Acerca de Ramon Solsona

Escritor

La servidumbre del servicio militar

El Ejército español arrastra un descrédito, difícilmente reparable, que se ganó a pulso a lo largo de todo el siglo xx. Las posibles virtudes de la milicia están enaltecidas hiperbólicamente por una retórica de cartón piedra, y desmentidas por los abusos cometidos en nombre de la disciplina, la obediencia y el honor.

Foto: Robert Ramos

Desfile del Día de las Fuerzas Armadas de 1981 por la Diagonal.
Foto: Robert Ramos

El gran fracaso de la Guerra Civil –la guerra, en el lenguaje coloquial– fue prolongar la persecución vengativa de los derrotados ejecutada por los militares, sin gestos de clemencia y reconciliación. Tras cuatro décadas como pilar de la dictadura, ¿quién siente aprecio por el Ejército español, hoy?

No se habla todo lo que se debiera de la cabronada de hacer cumplir un servicio militar obligatorio más largo del habitual a los muchachos que habían luchado en el bando republicano. Mientras que los ganadores quedaban exentos, los vencidos sufrieron el escarnio disciplinario e ideológico del mismo ejército que les había derrotado. Entre la guerra y el servicio añadido, una amplia franja de jóvenes catalanes perdieron cinco, seis y siete años de su vida. La milicia les robó la juventud.

A mi padre, de la primera Quinta del Biberón, le castigaron a cumplir servicio en Castilla y, en la misma estación de tren de Valladolid, un oficial advirtió: “Al primero que oiga hablar en catalán, ¡lo mato!” El odio anticatalán, la amenaza de un poder armado que te vigila y te acusa, la supremacía del estamento militar por encima de la justicia y la democracia, el miedo que generaban unos cuerpos represivos –policía, ejercito, judicatura, funcionariado hostil, etc.– que eran juez y parte: todo esto lo viví durante mi infancia y juventud.

Yo hice las milicias universitarias, que era un sistema de mili a plazos para no tener que interrumpir los estudios. Corría el año 1970, un tiempo después de aquel Mayo del 68 que tenía a las cúpulas política y militar en una histeria permanente. Las masas de jóvenes, sobre todo de estudiantes, eran peligrosas. Vestidos aún de civil y con las barbas y cabelleras enmarañadas de la época, nos hicieron saber que “no se puede ni parpadear estando firmes” y, en esta postura catatónica, nos leyeron unos extractos del código de justicia militar en que se repetía la frase “será pasado por las armas”. Era un trámite preceptivo y una advertencia: os los tenemos bien cogidos.

Seguíamos estudiando la carrera y haciendo vida civil, pero con un tramo de mili por completar y, por tanto, sujetos a la jurisdicción militar. Si te pillaban en una manifestación o con propaganda de la llamada subversiva, acababas en un consejo de guerra, que es el bonito nombre de los juicios militares. O te enviaban a hacer la mili en destinos malditos como represalia. Estabas expuesto en cualquier momento, podían cogerte y acusarte de cualquier cosa. Sobre todo en la vieja Universidad de Barcelona donde yo estudiaba y donde la irrupción de la policía –los grises de triste memoria– era constante para arrancar carteles, disolver una asamblea o por simple rutina. Repartían leña y detenían al tuntún. Nadie estaba seguro y los que teníamos las milicias a medio hacer los llevábamos siempre por corbata. Las dictaduras se basan en eso, en sembrar el miedo.

Yo hice un servicio militar tan absurdo, inútil y desprestigiado como el de las generaciones anteriores, pero con un factor global nuevo. En los años sesenta y setenta estalló una revuelta juvenil universitaria en todo el mundo, movimientos en pro de los derechos civiles, formas de vida alternativa y antiautoritaria, y un rechazo frontal al militarismo. La canción de protesta abominaba de la guerra del Vietnam y propagaba el anhelo pacifista. Yo aún hice la mili con la contradicción de cantar el himno de la Infantería –necrófilo y pasado de vueltas, como todos los himnos militares– cada sábado antes de salir de permiso, y cantar con los amigos y en los festivales de folk Diguem no, Soldat universal, Blowin’ in the wind o Le déserteur. Y hacíamos cola en los cines de arte y ensayo para ver películas antimilitaristas. Con un fusil en las manos te sentías enemigo del pueblo y te planteabas si, llegado el caso, obedecerías órdenes contrarias a los ideales de paz y libertad.

Foto: Robert Ramos

Manifestación ante el Gobierno Militar, al final de la Rambla, pidiendo la libertad de los objetores e insumisos detenidos, el 6 de marzo de 1979.
Foto: Robert Ramos

El servicio militar fue contestado por la generación siguiente. Recuerdo a Pepe Beunza, pionero valiente de una objeción de conciencia que unos años más tarde hizo visible el antimilitarismo con movimientos como Mili-KK, que luchaban de forma desacomplejada contra la interferencia militar –secuestro, lo llamaban y con razón– en la vida de los chicos. Hasta que la mili dejó de ser obligatoria. La situación era ya insostenible, nadie quería saber nada del ejército, y aún menos de aquel ejército tan contaminado.

Hasta que Narcís Serra no modernizó las fuerzas armadas con una organización totalmente nueva y más profesional, la vieja y totalitaria jerarquía militar tuvo la democracia cogida por el pescuezo. De hecho, la Constitución fue redactada con las bayonetas en la nuca. Cuando se logró supeditar el ejército al poder civil, la derecha política heredó el discurso ultraespañol, rancio, imperioso, intolerante, uniformador y netamente franquista, y se escoró hacia la ultraderecha en lugar de convertirse en la derecha homologable de una democracia europea que España no ha tenido nunca.

Los mandos militares de hoy son hombres –y alguna mujer– de nivel universitario, intelectualmente bien preparados y teóricamente comprometidos con los valores democráticos. Dirigen una tropa reducida de pocas vocaciones autóctonas que acepta hispanoamericanos deseosos de obtener la nacionalidad española. Ecuatorianos, bolivianos, panameños y guatemaltecos son soldados obedientes que cantan todo lo que les hacen cantar y juran todo lo que les hacen jurar. A mí también me hicieron jurar que daría la vida por defender una bandera que a mí no me defiende, sino que me ataca y me hiere. Tiene más sentido lo que gritaban los soldados de los últimos años de mili obligatoria. Cuando les exhortaban con el grito de “¡Viva España!”, en lugar de contestar “¡Viva!”, decían “¡Birra!”

Las posibles virtudes de la milicia –altruismo, sacrificio, lealtad, rectitud moral, compañerismo, espíritu de superación, compromiso con la paz, etc.– están enaltecidas hiperbólicamente por una retórica hinchada, de cartón piedra, y desmentidas por la realidad de los abusos cometidos en nombre de la disciplina, la obediencia y el honor. Es difícil pararlos porque los militares funcionan de forma autónoma, se protegen con murallas legales y prerrogativas al margen de la sociedad civil, es decir, de la sociedad. Los cuarteles de hoy son aún refugios de extralimitaciones, novatadas, chantajes entre soldados, humillaciones… Y son baluartes de la homofobia y el machismo más rampantes.

Cuando Rafael Nadal fue eliminado de los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro, el Ejército de Tierra español emitió un tuit antológico en apoyo del tenista extraído de un elogio de Camilo José Cela de 1949 al funesto general fascista Millán Astray: “La guerra no es triste porque levanta las almas, porque nos enseña que fuera de la Bandera [sic, en mayúscula], nada, ni aun la vida, importa. Gracias, Rafa”. La intempestiva revitalización de la vieja retórica, con aromas de Una, grande y libre, revela que subsiste el poso de un discurso militar retro, pero causó tal escándalo que el Ejército retiró el tuit y pidió disculpas. Que se sienta obligado a pedir perdón es fruto de un cambio social profundo.

En conclusión: 1) El Ejército español arrastra un descrédito ganado a pulso a lo largo, como mínimo, de todo el siglo xx, y difícilmente reparable, y 2) La sociedad tiene un fuerte sentimiento antibelicista. Hoy la gente ya no está para desfiles, uniformes, entorchados, medallas, himnos, arengas ni Banderas con mayúscula. Hay cosas mucho más importantes. ¡Birra!