Los años republicanos fueron la época dorada de Aurora Bertrana, tanto desde el punto de vista de la creación literaria como por su actividad pública.
Este año se conmemora el 125 aniversario del nacimiento de la escritora Aurora Bertrana (Gerona, 29 de octubre de 1892 – Berga, 3 de septiembre de 1974), un buen motivo para revisar su figura y su obra, que han sido largamente olvidadas. Los que estudiamos en la escuela los libros de su padre, Prudenci Bertrana, nunca oímos nombrarla ni de pasada.
Autora muy celebrada durante los años de la República, en especial gracias a sus libros de viajes, cuando años más tarde volvió del exilio en Suiza comenzó para ella una etapa poco estimulante de la vida. Su rebeldía, su espíritu libre, no encajaban con el ambiente de aquella España que retrocedía a ojos vista. En Barcelona se había formado y en Barcelona había triunfado, y ahora volvía como perdedora. Que fuese la Ciudad Condal el lugar en el que desarrolló su trayectoria literaria nos permite revisarla desde el marco de esta Barcelona cambiante, sacudida por las vicisitudes históricas.
Una gerundense en la Barcelona novecentista
Aunque su gran pasión fue siempre la literatura, desde muy tierna edad Aurora Bertrana sintió inclinación por la música. Pero la ciudad del río Onyar pronto se le quedó pequeña: “Mis padres habían decidido hacerme ir a Barcelona dos veces por semana a tomar lecciones de violoncelo y practicar con alguna orquesta”, leemos en sus Memòries fins al 1935. Y siendo adolescente aterrizó en la Acadèmia Ainaud, en la Gran Via.
A caballo entre la Exposición Universal de 1888 y la Internacional de 1929, aquí el novecentismo se esforzaba por europeizar Cataluña desde el seny y el modernismo por singularizarla desde la rauxa. La escritora y feminista Carme Karr –amiga de la familia, directora de la revista Feminal e impulsora de diversas iniciativas feministas– le aconsejó que se instalase en Barcelona y pasó una temporada en su casa, donde fue acogida como una hija más y conoció a personas relevantes del mundo cultural, entre ellas a mujeres como Dolors Monserdà o la pintora Lluïsa Vidal. La joven Bertrana ingresó en la Escuela Municipal de Música, que entonces dirigía el maestro Nicolau y se ubicaba en el parque de la Ciutadella, en el llamado Castell dels Tres Dragons. Ella, una chica de provincias, se nutrió en una ciudad en proceso de transformación y en franca ebullición cultural.
Más tarde, el trabajo del padre llevó a la familia entera a Barcelona. Encontraron un piso en el barrio Gótico, con vistas al convento de Santa Clara, donde vivieron todos juntos. La familia nunca tuvo una situación holgada y la precariedad económica les volvió a atenazar, por lo que súbitamente la vida de la Aurora dio un vuelco: “Se celebró un breve consejo de familia y sin ningún voto en contra se aprobó la moción. Así fue como de futura concertista de violoncelo, futura (gran) compositora o catedrática, pasé a simple violoncelista de un terceto de mujeres”.
Aurora Bertrana toca de madrugada en un café no muy lujoso de la rambla de Santa Mònica y vive sola en un apartamento de la plaza del Rei. El escenario de esta nueva etapa de formación vital es, pues, la Barcelona bohemia que atisba los “locos años veinte”, cuando en el Paral·lel estallan las luces y los aires nuevos. Es por entonces cuando se interesa por la condición de las mujeres y se incorpora al equipo docente del Instituto de Cultura y Biblioteca Popular de la Mujer, que ha puesto en marcha la pedagoga Francesca Bonnemaison. Después parte hacia Ginebra para estudiar el método musical Dalcroze, de donde volverá casada con un suizo, monsieur Choffat, a quien siempre llamará así.
¡Viva la República!
Aurora Bertrana y su marido vivieron desde 1926 hasta 1929 en la Polinesia francesa. Desde aquel rincón lejano del mundo fueron enviando crónicas de viaje a la prensa, con las que cautivó a los lectores: su vocación literaria finalmente había germinado. El libro que resultaría de estas crónicas, Paradisos oceànics, publicado en 1930, tuvo un gran éxito. Pasado este período volvieron a Barcelona y se fueron a vivir a un pequeño chalet solitario de Montcada y, más adelante, a un piso señorial de la Diagonal.
La Bertrana de aquellos años es la más radiante, tanto en lo vital como en lo literario. Comparte escena con periodistas y escritores como Irene Polo, Rosa Maria Arquimbau, Anna Murià e incluso Mercè Rodoreda. Le piden artículos, le solicitan conferencias y la nombran presidenta del Lyceum Club barcelonés, una entidad de mujeres con inquietudes culturales creada a imagen de la célebre de Madrid. La feminista que llevaba dentro ha salido a la luz y también manifiesta su compromiso político presentándose como candidata a diputada por Esquerra Republicana en las elecciones legislativas de 1933, aunque no sale elegida. Barcelona es entonces un trampolín para la visibilidad femenina. Nunca las mujeres habían alcanzado cotas tan altas de libertad de movimientos.
En 1934 publica un libro de cuentos de temática exótica, Peikea, princesa caníbal. La protagonista que da nombre el volumen vive una historia de pasión con un hombre blanco, en la que ella es quien lleva las riendas en vez de él. Es la confirmación de que Bertrana se erige en portavoz de la mujer que guía su propio destino. En 1935 aparece L’illa perduda, una novela juvenil realizada a cuatro manos con Prudenci Bertrana, y en 1936 publica su cuarto título de éxito, El Marroc sensual i fanàtic, fruto también de un viaje. Como dice una de sus estudiosas, Neus Real: “Gracias a la prensa y a sus libros, Aurora Bertrana se convirtió en una de las voces femeninas más prestigiadas en los círculos izquierdistas”.
Los bombardeos de 1938 alcanzan de lleno el piso de la Diagonal. Los cristales se hacen añicos y los herrajes de un balcón son arrancados y proyectados contra la pared del estudio, de donde se ha ausentado muy poco antes. Solo queda partir al exilio. En el mes de junio de 1938 Aurora Bertrana abandona sola “una Barcelona arruinada, hambrienta, bombardeada y sucia”. Atrás quedan los aplausos y el prestigio. En Suiza le esperan amarguras y una década de nostalgia.
La Barcelona triste y oscura de la posguerra
Con un gesto cargado de simbolismo, Bertrana no quiso dejar huella en sus memorias de lo que vivió a partir de su regreso a Cataluña, en la España hipócrita del general Franco. Su testimonio escrito se interrumpe a principios del año 1949, cuando volvió al sexto piso de la calle Llúria 4, donde, ya fallecido su padre, viviría con su madre y su tía. “Estos últimos años no he vivido. Es difícil de explicar. Son años sin ninguna aventura, años lánguidos, años grises. Solo he vivido en mis obras literarias”, nos dice.
Unas obras literarias que, ante la imposibilidad de llevar a cabo una carrera literaria normal, se diversifican en registros diferentes, un poco erráticos: novelas que recuerdan las heridas de la Segunda Guerra Mundial –Entre dos silencis y Tres presoners–; de ambiente exótico –Ariatea–; de retrato social –Fracàs–, o sentimentales, como Vent de grop, un éxito comercial que, en 1970, llevó al cine el director barcelonés Francesc Rovira-Beleta, con el título de La larga agonía de los peces fuera del agua y Joan Manuel Serrat y Emma Cohen entre los protagonistas. La redacción de sus memorias, un testimonio de mil páginas, supuso un final inmejorable.
En 1974, cuando Bertrana nos dejó, ya nadie recordaba a la adolescente que cada mañana rondaba por el parque de la Ciutadella con el violoncelo a cuestas, ni a la joven que entrada la noche subía por la Rambla, ni a la mujer ya hecha que de sus éxitos literarios en tiempos de la República hizo un hito más de la historia cultural y social femenina, siempre digna de recuerdo.
Felicitats per l’article. Ens has fet més propera a l’Aurora.
Hi ha una data que caldria modificar. On diu juny 1936 ha de dir juny de 1938 ( on es fa esment de la marxa cap a l’exili).
De nou l’enhorabona!
Pau
Gràcies per ajudar-me a conèixer aquesta gran dona, el film no li va fer justícia.