La venida de Jana Balacciu a Barcelona para estudiar catalán, hace un par de décadas, significó un punto de inflexión en su vida. Llegaba de una ciudad triste, marcada por las grandes heridas abiertas de la dictadura y de la revolución, a un mundo totalmente nuevo donde reinaba la luz del sol, de los espacios amplios y de las miradas de la gente.
Cuando el 1 de julio de 1991 bajé del tren en Portbou para pasar el control fronterizo y tomar el tren en dirección a Barcelona, no me imaginé, ni remotamente, que ese viaje me cambiaría la vida. Era investigadora de filología románica en el Instituto de Lingüística de Bucarest e iba a la capital catalana para aprender, a mis 44 años (¡más vale tarde que nunca!), a hablar su lengua. Hacía años que me fascinaba por su esplendor literario en la Edad Media, por su resistencia cuando estaba prohibida, por su recuperación como lengua de cultura. Pero no conocía la lengua viva.
Aquel día en Portbou no sabía que aquí se suicidó en 1940 el filósofo Walter Benjamin, ni que yo llegaría pronto a traducir literatura catalana procurando hacer lo que él pedía imperiosamente al traductor: despertar en su lengua el eco del original. Y no me imaginaba que, quince años más tarde, intentando responder, en rumano, a la llamada de la narradora de La mitad del alma, la novela de Carme Riera, “pasaría” un tiempo en Portbou sumergida en la historia del exilio catalán. Tras dos sofocantes días de viaje en tren por tres países (unos 2.500 kilómetros que ahora recorro en tres horas de vuelo), solo quería llegar de una vez a Barcelona.
Nunca olvidaré aquella primera estancia mía en la ciudad. Hasta diciembre de 1989 había vivido en “el mejor de los mundos”, como decía la propaganda comunista, un mundo tan bueno que no me había permitido, como a la mayoría de mis conciudadanos, viajar al extranjero y hacer comparaciones. Venía de una ciudad con grandes heridas abiertas, no solo por la revolución de aquel año, sino por todos los años de régimen dictatorial. Una ciudad triste, con bloques de pisos grises “acechados” por la Casa del Pueblo, el segundo edificio más grande del mundo, una imborrable huella de la megalomanía de Nicolae Ceausescu. Durante el año siguiente había vivido engullida por las arenas movedizas del mundo rumano que entraba en la transición, de las que aún no hemos logrado salir. Y, de repente, me encontraba inmersa en otro mundo, en la luz. No solo la luz que venía del sol (en Bucarest la teníamos, pero parecía enferma), sino la luz viva de los espacios amplios, la luz tamizada del claustro de la catedral o de los vitrales de Santa Maria del Mar, la luz irisada de las casas de Gaudí. Y especialmente la luz de la mirada de la gente, de aquella gente que, lo supe mucho más tarde, estaba y se sentía comprometida con un proyecto común, un proyecto que ahora calificaría de arrebatado, pero en el que se había puesto todo el seny catalán: los Juegos Olímpicos de 1992. Miraba los carteles que instaban “Barcelona, posa’t guapa”, encantada con aquella manera lúdica y tierna de hablar con y de la ciudad.
Yo debía de estar incluida en el millón y medio de turistas de 1991, pero no me sentía así en absoluto. Me sentía en mi casa, tal como la había soñado. Puesto que el curso al que asistía era por la tarde, tenía todo el tiempo del mundo, como nunca antes, como nunca después. Caminaba kilómetros, sin guía ni cámara fotográfica, y sin necesitarlas. Lo miraba todo, me quedaba boquiabierta ante La Pedrera o la Casa Batlló (aún no había empezado la gran invasión de turistas), me sentía bien rodeada por aquella gente desconocida con una sonrisa en la cara (o quizás yo solo veía lo que necesitaba ver), ante la que, “cazadora de palabras”, siempre agudizaba el oído para enriquecer mi catalán (lástima no haber podido encontrar El hombre de la maleta, el personaje de Ramon Solsona, con su tan fresco, a pesar de tan contaminado, catalán). Me nutría de luz con avidez. Seguía, sin saberlo, el sabio consejo del poema de Carles Duarte: “Arráigate en la luz que inaugura los colores”. Sabía mucho sobre la dictadura franquista, pero Jaume Cabré todavía no había escrito La sombra del eunuco para hacerme comprender no solo con la mente, sino también con el corazón, cuán difícil había sido para una gran parte de aquellas miradas tener aquella luz. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, no solo “el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia”, sino también “el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos va amasando”, como tan poéticamente dice la Colometa de Mercè Rodoreda.
He venido muchas veces a Barcelona, he pasado aquí noches de Sant Joan, fiestas de la Mercè, días de Sant Jordi, su lluvia me ha empapado, cada vez he abrazado con la mirada sus maravillas. He conocido a mucha gente y he hecho muchos amigos –incluso he vivido el dolor de perder a algunos–, me enorgullezco de la confianza en mí como traductora o editora de unas personalidades reconocidas de la cultura catalana, y les estoy agradecida. “Mi” Barcelona ha logrado nuevas dimensiones, nuevas voces, nuevos colores, nuevos matices, de su pasado o de su presente. Pero aquella primera imagen nunca se me borrará. La imagen de la vida misma, cuyos mensajes me parecían destinados. Como si pudiésemos llevárnoslos a casa y cambiar de repente nuestra vida.
Siempre recordaré una tarde, en la plaza de Catalunya, en que la gente se puso de repente a aplaudir a un señor que vestía un elegante traje claro. Era, dijeron, el alcalde de la ciudad. Se despertó mi admiración, con una brizna de envidia. Los alcaldes de Bucarest que había conocido –activistas del partido nombrados por el dictador, pues las elecciones eran puramente formales– nunca caminaban entre la gente y, si lo hubiesen hecho, no les habrían recibido con aplausos espontáneos. No tardará en llegar el día (aún lo espero), me decía, en que esto pasará también en Bucarest. No tardará en llegar el día (llegó en 2007) en que Rumanía entrará en la Unión Europea, me dijo el gran europeísta Jordi Pujol, quien me hizo el honor de recibirme en su despacho de la Generalitat en el año 2003.
Barcelona era y es así: me regalaba y me regala experiencias y esperanzas. Me he alargado tanto hablando de mi primera estancia en Barcelona porque aquel verano de 1991 supuso un corte en mi vida, como decía la propia Colometa, marcó un antes y un después, pero muy diferentes de los del célebre personaje, porque a partir de aquel momento mi vida se ha enriquecido con todo tipo de proyectos, entre los cuales el que más me hace sentir que yo también pertenezco a esta ciudad: hacerla llegar a Rumanía con la Colección Biblioteca de Cultura Catalana que inicié en la editorial Meronia en 1998, y que ahora comprende 35 volúmenes. Para que los rumanos, incluso los que ya han conocido su encanto, puedan oír en la Rambla, entre las voces alegres de los turistas, de esos excesivos turistas (lo sé, pero es una fuente de ingresos en este tiempo de crisis que nos hace falta en Bucarest), también las voces de las campanas de Barcelona en la época en que la Generalitat había sido sustituida por la Real Audiencia. Para que se pregunten, y quizá encuentren respuestas, cómo durante un poco más de tres décadas tras la caída de la dictadura franquista Barcelona ha llegado a parecernos una ciudad mítica. Para que aquel o aquellos rumanos que quizá pudieron mirar de cerca las banderas del 11 de Septiembre de 2012 recuerden aquel rodorediano aire fresco de la República, “mezclado con olor a hoja tierna y con olor a capullo”, que tantos catalanes, con “paso de vieja, manos de náufrago” –como decía Maria Mercè Marçal–, no pudieron sentir jamás. Para que vean que hay pueblos, como el catalán, que, incluso en tiempos de crisis como los de ahora, pueden concretar proyectos de futuro. ¡Felicidades!
Jana Balacciu Matei, estimada amiga. Quin regal per als catalans, la teva feina. I per als romanesos, és clar. Jana Balacciu Matei, una dona que fa de pont entre cultures.
Aquest comentari de la Jana Matei és la millor propaganda que es pot fer de Catalunya, de la seva gent i de la seva literatura. Tant de bo poguéssim correspondre oferint als lectors “biblioteques” d’altres cultures com la que ella ofereix als romanesos. Una peça antològica que cal divulgar. Gràcies.
Fantàstic, Jana! M’ho he passat molt bé passejant amb tu per la meva ciutat.
Molts petons des de Farrera,
Lluía