Acerca de Sergi Doria

Periodista

Ruiz Zafón y el canon literario barcelonés

La sombra del viento recrea una urbe gótica con las artes propias del mundo audiovisual. En sus páginas, que tienen como referentes los grandes autores que posaron antes su mirada sobre Barcelona, el espíritu de la ciudad toma un vuelo universal.

Carlos Ruiz Zafón puso en 2001 a la gran novela de Barcelona en la órbita del best seller con La sombra del viento. Sus méritos: entroncar con la narrativa de tradición realista para imaginar una ciudad gótica con las artes del audiovisual. El escritor no persigue un rigor histórico, sino crear atmósferas inolvidables. La Rambla se nos aparece bajo “un sol de vapor” que se derrama “en una guirnalda de cobre líquido”.

© Manel Andreu

© Manel Andreu

Barcelona y sus misterios, como el folletín que Antonio Altadill popularizó en el último tercio del XIX. Dragones modernistas de hierro forjado: brumosas historias de melancolía y desasosiego. Topografía: pétreo Barri Gòtic, salobre Ribera, nocturno Raval, gaudiniana Sagrada Família, torres burguesas en Pedralbes, Sarrià o el Tibidabo; Montjuïc, con su castillo y su cementerio mirando al mar. Del canon barcelonés, Ruiz Zafón subraya títulos en lengua catalana como La fiebre del oro, de Narcís Oller: la Barcelona del Bolsín y la ambición financiera en la primera gran novela de una Ciudad Condal en tránsito hacia una modernidad que va de 1892 a 1992; y también La Plaza del Diamante y Espejo roto, de Mercè Rodoreda: confidencias cotidianas entre visillos de posguerra.

De la literatura barcelonesa en castellano, La verdad sobre el caso Savolta, de Mendoza, o la Rosa de Fuego del pistolerismo… Aunque confiesa que la historia que más le ha impactado es Nada, de Carmen Laforet, porque “captura un cierto aire de la Barcelona intangible”. No es casualidad, a modo de homenaje, que la ganadora del primer Nadal viera la luz en mayo del 45 y La sombra del viento arranque precisamente en verano de ese año. La profunda impresión de Andrea al llegar a una Estación de Francia donde nadie la espera podría equipararse al Daniel Sempere que se adentra en una Barcelona enigmática; ambos perciben la húmeda atmósfera del misterio, que sobrecoge y atrae. Escribe Laforet: “Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad. Una masa de casas dormidas; de establecimientos cerrados; de faroles como centinelas borrachos de soledad”.

Sensibilidad de la soledad equiparable a las heroínas de Rodoreda y su particular forma de metabolizar colores, olores y objetos olvidados entre sombras del pasado. En cuanto a Eduardo Mendoza, su humor paródico de los detectives cripticocríticos palpita en el locuaz y picaresco Romero de Torres, “asesor bibliográfico” de la librería Sempere que combate con irónica erudición el ácido reflujo de una memoria personal inquietante.

Ruiz Zafón destaca también la obra de Juan Marsé y, por su valor documental, Mariona Rebull y El viudo Rius, de Ignacio Agustí. El viudo Rius encarna al fabricante textil barcelonés que consume sus días entre balances del proteccionismo económico –tema que aborda también Oller– y la obsesión por una mujer. Lo vemos acompañar a su hijo Desiderio a los escolapios de Sarrià, que están muy cerca de los jesuitas, donde el autor de La sombra del viento estudió y quiso que estudiara Julián Carax: “La fachada, salpicada de ventanales en forma de puñal, recortaba los perfiles de un palacio gótico de ladrillo rojo, suspendido en arcos y torreones que asomaban sobre un platanar de aristas catedralicias”. En ese colegio burgués, Ruiz Zafón conjuga secretos familiares con la ironía mendocina de las criptas embrujadas: “En sus buenos tiempos, digamos que entre 1880 y 1930 más o menos […] acogía a la crema de los niñatos de rancia alcurnia y bolsa sonante”.

Los pasajes y paisajes que atraviesa el nuevo rico Gil Foix de La fiebre del oro –calle Ample, plaza del Palau, la Llotja, la Ciutadella de la Exposición de 1888 y también la montaña de Montjuïc– enmarcan la Barcelona de Ruiz Zafón y la de Eduardo Mendoza. El primero mueve sus intrigas en esa topografía y el Mendoza de La ciudad de los prodigios da el nombre de Delfina –el mismo de la hija de Gil Foix– a la chica de la pensión donde Onofre Bouvila inicia su escalada crematística.

Teniendo como referentes a esos autores en catalán o en castellano, Ruiz Zafón pretende compartir la “mirada” sobre una Barcelona solo posible en la literatura; identificarnos con las sensaciones de sus personajes. Un ejercicio que no debe confundirse con una forma de nostalgia que se le antoja peligrosa e inexacta.

Más autores predilectos, más allá del canon barcelonés: Charles Dickens y Stephen King. La conexión folletinesca y el misterio “monstruoso” nos conducen hasta el borgeano Cementerio de los Libros Olvidados bajo la luz macilenta de la calle Arc del Teatre; allí, el impulso del buscador de tesoros empuja a Daniel Sempere hacia el libro que rubricó Julián Carax, aquel escritor maldito: “Hubo un tiempo, de niño, en que quizá por haber crecido rodeado de libros y libreros decidí que quería ser novelista y llevar una vida de melodrama”. El espíritu de esa Barcelona eterna y sugestiva aletea, hasta alcanzar un vuelo universal, en las páginas de La sombra del viento.

Baños de mar

Baños de mar

Baños de mar

Paco Villar

Ayuntamiento de Barcelona

Barcelona, 2011

214 páginas

Paco Villar comenzó en 1989 a indagar en las historias de Barcelona con sus reportajes de El Periódico sobre el casino de l’Arrabassada, la Avenida de la Luz, el Café de Marsella y su leyenda de absenta, o los viejos cafés. La simiente periodística fructificó durante una década en una obra de referencia: Historia y leyenda del Barrio Chino. Investigador concienzudo, Villar dedicó otros diez años a La ciudad de los cafés (1750-1880), primera entrega sobre las humeantes ágoras de la socialización ciudadana.

Nuestro cronista evoca en Baños de mar la mañana del 22 de noviembre de 1990: la piqueta pulverizó los baños de Sant Miquel, último refugio de la memoria balnearia. Antes de los baños de Sant Miquel habían “caído” sus antiguos competidores. En los Orientales, una treintena de mujeres se aferraron a las rejas, pero la policía las desalojó sin contemplaciones… No era un día propicio para el baño. Amenazaba lluvia y mientras las máquinas arrasaban El Astillero y los dos restaurantes contiguos, sobrevino un aguacero que dejó tras de sí un paisaje de silencio y cascotes encharcados.

La batalla por la playa había comenzado a finales del siglo XVIII, cuando los higienistas rompieron con el diktat puritano de que los baños de agua de mar eran perniciosos para la salud física y, sobre todo, moral. Los jóvenes trabajadores de las indianas, la mayoría oriundos del Maresme, empezaron a bañarse en la pequeña cala de L’Olla junto al paseo de la Llanterna y en la playa de Sant Bertran, desde Santa Madrona hasta la falda de Montjuïc. Ese fue el enclave, en 1800, del primer establecimiento público. Cinco años después, el gobernador de Barcelona, marqués de Vallesantoro, autorizaba el baño a las mujeres, limitado a los pies y tobillos, “sin que se les permita otra desnudez por el escándalo que ocasionarían”.

El problemático equilibrio entre rito social y moral dominante regirá los baños de una ciudad cada vez más consciente de su condición mediterránea. Entre lo apolíneo y lo dionisiaco, los barceloneses optan por lo segundo. A mediados del siglo XIX, revistas como Un Tros de Paper, Barcelona Cómica, Lo Nunci o La Tomasa ilustran portadas con escenas de playa: orondas bañistas embutidas en una parafernalia textil. Las ordenanzas municipales de 1857 contemplan los hábitos balnearios y la Barceloneta se impone a Sant Bertran: la ampliación del puerto y la construcción de la escollera acaban con aquella primitiva playa.

El último tercio del XIX es la eclosión acuática: abren los Orientales, La Deliciosa o El Astillero y se popularizan las guías higienistas, como la del doctor Bataller, “para tomar con provecho los baños de mar”. El nuevo siglo supone el despliegue deportivo –regatas, remo, vela, natación– y la fundación en 1907 del Club Natació Barcelona. El fin de la belle époque da alas a la funcionalidad del maillot femenino, y la inauguración en 1928 de los baños de Sant Sebastià hace realidad la vieja aspiración de contar con un centro balneario de categoría. La playa era una realidad social aunque, en 1930, la prohibición de “La Reina dels Banys de Barcelona” que patrocinaba el semanario Imatges truncaba la proyección de la playa de Sant Sebastià en Deauville. Para Josep Maria Planes, el concurso nonato había prestado un gran servicio: “Exponer a la luz del día cómo una minoría grotescamente medieval regía todavía los destinos de una capital que acababa de hacer una Exposición que había suscitado la admiración mundial”. Los Baños de mar, de Paco Villar, aportan una faceta más a la biografía de una ciudad que, si ayer transitaba cual funámbulo entre el cosmopolitismo y la tradición, hoy posee un movimiento pendular que discurre en precario equilibrio entre señas de identidad y ese progresismo políticamente correcto que promociona la turística marca Barcelona.

Barcelona balla

Llibre Barcelona balla

Barcelona balla

Ferran Aisa

Editorial Base y Ayuntamiento de Barcelona

Barcelona, 2011

347 páginas

Un repaso a la cartelera de espectáculos de los años treinta a los ochenta del siglo XX permite constatar que en Barcelona siempre se bailó mucho. Ferran Aisa conoció el fox-trot, el swing, los boleros y el bugui-bugui con unos padres asiduos del Rialto de la ronda de Sant Pau, donde trabajaba de maître su tío Fernando. Bailaban también en el comedor de casa, en torno a la radio. A los quince años, el autor de Barcelona balla tuvo su primer trabajo en una empresa de megafonía para teatros y entoldados y el segundo en una gestoría que llevaba la contabilidad de restaurantes y cabarets.

Así conoció a Oriol Regàs, cerebro de Bocaccio, y a doña Vicenta, alma de El Molino: mientras le preparaban la documentación, recuerda, “esperaba en la barra del bar tomando un refresco y disfrutaba del espectáculo molinero que se hacía cada tarde en el famoso music hall del Paralelo”.

“Barcelona balla” desde el siglo XVIII en el teatro de la Santa Creu y los aristocráticos palacetes. En su Calaix de sastre, el barón de Maldà anota el primer vals de Strauss que se escucha en Barcelona para que lo dance la marquesa de Aguilar y recoge que el Liceu celebra su primer baile de máscaras en febrero de 1848. La fiesta popular eclosiona en La Patacada de la calle Tàpies. Proliferan las sociedades recreativas que promueven bailes públicos: Romea, Odeón, La Fraternitat, Terpsícore… La montaña de Montjuïc no solo es un castillo temible; en la Font Trobada y El Gurugú los soldados empaiten a las criadas, mientras en los jardines de Tívoli y de los Campos Elíseos la orquestina burguesa se conjuga con los Coros de Clavé entonando el Tannhäuser wagneriano. El siglo XX es del Paral·lel, los nidos de arte, los espectáculos “psicalípticos” y los cafés-cantantes. Aisa recorre las direcciones del “Broadway barcelonés”: Café Español, Arnau, El Molino, Olympia, Chicago, Las Delicias (luego Talía), Cádiz, Apolo, Nuevo Pabellón Soriano, Cómi­co… Los años veinte y treinta suenan a jazz, charlestón, fox-trot, tango; se aprenden con taxi-girls y se ponen a prueba en concursos de resistencia.

Tras la Guerra Civil, la férrea moral nacional-católica no acaba con las ganas de bailar: se recomponen orquestas y funcionan academias a distancia. Aisa señala que ya el 13 de marzo de 1939 la orquesta Demon’s Jazz toca en el Teatre Circ Barcelonès temas de musicales de Hollywood. El swing americano plantando cara a los himnos “imperiales”. La cartelera volvía a estar repleta de salas de baile. Vocalistas como Antonio Machín, Jorge Sepúlveda o Rina Celi ayudaban a olvidar, cualquier tarde de domingo, las penurias del racionamiento. En los años cincuenta, Carmen de Lirio inaugura en Bolero el primer nightclub y la discoteca Bikini abre puertas en una Diagonal todavía deshabitada.

Un libro de opulencia gráfica con alguna errata, como la que convierte al cantaor Angelillo en Angiolillo, el asesino de Cánovas. Deslices tipográficos aparte, Aisa demuestra con rigor documental que las décadas de franquismo no apagaron la Barcelona de la noche y el baile. A la liberación sesentera y la erótico-festiva transición democrática siguió un marasmo que fue bajando las persianas de muchos locales asociados a educaciones sentimentales. Se impusieron las macrodiscotecas con demasiados decibelios y los afterhours: “Las salas de ocio nocturno entraron en conflicto con la Administración a menudo por problemas de ruido, orden público y falta de insonorización o de seguridad de los locales”, apunta Aisa.

El historiador concluye que quedan muy pocas salas de baile, y gran parte de las discotecas se han reciclado en salas de conciertos, pero la afición por el baile sigue viva en academias y fiestas coordinadas a través de las redes sociales. Hay mucha demanda de conciertos. Porque la música en vivo, tarde o temprano, impulsa a mover el esqueleto.

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L’historiador conclou que queden molt poques sales de ball i gran part de les discoteques s’han reciclat en sales de concerts, però l’afició pel ball continua viva a acadèmies i festes coordinades a través de les xarxes socials. Hi ha molta demanda de concerts, perquè la música, tard o d’hora, impulsa a moure l’esquelet.