Acerca de Marc Piquer

Periodista

Bengalíes, armenios y hondureños, los otros inmigrantes

Foto: Dani Codina

Abdullah al Mamun (Shafiq), propietario de la taberna Galiza y secretario organizador de la Asociación Cultural y Humanitaria de Bangladés, fotografiado en el establecimiento de un paisano, en la frontera de los barrios del Raval y Sant Antoni.
Foto: Dani Codina

A excepción de chinos e italianos, el volumen de inmigrantes en Barcelona se ha estabilizado, y son muchas las personas que –coincidiendo con la recesión y el encarecimiento de la vida– han optado por cambiar de municipio o volver a casa. En esta coyuntura se han hecho más visibles nacionalidades hasta ahora poco representadas como los bengalíes, los armenios o los hondureños.

“Recuerdo que al principio éramos treinta y cinco. Hoy somos cuatro mil”. Cuando en 1985 Nabinul Haque llegó a Barcelona con veintidós años y se puso a servir cafés en el antiguo cine Catalunya –donde actualmente se encuentra el centro comercial El Triangle–, ya había estado seis trabajando en Francia y Alemania. Han tenido que transcurrir tres décadas más para que miles de bengalíes de Daca –de donde él es–, de Chittagong (en el este) y de Sylhet (en el nordeste rural), hayan decidido seguir su ejemplo: poner rumbo a Barcelona y, una vez establecidos y con garantías de poder quedarse, traer a esposa e hijos. El suyo, que fue aprendiz de coctelero en Miami, es quien le animó a vender el súper que tenía en el Paral·lel y abrir al lado el restaurante lounge Ébano, que fusiona cocina india y mediterránea. Otros compatriotas también han intentado adaptarse a los gustos culinarios de la población autóctona, como Abdullah al Mamun (Shafiq), propietario de la taberna Galiza, en cuya carta no figuran ni el danbauk –arroz con curri y pollo– ni las lentejas rojas (masoor dal).

Abdullah ejerce de secretario organizador de la Asociación Cultural y Humanitaria de Bangladés, que busca estrechar los vínculos con Cataluña. Un domingo de abril lo pone en práctica en la plaza Dels Àngels, donde tiene lugar el Poyela Boishakh –su año nuevo–, que congrega a centenares de nativos que cantan, bailan y ofrecen productos tradicionales a vecinos y transeúntes. No menos coloristas son las actividades que organiza la Asociación de Mujeres de Bangladés en Cataluña, que permiten conocer de cerca algunas tradiciones marcadas en el calendario como el Pitha Utshob, con el que se da la bienvenida al invierno; o la conmemoración, el 26 de marzo, de la independencia (Shadhinôta Dibôs). Para Mehetal Haque, presidenta de la entidad y esposa de Nabinul, son ocasiones para demostrar que no son “tan cerrados como parece”.

La voluntad de integrarse en la sociedad catalana no está reñida con la defensa de la cultura propia, y es por esta razón por lo que los viernes y los sábados se enseña a pequeños y a jóvenes el bangla en la Escola Pia Sant Antoni. Este idioma milenario, el sexto más hablado del mundo, ocupa un espacio destacado en los libros de historia. El 21 de febrero de 1952 miles de personas se manifestaban en la capital, Daca, en favor de los derechos lingüísticos de su pueblo, y Pakistán –que desde la partición de la India controlaba el territorio y había impuesto el urdú como única lengua oficial– respondió con una matanza. Este día, declarado por la Unesco Día Internacional de la Lengua Materna, los bangladesíes de Barcelona salen nuevamente a la calle para recordar, depositar algún presente en el monumento que se coloca ante el MACBA, y corear juntos al compás de unos armonios el Amar sonar bangla, el himno nacional con letra del poeta Rabindranath Tagore.

No hay que saber leer bangla para distinguir su escritura. Mirando el rótulo de los comercios es como se averigua dónde residen la mayoría de bengalíes. Recomiendo acceder a la barriada del Pedró, en el Raval, por la calle de la Cera y hacer el experimento: el bazar Aalif, el bar Bangla Spice, los colmados Malik y Naba Express (sí, se lee “productos de Pilipinas [sic] y Thailandia”)… En un establecimiento de la calle de la Botella se envía dinero y se recargan móviles, y otras tiendas de conveniencia de los alrededores despachan hasta la madrugada. Los musulmanes suníes naturales de Bangladés acuden diariamente a la mezquita Shah Jalal Jame de la calle de la Riereta, donde muchos hombres llevan puesta la gorra típica (tupi). Sus mujeres, que rezan por separado, van –si es que van– los domingos, cubiertas de cuerpo entero con un shalwar kameez. El tiempo restante, unos y otras, al contrario de los pakistaníes, visten indumentaria occidental.

En zonas más transitadas, como la ronda de Sant Pau, los negocios se dirigen más a los turistas. En La Alhambra, el Diamante y el Kalab Ghar ofrecen especialidades turcas y paellas, y en la rambla del Raval, pese a que pueda sorprender, el Istanbul Kebab, el Fragua Grill, el italiano Toscana y La Reina del Raval son de dueños bangladesíes. Sin embargo, las mejores críticas se las lleva el Tandoori Nights de la calle de las Carretes, quizás porque la cocina hindú que allí se elabora les resulta bastante más familiar a los cocineros bengalíes que los dürüm y la tortilla de patatas.

Los hijos de la diáspora

Si ha habido un lugar maltratado por la historia, este es la empequeñecida Armenia, invadida por los romanos, los bizantinos, los persas, los otomanos y los rusos. Privada de un acceso al mar y con una economía depauperada, sus habitantes han protagonizado una de las mayores diásporas de la era moderna. Se calcula que ocho millones de armenios viven fuera de Armenia; en Barcelona, unos pocos miles. Aquí, muchos han encontrado un balón de oxigeno para reponerse económicamente y prosperar profesionalmente. Es el caso de Babken Karaxjan, a quien es frecuente ver en bancos de la Via Júlia jugando a cartas con otros paisanos. Son personas que vinieron solas a finales de los noventa y que lo han pasado bastante mal, asumiendo trabajos duros y, algunos, incluso, durmiendo en la calle. Con las reformas legislativas posteriores muchos obtuvieron papeles; su situación mejoró y pudieron traer a sus familias.

Foto: Dani Codina

Los hermanos Frunz y Tigran Manukyan regentan una tienda de fotografía e informática en el paseo de Verdum.
Foto: Dani Codina

Martik Matinyan, de cuarenta y seis años y con dos carreras, vivía en Sant Petersburgo y ni se planteó regresar a su tierra: “Un país rodeado por países musulmanes al que los alimentos tenían que transportarse por avión no podía hacer otra cosa que hundirse”, relata. Le gustaba Barcelona y el Barça, quiso probar suerte como empresario de la construcción y le fue bastante bien hasta que topó con la crisis. Ahora es el encargado de un local de paintball láser, y cuando puede echa una mano a sus conciudadanos. Animó a los hermanos Frunz y Tigran Manukyan para que pusieran en marcha de nuevo una tienda de fotografía del paseo de Verdum, últimamente más orientada a la informática. A un local de enfrente se ha trasladado el club de lucha olímpica Hayastan, donde el campeón de Europa de grecorromana Movses Karapetyan y su hijo enseñan un deporte tan popular en la república caucásica como el ajedrez.

Antes que ninguna otra nación, en el año 301, Armenia declaró el cristianismo religión oficial y fundó su propia iglesia. Pese a que los residentes en Barcelona profesan esta fe, no la practican con asiduidad, y solo algunos se limitan a ir una vez al mes a la misa que se celebra para ellos en la parroquia de la Mare de Déu dels Àngels. Otras fechas señaladas son el 21 de septiembre –Día de la Independencia–, en que la Asociación Cultural Armenia de Barcelona programa actos lúdicos, y sobre todo el 24 de abril, cuando se recuerda el genocidio perpetrado por los turcos en 1915 con concentraciones en el centro y ofrendas a la cruz de piedra (jachkar) erigida en 2009 en la avenida del Estadi, en Montjuïc.

Foto: Dani Codina

En el barrio de Porta, en el distrito de Nou Barris, Erik Melik-Stepanyan rige el Ararat, un establecimiento especializado en productos alimentarios armenios.
Foto: Dani Codina

Aquella tragedia es “una herida no cerrada”, asegura Sarkis Hakobyan, de la Asociación de Armenia en Cataluña, con sede en Santa Coloma. “Y perdura en los hogares, donde se transmite a los hijos para que comprendan la importancia de preservar su identidad”. Los padres de Erik Melik-Stepanyan y su hermana Elina les llaman la atención si les oyen conversar en español. “Lo entendemos –admite ella–, porque, si no hablamos en armenio, las próximas generaciones lo desconocerán”. Erik tiene veinte años y regenta un establecimiento del barrio de Porta, Ararat, con estanterías repletas de vinos y salsas armenias, verduras en conserva y encurtidas con las que se elaboran las tolma –hojas de parra o de col enrolladas y rellenas de carne de cordero picada– y el contundente jash, una sopa que tiene como principal ingrediente las pezuñas de vaca cocidas. No demasiado lejos, una madre y una hija armenias de Tjumen (Rusia) regentan una tienda en Vilapicina, URSS-CCCP, que en parte se abastece con productos de Nagorno Karabakh –de donde la familia es originaria– y confituras, cervezas y coñac de Erevan.

Huyendo de un ambiente malsano

“No todo lo que dicen de allí es cierto”, me comenta Jorge Irias al poco de presentarnos. “Pero casi”, añade. Jorge es el responsable de la multitudinaria fiesta que se monta a finales de verano en el Poble Espanyol y que reúne a miles de catrachos (hondureños), que celebran juntos el Día de la Independencia. Mucho menos concurrida, pero igualmente significativa, es la procesión que tiene lugar cada 3 de febrero en el Poble-sec en honor de la virgen de Suyapa. De la sede de la Asociación Cultural Social de Arte Culinario de Honduras y Amigos en Cataluña, en la calle Murillo, sale a hombros la figura en un desfile litúrgico que recorre algunas calles y que acaba en el Centro Cívico El Sortidor. Es precisamente en este equipamiento donde los sábados más de un centenar de hondureñas y cuatro varones contados aprenden catalán. Es el colectivo foráneo que más se apunta a los cursos del Centro de Normalización Lingüística.

De los ocho mil hondureños censados en Barcelona, un 72,6 % son mujeres. Ellas –mucho más formadas– son las primeras en querer alejarse de aquel ambiente malsano que se respira en Honduras, con altos índices de absentismo escolar y donde las bandas y los narcos campan a placer, secuestran, extorsionan y asesinan. En el año 2016 se registraron 5.150 homicidios (4.680 víctimas fueron hombres); los departamentos de Cortés y Atlántida –de donde es Jorge– se llevaron la palma. Él vino en 1984, en plena fiebre preolímpica, cuando en Honduras el problema era la contra (la guerrilla contrarrevolucionaria nicaragüense, que tenía su base allí). “Yo era perito mercantil –informa–; no había tocado nunca un ladrillo”. Pasadas tres décadas sigue impermeabilizando terrados y reformando cocinas, baños y fachadas. “Desde que estoy en Barcelona –explica– han venido trescientos familiares”. Así, gracias al efecto llamada, es como ha crecido esta comunidad, la más numerosa entre las extranjeras en siete de los trece barrios del distrito de Nou Barris, y la que más demandas de refugio solicita; peticiones que acostumbran a concederse en seis meses.

Foto: Dani Codina

El hondureño Wilson Hernández y su esposa ecuatoriana regentan un supermercado con amplia oferta de productos latinoamericanos en el barrio de Verdum.
Foto: Dani Codina

En una cafetería de la calle Almansa, en el barrio de Verdum, donde venden espumillas –un dulce tradicional de Honduras– he conocido a Gabriela Padilla, de tan solo veinticinco años, que se dedica a la limpiar casas porque en Tegucigalpa, donde ha dejado a su madre y a su hijo, le resultaba imposible encontrar un trabajo. “No me da para traerlos aquí”, confiesa, resignada. Un poco más arriba Wilson Hernández y su mujer ecuatoriana tienen un colmado con mucho género de procedencia hondureña: desde camotes (un tipo de boniato) y patastillos (un tubérculo parecido a la patata), hasta semitas –una delicia azucarada–, tabletas de coco, frijoles licuados, maíz en polvo y vinagre de piña. Él trabajaba en una empresa textil de San Pedro Sula –la capital industrial– y se hartó de ser atracado los viernes, el día en que los empleados cobraban.

En la barra de Zona Hondureña, en Prosperitat, Gerson Miguel Hernández, que sobrevive haciendo todo tipo de “trabajillos”, reconoce que se lo pensará dos y tres veces antes de volver a su país. “Cuando te informan de que te han matado a ese o aquel amigo, se te pasan las ganas”. El propietario del restaurante, Adelmo Trejo, estuvo tres veces a punto de perder la vida. “¿Y sabes por qué? Por un teléfono móvil” (celular, dice, tal como se los conoce en Honduras). Me lo cuenta mientras su mujer, Carla Cortés, prepara baleadas, catrachitas y carne asada para los comensales que toman un refresco de tamarindo mientras esperan los platos.

Según Jorge, muchos centroamericanos intentan entrar en Estados Unidos pero los deportan en aviones enteros, y cuando eso ocurre Europa es la única alternativa. Son hondureños de Tegucigalpa, de la industrial San Pedro Sula, de Olancho… Los hay de piel blanca y rubios (de Santa Bárbara), negros garífunas (de La Ceiba), lencas (de Lempira) o misquitos (del cabo Gracias a Dios). Y todos, sin excluir a ninguno, comparten un mismo anhelo con el resto de inmigrantes que han contribuido a transformar nuestra ciudad: sentir suya Barcelona.

El exotismo que a todos enriquece

Barcelona tiene menos habitantes que París, pero una cantidad similar de inmigrantes, procedentes de todos los continentes. La ciudad y su área de influencia han sido unas anfitrionas muy buenas: esta evolución nos ha enriquecido a todos.

© Andreu

Un lugar fascinante y poco conocido de París es Little Jaffna, a rebosar de comercios de Sri Lanka. Recorrer la Rue du Faubourg-Saint-Denis no tiene precio. Pero el choque cultural que me había causado años atrás coger el metro de la capital francesa o pasear por La Goutte d’Or se ha mitigado durante esta visita más reciente al quartier cingalés. La razón: Barcelona, con menos habitantes que París y una cantidad parecida de inmigrantes. Mi ciudad ha cambiado mucho y lo ha hecho muy rápidamente (ha pasado de un 1,9% de extranjeros empadronados en 1996 a más de un 17% en 2013), conformando un mosaico de etnias diferentes que no se limita a solo cuatro barrios. En algunos, sin embargo, la tendencia a agruparse es evidente. Y en otros que no lo es tanto, podría serlo muy pronto.

Los nombres Rawal o Ravalkistán definen con acierto cuál es la población recién llegada que predomina en el antiguo Barrio Chino. Paquistaníes del Punyab y del Cachemir lo han hecho suyo, y son ya tantos, que muchos han tenido que buscar otros destinos: el Besòs, el vecino Poble-sec o Trinitat Vella. Quien no libera móviles en la calle de Sant Pau, corta el pelo por cuatro euros en la calle de las Carretes, se sienta contemplativamente en un banco de la rambla del Raval o despacha detrás del mostrador de una carnicería halal. En Tejidos Orientales (Hospital, 88), se venden saris y salwar kameezes. Más arriba, Kami Bismillah tiene su pequeño imperio, del que destaca un local excelente de kebabs (Joaquín Costa, 22). Posee también un locutorio que va de baja y una de las muchas pastelerías que exhiben gulab jaman y porciones de barfi en las vitrinas. Restaurantes pakistaníes como el histórico Shalimar (Carme, 71) ocultan su verdadera procedencia y anuncian a los cuatro vientos que preparan “cocina india”. No es el caso del Zeeshan Kebabish (Marquès de Barberà, 26), de fama merecida, y que incluye especialidades de Karachi y Lahore: haleem, nihari y karhi pakora. De postres, me traen ras malai y un batido de mango servido en un vaso que parece salido del arca perdida. “La gente, cuando entra, entra en su casa”, me dice Javed Munir, el dueño. Y me lo creo: todo son buenas caras y estómagos satisfechos.

© Montse García
La pastelería y panadería Ayub, en el número 95 de la calle del Hospital.

El Raval sur es una caja de sorpresas. Sin hacer ruido, otra comunidad, proveniente de Bangladés, se ha instalado últimamente. Los bengalíes han abierto fruterías en las calles de la Cera y de Sant Antoni Abat, se han quedado bares de españoles y disponen de una mezquita, Baba Jalal Shah (Riereta, 16). Este y el resto de los lugares de culto de los musulmanes se llenan durante la oración de los viernes y por el Ramadán, y son de libre acceso siempre que se cumplan ciertas normas. También el templo sij Gurudwara Gurdarshan Sahib (Hospital, 97), donde me reciben con un dulce (kara parshad) y un cartel que alerta que se es bienvenido “si antes no se ha consumido alcohol, tabaco, drogas y carne animal” y si no se lleva ninguna de esas sustancias  en los bolsillos. Aquí comienza y culmina cada abril la procesión con motivo del vaishaki, la fiesta del bautismo, que deja a su paso una alfombra inmensa de pétalos de rosa.

FilCo, territorio filipino

Los domingos, adonde hay que acercarse es a la parroquia de Sant Agustí. La “catedral de los pobres” celebra, mañana y tarde, misa en tagalo. Ese día, la plaza se inunda de feligreses que, acabada la Eucaristía, regresan a su territorio, el llamado Triángulo de Poniente (ronda de Sant Antoni-Joaquín Costa-Riera Alta), renombrado por los filipinos de forma extraña: FilCo. Residen más de cuatro mil. Algunos oriundos de estas islas del Pacífico compran en el Filipino Foods (Peu de la Creu, 17) o en el take-away Pinoy Fiesta, justo enfrente. Otros acuden a casas de empeño, y los más jóvenes demuestran sus aptitudes en la pista de baloncesto de Valldonzella. Media docena de tabernas cocinan platos típicos: crispy pata, adobo y pancit. El Tropical (Paloma, 19) es el más antiguo. Un poco más allá, una panadería de 1848, La Valenciana (Paloma, 18), optó hace cinco años por vender pan de sal, monay pinoy y pan de coco, a pesar de que los propietarios sean naturales de Chella.

Desde Filipinas habían emigrado los primeros chinos que acogió Barcelona en el núcleo de chabolas de Pekín, ya desaparecido. Hoy unos dieciséis mil, la mayoría de la región de Qingtian, viven entre nosotros. Regentan bares sin encanto, bazares y centros de estética; en los entornos de Trafalgar hacen la competencia a mayoristas catalanes del textil, y de noche personas adineradas juegan al mahjong en cantinas clandestinas. En el Bon Pastor y en Montigalà (Badalona), cuentan con grandes polígonos donde familias gitanas se aprovisionan de productos a precios de saldo. Y en el Fondo (Santa Coloma) y en Fort Pienc, han creado pequeñas empresas para su propia subsistencia: autoescuelas, oficinas jurídicas, agencias de viajes e inmobiliarias. El Chinatown del Eixample es cada vez más extenso: en las calles de Alí Bei, Nàpols y Roger de Flor se suceden las tiendas con rótulos con caracteres chinos: zapaterías, floristerías, tiendas de moda coreana, estudios de fotografía y supermercados. En Yang Kuang (paseo de Sant Joan, 12) cuesta escoger entre tantos fideos, verduras, salsas y congelados. Encuentro medusas, palomitas de sésamo, lichis deshidratados y tarros de mango en almíbar. Y en la ferretería Panda Decoración (paseo de Sant Joan, 10) se hace realidad el sueño de cualquier manitas. A todas horas, asiáticos y autóctonos abarrotan el restaurante Chen Ji (Alí Bei, 65): confirmo que preparan unas magníficas crestas (guo tie).

© Montse García
La Fonda Paisa, restaurante colombiano de Diagonal, 332.

Los colombianos se hacen notar en el Eixample

El Eixample no está al alcance de todo el mundo, pero mientras se lo puedan permitir, los colombianos están decididos a hacerse notar. En uno de los barrios más turísticos, la Sagrada Família, muchos se han establecido como vecinos, y muchos otros peregrinan a él con el estómago vacío. Una parada obligada es Colombia Pan (Rosselló, 396), una panadería de un catalán que se enamoró del país sudamericano y en el que es costumbre desayunar pandebono, brazos de reina rellenos de arequipe o una porción de torta negra. Dos horas más tarde hay clientes a quienes, incomprensiblemente, les entra hambre, y lo más normal es que pidan una bandeja paisa, pantagruélica, en alguno de los restaurantes colombianos que proliferan cerca del templo. La Fonda Paisa, en los bajos de la Casa Planells (Diagonal, 332) es, seguramente, el más auténtico. “Comemos con desmesura, pero las chicas se operan y listos. Y si no, se enfajan”, admite una dependienta de Jaco Jeans (Lepant, 293), que se harta de vender a colombianas corsés y levantacolas, unos tejanos que resaltan los glúteos. Areperías, autoservicios latinos, peluquerías y clínicas dentales también afloran en las calles de Lepant y Cartagena.

Los dominicanos, que se habían visto obligados a marcharse de Santa Caterina, están abandonando ahora una calle de moda, la de Blai, en el Poble-sec. Los caribeños emigran a L’Hospitalet, donde llegaron con anterioridad ecuatorianos y bolivianos, a barrios que no se diferencian mucho de los de Cochabamba o Guayaquil (la Torrassa, la Florida, Collblanc), repletos de salteñerías. En Barcelona, el traslado del consulado boliviano cerca de Urquinaona ha generado nueva vida comercial. Mientras como una sopa de maní en medio de rostros quechuas, en un comedor escondido dentro de un señor supermercado, repaso la lista de descubrimientos pendientes: los negocios rumanos junto a la Modelo, la pequeña Armenia de la Prosperitat, Porta y Trinitat Nova, las viviendas ocupadas por nigerianos y ganeses en la zona norte… Y me doy cuenta de que la ciudad y su área de influencia han demostrado ser unas anfitrionas muy buenas. De paso, todos nos hemos enriquecido. Que nada lo detenga.

Vidas privadas de la Barcelona burguesa

Llibre vides privades

Vidas privadas de la Barcelona burguesa

Lluís Permanyer

Angle Editorial

Barcelona, 2011

272 páginas

En una de las más de doscientas instantáneas reunidas en Vidas privadas de la Barcelona burguesa, el famoso retratista Pau Audouard muestra al industrial del chocolate y también excelente fotógrafo Antoni Amatller comiendo con su hija Teresa, mientras una doncella les sirve y otra contempla la escena, en el suntuoso comedor de la casa del Passeig de Gràcia que lleva el nombre de la familia y la firma de Puig i Cadafalch. En una segunda foto los mismos protagonistas son transportados por el desierto egipcio durante un viaje de placer que solo ellos y unos pocos podían permitirse.

Las imágenes, rescatadas de archivos particulares, nos revelan cómo la gente de buena familia, por más que se implicase política y socialmente en el día a día, vivía su propia cotidianidad con un fuerte sentido de clase. Probablemente esto se acentuó aún más con la demolición de las murallas: si ya había una distancia mental con respecto a quienes pasaban penurias, ahora se sumaría una distancia física. La burguesía no era quien más había sufrido la asfixia de residir en una de las ciudades más densas y a la vez insalubres de Europa; con todo, tiró del carro, interesada, cómo no, en sacar réditos. Tenía ante sí 200.000 hectáreas o, lo que es lo mismo, una nueva ciudad que la recibiría con los brazos abiertos. Era una oportunidad demasiado tentadora para dejarla escapar.

El resultado se explica en este volumen, amable de principio a fin, y que nos descubre intimidades, costumbres muy arraigadas, algunas excentricidades y presencias inesperadas (¡no me digan que ver a Pau Casals con un puro en una mano y una raqueta en la otra no es una rareza!).

En otro libro reciente, publicado con motivo del 150 aniversario del Plan Cerdà, Lluís Permanyer no se había mordido la lengua a la hora de juzgar el papel que desempeñó la burguesía durante el proceso de selección del proyecto para el Eixample. Había recibido la propuesta del ingeniero con absoluto menosprecio, aduciendo razones estéticas y urbanísticas que rozaban en algunos casos el absurdo. Pero, en realidad, lo que más le preocupaba era que el igualitarismo que propugnaba un socialista utópico como Ildefons Cerdà, decidido a priorizar la calidad de vida de los ciudadanos sin distinciones, pusiese en peligro sus ansias especuladoras.

Cuando Vidas privadas de la Barcelona burguesa toma el relevo, ya nadie discute una reforma que, pese a no haber tenido en cuenta las ideas más visionarias de Cerdà, por lo menos había sabido preservar una de las bondades del territorio: aquello no era ni sería nunca la Bonanova. Se construyeron mansiones y palacetes junto a modestas viviendas de alquiler, algunas industrias y numerosos comercios. La interacción entre ciudadanos desiguales era inevitable, lo que alimentó, sin duda, los deseos de presumir de un espacio celosamente reservado a amigos y parientes: la casa. A ello contribuyó el Modernismo, que daba pie a hacer gala de los flamantes edificios decorados según la tendencia emergente. Permanyer pone como ejemplo la tribuna o mirador, un invento arquitectónico perfecto para observar y ser observado, y la portería o vestíbulo, cargado de detalles hasta la desmesura y, qué coincidencia, último espacio en el que se permitía al intruso curiosear.

Si el Eixample (como la Rambla), sus avenidas y las pomposas fachadas firmadas por afamados profesionales fueron idóneos para que la burguesía se proyectase públicamente y actuase como tal (si era preciso, pasando al castellano en conversaciones de calle, o luciendo a la amante en la ópera), el ámbito privado pasaría a ser al mismo tiempo el mejor escenario para poner en práctica los rituales propios de sus obligaciones de clase (contratar nodrizas, recibir visitas en el salón o tener un piano, que no quería decir tocarlo) y su moral religiosa (enviar a la tía de carabina para tener controlados a los hijos o invitar a un pobre a comer a casa el día de Navidad).

De puertas adentro, imperaban, pues, las formas, aunque en muchos hogares se concedían licencias. Por simple diversión los señores y las señoras se prestaban a actuar en representaciones teatrales solo aptas para la familia y las amistades, y organizaban a menudo bailes de disfraces o sesiones de espiritismo. Pero más que saber qué encontrarían en el más allá, lo que les les preocupaba era si conservarían el estatus. Tanto es así que La Vanguardia, como recuerda Permanyer, se convirtió en el diario “en el que estaba obligado morirse”: las esquelas, cuanto más grandes mejor, pasaron a ocupar durante años las primeras páginas del rotativo, relegando a la quinta o a la séptima las verdaderas noticias de portada.