revolución industrial; de la modernidad. No siempre ha sido así. Cuando no existían trenes ni coches, la geografía era mucho más evidente. Mostraba que Barcelona está en un plano inclinado, encajado entre la sierra de Collserola y el mar, y limitado por dos ríos. Eso y la serie de colinas (Rovira, Peira, Creueta, Carmel, Putxet y Monterols) hacen que el desnivel, en algunos lugares, sea muy pronunciado. Para salvarlo, hete aquí el viaducto de Vallcarca, con el vecino puente de la plaza de Mons, que cubren dos ramales de la riera de Vallcarca; o los puentes de Reina Elisenda, por encima de J. V. Foix y Duquessa d’Orleans, por donde transcurría la riera de Sarrià. Rieras desaparecidas, porque han sido soterradas y canalizadas hacia la red de alcantarillado. Y lo que antes era del agua, ahora es terreno para coches y personas.

© Josep Domínguez / AFB
El puente de Marina durante su construcción, en una fecha imprecisa entre 1930 y 1932.

La mayoría de los puentes que dialogan y resuelven problemas de la geografía física tienen una orientación concreta. Paralelos a Collserola y a las colinas, para permitir el paso entre las aguas que bajaban hacia mar. Otra orientación tienen los del tren, perpendicular. La línea férrea que atraviesa Barcelona era un problema y un peligro. Más que el ruido y el humo, la zanja, una nueva y terrible frontera que se impuso con la industrialización. Separó calles, barrios, espacios de vida hasta entonces unidos. Para solucionarlo se construyeron algunos puentes. Pocos, todo sea dicho. En la calle de Alcolea, en la del Nord (hoy Galileu), en Sants. El del Mico, en Aragó-Casanova. Y en el lado de levante, los puentes de Marina, de Espronceda, del Treball y de la Maquinista. Pocos puentes y algunos pasos a nivel, siempre más económicos. Y ya se sabe que lo barato siempre acaba saliendo caro. Cuando menos, en vidas humanas.

Los puentes salvan torrentes, playas de raíles, incluso el mar, como el de la Porta de Europa un puente basculante que comunica el muelle de Ponent y el Adossat, y, a veces, también salvan calles. Son puentes particulares. Como todos los puentes, hacen la vida más fácil; en este caso, solo para unos, porque son puentes privados. Algunos de los de este tipo son de los más antiguos de la ciudad. En la calle de Carabassa hay dos. Unían las casas de un lado con los jardines del otro. Parece ser que son del siglo xviii. Igual función debió de tener el que se encuentra en la calle de los Ocells. El de La Mercè y el de Sant Pere son barrios muy ahogados. Calles estrechas y solares reducidos. Quien podía compraba el de delante, para tener un huerto, un jardín. A un lado, la vivienda; al otro, un pedazo de cielo, un rincón de paraíso.

© Dani Codina
El puentede hierro y cristal del pasaje Bacardí.

Otro puente particular, de hierro y cristal, es el que se encuentra en el pasaje de Bacardí. Mientras que los de Carabassa y Ocells son puentes descubiertos, el de Bacardí no. Este es uno de los elementos que lo hacen singular: un puente cubierto en un espacio cubierto, como lo es este pasaje. El otro elemento es que en los cristales había pintados unos paisajes tropicales. El puente todavía existe, pero de la decoración antillana no queda nada de nada.

De los puentes privados, los más comunes son los que comunican dependencias de edificios institucionales. El puente de la calle del Bisbe, que une el Palacio de la Generalitat con las casas de los canónigos, quizás es el más conocido. Es obra de Joan Rubió Bellver; se inauguró en 1928, en aquellos años de delirio en los que, derribando por aquí, trasladando edificios por allá, se inventaba un barrio Gòtic. Por pretencioso, con un gótico sobrecargado, el puente no gustó a casi nadie, y fue motivo de todo tipo de burlas. Ricard Opisso hizo una serie de cuatro dibujos en donde apuntaba el ridículo de aquella construcción. Ahora es uno de los elementos más fotografiados de Barcelona. Si la Generalitat tiene un puente, el Ayuntamiento no podía ser menos y también tiene el suyo. Es más discreto y está más escondido. Pasa por la calle de la Font de Sant Miquel, y une el edificio antiguo con el de la plaza de Sant Miquel.

© AFB
El puente de Santa Maria, que unía la basílica de Santa Maria y el palacio real, y que perduró parcialmente hasta la década de los ochenta del siglo pasado, en una imagen de principios del mismo siglo.

El puente de Santa Maria

Los puentes particulares aíslan de la gente; se pasa por encima de la calle, por encima de las personas. Son el emblema de una manera de vivir. Es el caso de la nobleza. En el Pla de Palau, ante la Llotja, había un edificio gótico, remodelado una y otra vez, propiedad de la ciudad, que en 1654 Felipe IV se hizo suyo. El monarca decidió que sería la residencia de los virreyes. Con los Borbones, y hasta 1844, fue la de los capitanes generales y, desde entonces, palacio real, para alojar a Sus Majestades cuando tenían la ocurrencia de visitar la capital de Cataluña, hasta que el día de Navidad de 1875 se quemó y no quedó nada. O casi nada. Lo que se salvó fue el puente.

Había mandado construirlo en 1700 el virrey, príncipe de Darmstadt. Era un puente cubierto que salía del palacio, discurría por la calle del Malcuinat y seguía por el Fossar de les Moreres y la calle de Santa Maria hasta llegar al templo, a la altura de una espaciosa tribuna, en el lado de la epístola. El puente fue derribado en el año 1823 por acuerdo del Ayuntamiento y vuelto a construir en 1827, cuando se dio vuelta a la tortilla. Duró bastantes años. Todavía puede verse en fotografías de los años ochenta del siglo xx, y en alguna colección particular. Fue una de las primeras pinturas de Santiago Rusiñol: Façana lateral de Santa Maria del Mar, des del passeig del Born (1887).

De hecho, el puente de Santa Maria no era ninguna construcción singular, sino que seguía una tradición. En la catedral había un puente que unía el palacio real con la seo. Se aprecian los restos en la fachada de la plaza de Sant Iu. El puente es de los tiempos de Martín el Humano, rey gordo y devoto. Como le costaba moverse, el cabildo permitió esa construcción para ahorrarle al monarca el ahogo y la fatiga de las escaleras. Fue derribado “en nuestros días”, escribe Pi i Arimon en 1854. Otro puente eclesiástico es el de la parroquia de Sant Martí de Provençals, que une el templo con la rectoría y tiene el aspecto de una obra defensiva.

Puentes en la Generalitat, en el Ayuntamiento, en la Iglesia, puentes, también, en edificios de la Administración del Estado. En la parte posterior del edificio de Correos, en la calle de Àngel Baixeras, hay otro puente particular, construido al mismo tiempo que el edificio (1926-1927) y que comunica dos áreas administrativas. No muy lejos de allí, en la calle de Ocata, hay otro puente, de menor altura y más corto, y une dos edificios de la estación de Francia: un modo de recordarnos que muchos de los puentes de Barcelona se hicieron para salvar las vías del tren.

© Dani Codina
El puente que, desde la sede del CSIC, se levantó hacia el “territorio enemigo” del Instituto de Estudios Catalanes.

El puente de la vergüenza

El de Egipcíaques es otro puente particular, y de triste memoria. Va desde la sede regional del Consejo Superior de Investigaciones Científicas a la del Instituto de Estudios Catalanes: testimonia la ocupación franquista de Cataluña. Por un decreto datado en Burgos en 1938 se fundó el Instituto de España, que, al cabo de un año, se transformó en el CSIC. Como toda institución creada en tiempos de guerra, arrambló con todo lo que pudo: la obra y las dependencias y las propiedades de la Junta para Ampliación de Estudios y, en Cataluña, las del Instituto de Estudios Catalanes. En 1942 llegó a Barcelona. Ocupava pisos del Portal de l’Àngel y la Via Laietana, hasta que en los años 1952-1954 se le construyó un edificio descomunal, obra de Alfons Florensa, en la calle de las Egipcíaques y, en medio, un puente: la avanzadilla para ocupar el terreno del enemigo. Es el puente de la vergüenza y todavía existe.

Hay más puentes; son alegres y divertidos. En los parques que se han diseñado en los últimos años es habitual encontrar un puente; en los jardines Joan Reventós, en los de Can Altamira y en el parque de la Pegaso hay más de dos y de cuatro. Son puentes decorativos que muestran hasta qué punto está aún arraigada en este país la estética del pesebrismo.

Las bofetadas de la realidad

Han cambiado los productos y el propio calendario de productos (transportes), ha cambiado la conservación de los alimentos (frigoríficos), han bajado los precios (supermercados), han cambiado los hábitos alimentarios (comida preparada), y los mercados siguen ahí.

Hoy en día la palabra “mercado” ha perdido mucho prestigio. Bien sea porque se asimila a los bocados de los tiburones financieros, bien sea por la ramplonería del término “cocina de mercado” con que muchos restaurantes quieren hacerse valer. Es una manera de decir que lo que se sirve es fresco, venido del huerto de al lado, como quien dice. No es del todo así. Hacia las 7,30 h por toda Barcelona se ven camiones y furgonetas que van parando delante de cada bar y restaurante. Descargan bebidas, carnes, pescados. Nada de mercado; son tiendas o mayoristas quienes suministran la comida, tanto pan como caracoles –vivos o guisados. Para dejar las cosas claras hay que decir que, en el mundo de la restauración, la última persona que creyó en la cocina elaborada con los productos de mercado y se mantuvo fiel a ella fue Ramon Cabau, del Agut d’Avinyó, que se suicidó en el mercado de la Boqueria en abril de 1987. Y a la imagen de los mercados solo le faltaba que, en cada campaña electoral, los candidatos asomen la nariz para saludar, con más fotógrafos que clientes.

Mercat del Born 1934

© Josep M. Marquès / AFB
Carros y camiones llenan la calle del Comerç cerca del antiguo mercado del Born el 25 de octubre de 1934

Comprar comida es de mucho antes que los mercados, y va –e irá– más allá de los mercados, que son de una época. El siglo XIX hace años que terminó.

Antaño, antes de romper el alba, una multitud de carros entraba en Barcelona. Eran los payeses que iban a vender a ciudad. Traían fruta y verduras, huevos y aves de corral, también pan. Muchos de estos carros se cruzaban con otros que salían. Venían de recoger lo que había en las comunas y letrinas, y ahora, con los bidones a rebosar, se dirigían hacia el campo, a los estercoleros, donde se preparaba el abono para las alcachofas y zanahorias de la temporada siguiente. Esta imagen es de hace mucho tiempo, porque ahora la situación es totalmente distinta –tanto en lo referente a los carros como a los mercados.

Como todo, cada vez más a menudo los mercados también van recibiendo bofetadas de la realidad. Primero, las del mundo de la técnica: neveras, congelados y microondas han acabado con una forma de proveerse y de alimentarse. Ya no se compra al día, sino para guardar y consumir cuando sea, lo que significa –entre otras cosas– que se compra más de lo que se necesita. Y el que quiere comer fresco y de proximidad, en la azotea de su casa tiene un huerto urbano. También hay que tener en cuenta el bolsillo: las grandes cadenas de distribución alimentaria ofrecen los productos a mejor precio que los que encontramos en la plaza.

Vete a saber si el mundo cambia. Lo que sí cambia son los modos de enfocar la vida. La manera de alimentarse, pongamos por caso. Los productos frescos –emblema del mercado– son casi inexistentes en muchas casas. Si se hace alguna comida en casa, suelen ser comidas preparadas, precocinados; calentar, remover y servir. Nadie lo diría, pero es comida de la guerra (1936-1939). En aquellos años, al menos desde el punto de vista alimentario, se vio otra realidad, otra comida. Fue el primer gran momento de la comida de sobre. En los mercados había poca cosa comestible: colas de gente y hierbas conejeras. En otros establecimientos se despachaban sopas de sobre, carne enlatada, tortillas en polvo. Aquellos hambrientos no sabían que estaban gustando el futuro. Pero hay que decir que existe alguna diferencia: lo que entonces era miseria ahora son las malditas prisas. En cualquier caso, el origen de la comida preparada siempre son privaciones: antes, la de productos frescos; hoy, la de tiempo.

Han cambiado los productos y el propio calendario de productos (transportes), ha cambiado la conservación de los alimentos (frigoríficos), han bajado los precios (supermercados), han cambiado los hábitos alimentarios (comida preparada), y los mercados siguen ahí. Ciertamente, los mercados tienen vida, hay clientes –clientas, principalmente, clientas de toda la vida y, por tanto, de una cierta edad. Esta es la otra cara de la situación: la clientela, la edad, el relevo, que según parece de momento no llega. Y entonces se quiere innovar, ponerse al día. El resultado es que los mercados de mayor renombre se han convertido en un parque de atracciones, en un espacio festivo: allí donde ir a hacer un extra –setas exquisitas, o pescado que aún se mueve–; o en un parque temático, ideal para turistas que quieren dedicar un día a la cultura. En el de Santa Caterina toca embobarse con las obras de remodelación, y en el de la Boqueria, sacar fotos y comprar fruta pelada y envasada (¡los mercados vendiendo fruta envasada!).

Tal como vamos, los mercados quedan como iconos del paisaje urbano, no como centros de primera necesidad. Para la mayoría de la gente, lo más corriente es ir a proveerse al súper, o al híper, o la tienda de pakistaníes. Y cuando se va a comprar, ya no se lleva el cesto de ir a la plaza: un capazo de esparto o de palma, forrado con tela a cuadritos, con asas de cuero y con la bolsa del pan doblada en el fondo, sino que se va con el carro de la compra. Un carro, porque parece que todo tiene que ir sobre ruedas.