Acerca de Joan Riambau

Editor y traductor

El ‘skyline’ del Watusi

De izquierda a derecha, la fachada marítima vista desde Miramar, las torres de Marina, el hotel W Barcelona o Vela, y el avión cautivo del parque de atracciones del Tibidabo.
Fotos: Albert Armengol.

El día del Watusi, de Francisco Casavella, se puede leer como la gran novela de la Transición o como un relato de “por qué hemos pasado de ser un país dramático a ser un país imbécil”. Pero su tema es, sobre todo, el conflicto del individuo consigo mismo, entre el poder y la supervivencia, y entre seres mortales e invenciones inmortales.

Agosto de 1971. El cuerpo del Watusi se mece en el agua del puerto de Barcelona. Parece un animal blanco y azul, sin destellos, pálido. Le han rapado, le han sacado los zapatos y los pantalones, pero han dejado la cazadora de béisbol con la W y la inscripción “Watusi 65” cosidas en la espalda. Así arranca la monumental novela El día del Watusi, de Francisco Casavella, que Anagrama ha reeditado recientemente con muy buen tino. Y hoy, sobre el antiguo dique derrumbado, en el mismo lugar donde en la novela aparece el cadáver de ese misterioso criminal, filósofo y bailarín, se alza un hotel coronado también con una W desde el que se divisa el skyline de la Barcelona que Francisco Casavella eligió como escenario de una de sus obras más ambiciosas. El día del Watusi puede leerse como la gran novela de la Transición española o como un relato de “por qué hemos pasado de ser un país dramático a ser un país imbécil”, pero es sobre todo una novela sobre el conflicto del individuo consigo mismo, entre el poder y la supervivencia, y entre seres mortales e invenciones inmortales.

“No sé si usted está al tanto, pero los catalanes de las piedras hacemos panes. Deme usted una parcela yerma y la vuelvo territorio mítico en un periquete”, afirmaba Casavella, y así vio la luz el skyline literario de una ciudad encajonada entre el mar, dos ríos y una cadena montañosa en la que “en implacable progresión descendente, uno puede irse empobreciendo hasta habitar los insalubres barrios marítimos y vender cerillas por las esquinas donde suena el lamento del acordeón”. Una Barcelona a los pies de Montjuïc donde las últimas chabolas en las que se ha criado el protagonista de El día del Watusi conviven con los vestigios de una remota Exposición Internacional –palacios abandonados, mansiones perdidas entre los árboles y un estadio olímpico ruinoso– como si en esa loma sobreviviera una Antigüedad inasible o todo ello fuera “un resto de sombra soñado por un Platón quinqui”. Una ciudad en la que sus habitantes viven bajo el acechante peligro de la caída, ya que, en la ciudad del Watusi, mudarse cinco calles más arriba era un progreso evidente y hacer lo contrario suponía un desprestigio y la gente gateaba pendiente arriba para hacerse un hueco en las faldas del monte Tibidabo, algo así como la tierra prometida.

El 15 de agosto de 1971 marcará la manera de ver el mundo del protagonista de la novela, Fernando Atienza, cuando en la estela del cadáver flotante del Watusi descubre que todas las historias de la ciudad desaguan en el mar. Y desde ese día del Watusi, Fernando será testigo de la transformación del mundo que le rodea –“Ten cuidado cómo miras el mundo, porque el mundo va a ser como lo mires”, dice el aforismo que mejor explica la paranoia– y lo relatará cuando el día de Reyes de 1995, en una fiesta benéfica organizada en el Tibidabo por un conocido financiero recién encarcelado, se le encarga un informe confidencial sobre un personaje rodeado de turbios secretos. Un informe al lector que abarca desde los últimos estertores del franquismo hasta ese momento en el que la democracia española –o al menos cierta ingenuidad que acompañó a la Transición– se tambalea entre escándalos políticos y financieros protagonizados por seres de mil caras con una aura aventurera y criminal o simplemente grotescos. Es fácil y también hilarante ponerles cara a los personajes de la novela –banqueros, políticos que acaban de descubrir la democracia, conversos variopintos y arribistas de todo pelaje–, protagonistas de una época en la que se fomentó el olvido como valor y nadie se avergonzaba de su amnesia.

Sobrevivir en un plano inclinado

Y, sin embargo, las novelas de Casavella no son realistas, porque la historia es la ficción más perfecta por verosímil o la más imperfecta por inverosímil, y el protagonista de El día del Watusi debe sobrevivir en ese plano inclinado de la ciudad –en el skyline marcado por la montaña de los pobres y la de los ricos donde es fácil rodar ladera abajo dando tumbos–, codeándose con sus antiguos vecinos de las barracas y con la burguesía amparada por la banca local que ante las inminentes elecciones crea formaciones políticas para adaptarse al nuevo marco del poder. Y Fernando Atienza –que, como pícaro posmoderno, ha conocido el dolor, la tragedia, la seguridad de que todo es ilusión y de que, al fin y al cabo, nada es serio–, razonará con el relato de su existencia el porqué de esa transformación, pues sabe que el mundo siempre le dirá al individuo “lo que cree que debería saber y siempre le dará lo que cree que debería querer, pero el individuo nunca recibirá lo que quiere recibir y nunca oirá lo que quiere saber”. Esa es la sabiduría que impregna El día del Watusi y que Casavella supo trasladar ya desde su primera novela, El triunfo, con la que abrió una majestuosa parábola narrativa truncada prematuramente con su muerte tras la publicación de Lo que sé de los vampiros.

El skyline de Barcelona, empero, se ha ido transformando desde entonces. La Vila Olímpica redibujó su trazado, aparecieron nuevas antenas en las lomas de sus montes circundantes y también edificios singulares, y las torres de la Sagrada Família no dejan de crecer en altura y en horror a un ritmo más acelerado ahora que se alimentan de las entradas que los turistas pagan a tocateja. ¡Qué tiempos, aquellos del Watusi, cuando el templo expiatorio crecía con las prudentes aportaciones de las cuestaciones anuales de los barceloneses! “¡Ya tenemos cinco torres! ¡Ya tenemos seis!”, exclamaba la población con entusiasmo ante ese delirio inacabado.

Y también es expiatorio el templo que corona el Tibidabo. Entre atracciones y autómatas, el sentido ascensional del edificio desde la cripta hasta el Cristo que lo culmina, refleja la voluntad de borrar las culpas y purificarse por el sacrificio. O simplemente remite al plano inclinado de la ciudad del Watusi. A las puertas del templo, un avión rojo cautivo de su eje, condenado a la eterna expiación, sobrevuela la ciudad. Desde sus ventanillas se atisba el mítico Lío Grande de la Playa, aquel enfrentamiento de pandilleros en la playa bailando al son del Black is Black de Los Bravos hasta hundirse en la arena, o el asalto al Banco Central, que coincidió con un robo de jamones en el mercado de La Boqueria que los yonquis revendían por cuatro perras por la Rambla, acontecimientos que los lectores de El día del Watusi no olvidarán jamás y ya forman parte de la leyenda urbana.

Los espacios míticos –la Barcelona de Marsé, el Madrid de García Hortelano, Yoknapatawpha… y, por supuesto, la Barcelona del Watusi– no son solo localizaciones en un atlas imaginario. Para Casavella, la utilidad de la novela, del contar historias, es, sobre todo, reavivar palabras fatigadas como memoria, justicia, corrupción, ilusión o derrota. Y el escritor que desea contar una historia debe delimitar fronteras, levantar planos y volver a nombrar para que una ficción más vigorosa compita con esa otra ficción que el poder y la desidia hacen pasar por verdad. Por ello la Barcelona del Watusi sobrevive como los territorios míticos de los grandes novelistas a los desaguisados urbanísticos o a la gentrificación, e incluso soportaría mayores catástrofes naturales. Porque solo los grandes novelistas tienen el poder de urbanizar la imaginación, por ello son más grandes incluso que los mitos. Y así Casavella, preguntado por su identificación con el Watusi, afirmó: “Bailar, bailo mejor. Matar, mato mal. Filosofar, lo evito. A morir, me niego”.