Un lugar maravilloso pero imperfecto, mágico pero cruel

Para los noruegos, Barcelona es un destino ideal: una gran metrópoli europea, estatus que Oslo no podría ni soñar. Pero el catalán se hunde cuando recuerda la gerontocracia, las desigualdades, la miseria en las calles y los parques, la ciudad desaparecida para siempre.

© Elisenda Llonch

¿Hvor er du fra?” (¿de dónde eres?), pregunta el noruego de turno, y el catalán emigrado suspira y se enfrenta al conflicto habitual. Sabe que si le contesta “Jeg er katalansk” (soy catalán) tendrá que dar una serie de explicaciones que le provocan una cierta pereza, porque las ha repetido mil veces, pero tampoco quiere decir que es spansk, porque no se siente tal. En estos casos, ¡cómo envidia a los amigos que pueden contestar italiensk o fransk, sin más! Pero el catalán tiene un arma secreta y es que, aunque sea gerundense de familia ampurdanesa, siempre acaba diciendo: “Jeg er fra Barcelona” (soy de Barcelona). De hecho, vivió allí unos años, y también la considera su casa.

Al noruego se le iluminan los ojos, recuerda las veces que ha estado allí de fin de semana largo y lo muchísimo que le gustó. Para los noruegos Barcelona es un destino ideal. Se trata de una gran metrópoli europea, estatus que Oslo no podría ni soñar: hay playa, rebosa de restaurantes y tiendas de moda y por si fuera poco el gran referente cultural, el modernismo de Gaudí, no requiere pasar horas encerrado en un museo, sino que se puede contemplar desde una terraza tomando café.

Entonces el noruego pregunta con extrañeza: ¿qué haces viviendo aquí, junto al fiordo, si procedes de una ciudad extraordinaria?

Y justo en este momento al catalán se le hace un nudo en el estómago porque querría explicar que sí, que viene de un país apasionante y repleto de cosas maravillosas, pero que también tiene un lado oscuro agravado por la crisis y que –y es muy triste decirlo– seguramente tuvo suerte de marcharse.

La gerontocracia hispana

¿Por dónde podría empezar? El emigrante le diría que viene de una sociedad gerontocrática, donde los jóvenes que llevaron a cabo la nefasta transición continúan acumulando el poder y todos los cargos. Cayó en la cuenta cuando leyó que el ministro de educación noruego tiene treinta y cinco años, ¡como él!; la ministra de defensa treinta y siete o la de agricultura treinta y seis. En cambio, en España los poseedores de esos cargos pasan sobradamente de los sesenta años, sin intención de retirarse ni de dejar paso.

Piensa en sus amigos periodistas de treinta y pocos, que a principios de los ochenta habrían podido ser directores de diarios o de informativos y que ahora se tienen que buscar la vida como pueden. En los que apostaron por hacer carrera en la universidad y perdieron, expulsados al no ser capaces de consolidar una plaza. En los del sector sanitario, muy bien preparados técnicamente pero sin ninguna oportunidad por los recortes. En los que fueron embargados por hacienda y ahora no tienen más remedio que trabajar en negro. En los que se han quedado atrapados en un piso que ahora vale la mitad.

Los amigos del emigrado creyeron a sus padres cuando les dijeron que estudiando mejorarían su estatus y formarían parte de una confortable clase media. Durante cinco o seis años lo tocaron: el iPhone, la Wii, la cuota del gimnasio y los dos viajes anuales con Ryanair. Pero cuando el mundo se hundió no pudieron luchar contra los derechos consolidados de los más veteranos, por mucho que estos a menudo fueran menos aptos y productivos. La obsoleta estructura funcionarial, las indemnizaciones elevadísimas y el apoyo de los sindicatos crearon una protección decisiva que dejó a los jóvenes a la intemperie.

Pero todo eso no es nada comparado con los hermanos pequeños de sus amigos, los menores de treinta. Ellos ni siquiera tocaron la época de bonanza, y sin tiempo de formar una red o de intentar encontrar un sitio seguro, fueron lanzados al mundo salvaje de los contratos basura, de los 800 euros mensuales y la precariedad como horizonte vital. La situación es tan grave que algunos de ellos se han ido a Noruega, intentando ganarse la vida lejos de casa. Si en el 2007 había dos catalanes en la ciudad de la orilla del fiordo, ahora hay más de quince.

Naturalmente, no todos los problemas que le ve a Barcelona son producto de la crisis. El catalán emigrado está muy contento con su horario laboral de 8 a 16 h, y ya hace tiempo que descubrió con sorpresa que en el trabajo todo el mundo se esforzaba por tener un ambiente agradable, un ambiente que fomentara el compañerismo y la productividad. También está en edad de fundar una familia, y sabe que si tiene hijos en Noruega disfrutará de un año de permiso para compartir con la pareja, de una plaza pública garantizada en el jardín de infancia y de muchas más ventajas. No se explica cómo se las apañan sus amigos barceloneses, especialmente los que no son funcionarios, con sus horarios imposibles o la obligación de ir a buscar en coche a los niños a la escuela privada. Los abuelos tienen mucho que ver, supone.

El emigrante se ha acostumbrado a vivir en una sociedad igualitaria sin clases sociales aparentes y donde no existen las fanfarronadas tan propias de su casa. Noruega es un país de tradición luterana, y la riqueza y el éxito se tienen que vivir con discreción. También las mujeres han conseguido una independencia y unas cuotas de poder inauditas en el mundo, y tanto el gobierno como la mayoría de partidos tienen un liderazgo femenino. Eso al catalán le provoca un choque cultural cuando queda con noruegas e intenta invitarlas, o cuando actúa de manera demasiado caballerosa. Pero vaya, esa es otra historia.

En el fondo, el emigrante sabe que integrarse en Noruega no es tan difícil. Solo hay que estar dispuesto a comportarse de modo sencillo, respetar a los demás por más humildes que sean, seguir las leyes y los protocolos y estar dispuesto a sacrificar una pequeña parte de la libertad individual por el bien común. Haciendo todo eso las puertas del país se abren de par en par.

A veces el catalán se plantea si podría volver. No tiene parientes con influencias para colocarlo, el único método de ascensión social que funciona en el sur, y su red de contactos está oxidada. Tampoco se ve en un trabajo con un superior de estilo mediterráneo, la verdad. ¿Y gastar los ahorros para montar algún negocio? Solo de imaginarse la burocracia hispánica ya se pone nervioso.

© Elisenda Llonch

Revolución con la gente

Pero el catalán se hunde sobre todo cuando piensa en lo que ve cuando vuelve por vacaciones. Las tiendas de barrio donde iba a comprar de niño que han cerrado para siempre. Las escenas de miseria en las calles y los parques. Las caras de tristeza o de enfado y, últimamente, de resignación. Y, por qué esconderlo, también las envidias que cree detectar.

Pero luego recuerda cómo su sociedad ha empezado a movilizarse al margen de los poderosos, en experiencias como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y la Vía Catalana, en el voluntariado, en los que dan dinero para micromecenazgo, en la fuerza de las asociaciones de vecinos y las agrupaciones de todo tipo. Y sabe que si algún día su sociedad quiere parecerse a las del norte, la revolución tendrá que empezar por la base, con la gente.

¿Por qué vives aquí, si vienes de una ciudad fantástica?, repite el noruego. Pero el emigrante, que lo es desde hace años, sabe que catalanes y noruegos comparten el síndrome del país pequeño: nada nos gusta más que alguien de fuera hablando bien de nosotros. Y comienza a alabar la igualdad escandinava, las grandes oportunidades para los jóvenes, la naturaleza exuberante, el carácter franco y acogedor de sus habitantes… Y Barcelona va quedando lejos, como un lugar maravilloso pero imperfecto, una ciudad mágica pero cruel con los débiles y que, finalmente, el emigrante puede disfrutar de la mejor manera posible: como turista.

Josep Sala i Cullell

Profesor de enseñanza secundaria y ambientólogo

2 pensamientos en “Un lugar maravilloso pero imperfecto, mágico pero cruel

  1. El catalán del que hablan curiosamente el relato no pertenece al grupo mayoritario de catalanes que se sienten poco, mucho o algo españoles, no? Esta historieta llega al cúlmen de la politización cuando se habla de la vía catalana. Pensaba que en una sociedad plural como la catalana, y más aún la barcelonesa, no se teñía todo de un solo color. Una pena que se manipule así a las personas.

  2. Hay catalanes -bastantes, aunque no lo parezca- como un servidor, que no tienen ningún inconveniente en responder a esa pregunta -¿De dónde eres?- con la simple verdad refrendada por su DNI: España, soy del país llamado España. Y por lo tanto y por haber nacido en Barcelona, también soy catalán.
    No es tan complicado, en realidad.
    Este artículo, por otra parte, derrumba un mito: eso de que el nacionalismo se cura viajando. No es verdad, desgraciadamente.

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