‘Drogas, dulces y tabaco’

  • Drogues, dolços i tabac
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2010
  • 240 páginas

Drogues, dolços i tabac (2010) es un ejemplo más de lo que constituye la tesis central de toda la colección Barcelona 1700. Los volúmenes de esta serie forman todo un arsenal de documentación que nos permite afirmar, basándonos en fuentes primarias, que la Barcelona de la segunda mitad del XVII no tenía nada de decadente; más bien al contrario: era un núcleo comercial europeo de primer orden. Ello podemos afirmarlo hoy basándonos en una documentación abrumadora y lo explican en detalle los textos de Albert Garcia Espuche, Maria dels Àngels Pérez Samper, Sergio Solbes Ferri, Julia Beltrán de Heredia Bercero y Núria Miró i Alaix. Como en los volúmenes precedentes, se documenta aquí el dinamismo de la ciudad anterior a 1714, a través ahora de la adrogueria o colmado. La palabra “adroguer”, con que se denomina en catalán al tendero del colmado, tiene algo de de exótico y despierta inevitablemente la fantasía; suena de un modo especial al menos para quienes ya han cumplido los cincuenta y conocieron aquel mundo de pequeñas tiendas que parece condenado por los modernos supermercados de ahora. Desde finales del siglo XVI, tenderos de colmado, pasteleros, confiteros, importadores de vinos y aguardientes y vendedores de tabaco (en “estancos”, porque era un monopolio real codiciado, tal como se documenta suficientemente) dieron vida a una Barcelona popular, que ha perdurado hasta hace cuatro días, por así decir. Y el libro nos muestra que la fama de Barcelona como ciudad “de tiendas” y menestral está más que bien fundamentada.

Barcelona ha sido desde muy antiguo una ciudad habituada a vivir bien, y la documentación que se nos aporta en el volumen muestra que, sobre todo en la última mitad del siglo XVII, el nivel de consumo era muy alto y más equitativo de lo que a menudo se había pensado. Si las sociedades antiguas luchaban por la sal, en las ciudades modernas, en cambio, la riqueza y el crecimiento seguramente se pueden medir por el aumento del consumo del azúcar y el tabaco. Pero a un historiador el colmado le interesa porque es, también, un fenómeno económico decisivo. El universo mental del colmado no se limita a los estrechos andurriales de la ciudad, sino que se extiende por todas partes. Por definición, la procedencia de los materiales que el colmado pone a disposición de sus clientes es global. Un tendero de colmado en los tiempos del Barroco y de las Luces era un comerciante que se relacionaba con las colonias americanas y con países que tenían nombres de ensueño. Una ciudad como Barcelona, que consumía quina, palo santo o xina, productos que llegaban a la ciudad atravesando el mar Mediterráneo y los océanos, era un lugar que estaba bien integrado en los grandes flujos de intercambios, capaz de un consumo lo suficientemente potente. No en vano los artículos de colmado acabarían denominándose, con el tiempo, “coloniales”. La ciudad en la que abundan los colmados y donde se come con un cierto nivel de lujo y distinción tiene que estar a la fuerza, antes y ahora, bien conectada al mundo.

El tabaco o el aguardiente no deberían ser considerados tan solo productos comerciales; en la perspectiva de lo que ahora se denomina “la imaginación sociológica”, su comercio y su consumo constituyen sobre todo el síntoma de una red de relaciones sociales muy complejas en la que Barcelona ocupaba un lugar significativo. A partir de la segunda mitad del XVII, hablando en términos muy generales, parece que, por toda Europa, capas cada vez más amplias del ámbito urbano consiguieron pasar de una economía de pura subsistencia a un cierto nivel de consumo suntuario. A lo largo del XVIII aparecen nuevos consumidores entre los pequeños burgueses y quienes hasta hacía dos generaciones se denominaban “menestrales” (concepto que, por cierto, convendría perfilar algún día en su compleja relación con lo que desde finales del XIX hay que considerar “clases medias”). Una característica de esta menestralía trabajadora es su incipiente consumo de productos de un cierto lujo, como el chocolate, el tabaco y el café, antes reservados a aristócratas y clérigos ociosos. Quizás sea cierto que, para los pequeñísimos burgueses catalanes, la tacita de chocolate debía de ser un lujo que señalaba un día especial (un aniversario, una boda), porque el mundo de la pastelería evoca la sofisticación y la complejidad de las relaciones sociales. Hoy como ayer, una ciudad en la que vale la pena vivir tiene buenas pastelerías y mejores cafés.

La pastelería y la confitería a lo largo del XVII se fueron convirtiendo en objetos de consumo, propios en primer lugar de las clases más altas (el rey Carlos tenía un pastelero francés, lo que inspiraba un gran respeto a sus súbditos catalanes), pero cada vez fueron llegando a un público más amplio. Garcia Espuche documenta que, antes de 1663, en un colmado barcelonés se podían encontrar alrededor de 560 artículos diferentes, mientras que después de esta fecha algunas tiendas ofrecían más de ochocientos. Sin embargo, es obvio que el gran consumo que fue novedad en los siglos XVII y XVIII fue el tabaco, ofrecido en formas muy diversas y cada vez más demandado. Lejos quedaban aquellos tiempos en que un acompañante de Colón, Rodrigo de Jerez, fue encarcelado por la Inquisición en Barcelona por fumar en público “porque solo el diablo podía dar a un hombre el poder de sacar humo por la boca”. ¡Diez años de cárcel le costó la broma al pobre Rodrigo, según parece!

Las excavaciones en la Barcelona del Born han permitido reencontrar una gran cantidad de menaje del hogar realmente espléndido en su factura y a menudo importado de todo el Mediterráneo y de los países del norte. Nos han abastecido también de una gran cantidad de pipas de caolí (casi 8.000 fragmentos procedentes tanto de talleres locales como de Inglaterra, de Holanda y de diversos puertos mediterráneos y balcánicos), que muestran hasta qué punto el hábito –¿o tenemos que llamarlo vicio?– de fumar estaba ampliamente extendido entre clases sociales muy diversas. Un interesantísimo artículo de Núria Miró i Alaix, “L’èxit dels nous productes d’adrogueria: xocolata, te, café i tabac” [El éxito de los nuevos productos de colmado: chocolate, té, café y tabaco], repleto de fotografías muy conseguidas, documenta la porcelana fina de la época, las tacitas y mancerinas para el chocolate, las importaciones de mayólica de Génova, de cerámica de Umbría, de porcelana china o imitaciones sirias. Sabemos que entre 1667 y 1675 se importaron a Barcelona casi 70.000 pipas procedentes de Holanda y que una sociedad refinada prestaba una gran atención y cuidado a la pastelería, de modo que en Barcelona florecía una industria de alfareros: jarrones, cántaros, botes, ollas, escurridores y una amplia gama de menaje del hogar era ampliamente consumido, e incluso resulta posible hablar de una incipiente industria de la moda en la ciudad en el ámbito del hogar. El artículo “Adroguers i adrogueries, tot un univers d’objectes” [Colmados y tenderos de colmado, todo un universo de objetos], de Julia Beltrán de Heredia Bercero, acompañado también de fotografías muy interesantes, ofrece al lector una panorámica muy significativa de los hallazgos realizados en El Born en este ámbito doméstico y no dudamos de que cuando se expongan al público provocaran una gran curiosidad.

Maria dels Àngels Pérez Samper aporta al volumen un interesante artículo sobre “La confitura als receptaris” [La confitura en los recetarios], un tema que podría parecer menor, pero que dice mucho no solo acerca del nivel de vida de la Barcelona del Born, sino también acerca de la sensibilidad femenina del período. Que los barceloneses se caracterizaban por ser golosos no parece ninguna novedad; hoy también lo son. Las recetas que copia en su texto (“per fer olletas de guindas” [para embotar guindas], “per fer conserva de codonys” [para hacer conserva de membrillo], “per fer marçapans” [para hacer mazapanes], etc.) constituyen el testimonio vivo de la actividad cotidiana de tantas y tantas mujeres anónimas que, todo hay que decirlo, sabían leer y escribir y se consideraban obligadas a transmitir su saber a hijas y nietas. Además, el lector ha de saber que puede seguir en casa las recetas que nos propone la profesora Pérez Samper, porque, por lo que parece, la técnica de las conservas y confituras no ha cambiado mucho en tres siglos…

Pero quizás el artículo más significativo sea el que Sergio Solbes Ferri dedica a “Una cita con el monopolio del tabaco en España”, que permite seguir el desarrollo del estanco general de tabaco, un puntal básico para las finanzas del Estado absolutista, que había empezado en el año 1636 en Castilla para ir imponiéndose paulatina, pero indefectiblemente, por toda España. En Cataluña, el estanco definitivo del tabaco vino de la mano de la Nueva Planta, pese a que las aventuras del impuesto sobre el tabaco son muy anteriores, porque ya en el año 1655 el Consejo de Ciento lo había gravado con el fin de sanear las finanzas de la ciudad, lo que provocó, por cierto, un revuelo extraordinario. Significativamente, el monopolio del tabaco conllevó que el fumador barcelonés pasara de poder elegir entre más de cincuenta variedades antes de la Guerra de Sucesión a tener que conformarse con el abastecimiento de la fábrica de Sevilla, lo que provocó el consiguiente contrabando. Nada nuevo bajo la capa del sol.

Ramon Alcoberro

Profesor de Ética en la Universitat de Girona

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