¿Barcelona descompuesta?

Picadura de Barcelona

  • Autor: Adrià Pujol Cruells
  • Edicions Sidillà
  • 208 páginas
  • La Bisbal d’Empordà, 2014

Barcelona, como todas las ciudades, es algo personal. Como discurso, o como relato, o como propaganda, cada ciudad es hija de una forma de ser mirada, de ser pensada. Y si hay suerte –y la representación lingüística que se hace de ella es modesta y ambiciosa a la vez–, de una forma literaria de ser vivida.

Picadura de Barcelona es un libro extraordinario. Por una parte, es una novela excelente de base autobiográfica, una muestra brillante de las virtudes posibles de la llamada literatura del yo contemporánea. Es una autonarración que alterna dos tiempos: una noche en blanco deambulando en solitario por la ciudad y bebiendo cervezas cargadas de sentido, como en un paralelo urbano del tiempo suspendido y neblinoso de una aventura de desencajes como la del protagonista de Un dia tranquil (2010), de Ponç Puigdevall; y, al mismo tiempo, dos décadas de tránsito –de la adolescencia a la imposibilidad de la madurez– entre el estudiante de Begur que apuesta por embarcelonarse y el antropólogo irresuelto que atisba la cuarentena.

Por otra parte, Picadura de Barcelona es, también, la mejor aproximación ensayística a la ciudad de estos tres primeros lustros del siglo xxi. El repaso autobiográfico presenta escenas de una Barcelona literariamente inédita, en episodios reveladores, quirúrgicos: con personajes y situaciones que revelan, sobre todo, las imposturas naturalizadas, y las estrategias de autoconsentimiento y de autocelebración, de un fraude cultural sistémico que Barcelona –desde el poder– ha querido hacer identitario. La mirada de Adrià Pujol, como integrado inabsorbido que se niega a decir que todavía ve el “traje del emperador”, es una mirada moral, crítica, y lo es desde la destreza y la inteligencia de una capacidad de observación y de análisis bien entrenada, y bien documentada, por sus trabajos de antropología de la vida cotidiana.

Si fuera sensato apostar por una metáfora vegetal, se podría afirmar que el protagonista de Picadura de Barcelona vive en la ciudad como una planta epífita: es decir, como una de esas especies que viven sin echar raíces, que no se alimentan del suelo sino del aire, y que viven encima de las demás sin parasitarlas. De alguna manera, esa necesidad de estar en la ciudad con el resto (una necesidad intelectual y de subsistencia) y esa inviabilidad de arraigar sin una buena dosis de autoengaño, combinadas, dibujan un esbozo de retrato colectivo afinado, incompleto como todos los retratos, pero riquísimo en matices.

La ciudad aparece, constatada, como un diálogo inarticulable entre el poder –los poderes– y las posibilidades personales. Y la apuesta de Adrià Pujol parece ser, también a la vez, la de una aceptación lúcida de la descomposición (decir “caos”, finalmente, es una exageración de redentorismo ególatra) y la de una militancia cínica en la descomposición, como espacio de libertad y de dignidad posibles, como vía de autodefensa y de aprendizaje.

La “picadura” es, pues, una necesidad vital: fragmentar y remover, desmenuzar las cosas y convertirlas en humo, es una posibilidad fértil para el espíritu crítico. Y es una posibilidad tan necesaria que no debe abandonarse en manos de pensadores acomodaticios (líquidos, posmodernos, o como se les quiera llamar). Adrià Pujol Cruells deambula –se mueve– y juega. Pero el camino y el juego tienen un propósito: comprender. Bien.

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