Interiores domésticos

  • Interiors domèstics
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2012
  • 315 páginas

Interiors domèstics (2012) es un volumen que nos acerca al mundo de las casas particulares y de la intimidad de los barceloneses de los siglos XVII y XVIII. Cuenta con textos de Albert Garcia Espuche, Xavier Lencina, Rosa M. Creixell, Immaculada Socias Batet, Anna Molina i Castellà, Julia Beltrán de Heredia Bercero y Núria Miró i Alaix. El dilema “interiores ricos, interiores pobres” parece que describe en Barcelona la complejidad social de una ciudad en la que no abundan las grandes casonas, ni hay buenos coleccionistas de arte, pero donde encontramos una importante industria de platería y la gente vive en casas bastante confortables para la época. Una ciudad de clases medias es un espacio sin lujos pero con un menaje doméstico muy cuidado.

La Barcelona del Barroco era equiparable a tantas otras ciudades europeas, si bien hay que decir que era comercial pero no especialmente suntuaria. No encontraremos, por lo tanto, grandes interiores aristocráticos, ni ricas decoraciones ambientales. De hecho, en la ciudad no se estila hablar estrictamente de “palacios”, sino de “casonas”. Las decoraciones fastuosas no se avienen quizás con la psicología del país. Las pinturas del Vigatà, que hoy pueden verse en la biblioteca del Ateneu Barcelonès, aparte de ser muy tardías, representan un tipo de vida que estaba lejos de ser el habitual en el país incluso entre las clases acomodadas. Immaculada Socias documenta incluso que, entre la nobleza provincial barcelonesa, nadie tenía una galería dedicada a los retratos de los antepasados, lo que habría sido impensable en la mayoría de las grandes capitales europeas y que dice mucho acerca del carácter mesocrático de la Cataluña de los siglos XVII y XVIII. Sin pintura de Corte –quizás solo el pintor Joan Arnau fue a Madrid y allí estuvo en contacto con Eugenio Gages–, lo que se podía encontrar en Barcelona eran “cuadros de devoción” y bienintencionada pintura de Vírgenes, realizadas en serie, porque la demanda social de arte existía, pero la osadía en las formas y los motivos se habría considerado fuera de lugar.

Se ha dicho, incluso aplicado a grandes centros urbanos como París, que en el siglo XVIII no existía aún estrictamente hablando el concepto de confort doméstico; a menudo las habitaciones eran oscuras y la mayoría de las casas eran de planta baja y dos pisos (51,9%) o de planta y un solo piso (29,2%), nada fastuosas. No sería hasta la Inglaterra posterior a las guerras napoleónicas, y específicamente hasta los tiempos victorianos, cuando la idea de privacidad iría arraigando, hasta llegar a su consagración con la famosa “habitación propia” que Virginia Woolf consagró en literatura. “Intimidad” es, al fin y al cabo, un concepto romántico. El problema de la calefacción obligaba a construir alrededor de un hogar que era el auténtico centro de la casa. Y si hogar y cocina coincidían, aquí sería y no en los espacios más privados donde se constituiría el centro de la casa. Las casas catalanas del período, vistas por dentro, parecen ser más bien la prolongación de los talleres, cargadas de utensilios, no siempre espaciosas, pero poco cerradas en sí mismas y con un mobiliario que denota frecuentemente los usos complejos –e intercambiables– del espacio doméstico donde también se trabajaba en telares y otras tareas de pequeños talleres. Incluso en los interiores dieciochescos de las clases acomodadas el lujo urbano era mínimo y la funcionalidad no tenía mucho de decorativa. Solo algunas pinturas de temática religiosa rompían la monotonía de los espacios. Cataluña, pese a todo, no era Holanda, y la decoración floral no parece muy presente en la pintura que compraban los burgueses de la época.

Una vez más, y como resulta habitual en toda la serie de Barcelona 1700, encontramos una ciudad construida por burgueses que, cuando se sienten espléndidos, o cuando llegan a atesorar una pequeña fortuna, compran joyas, de factura muy tradicional y muy a menudo de plata, tanto como inversión segura como para regalo, pero que desconfían del valor que puedan tener los cuadros o las esculturas a la hora de hacer crecer el patrimonio. La lista de compradores del platero Francesc Roig incluye a maestros, herreros, sastres y alguna hortelana, y eso significa (aunque a veces comprasen de fiado) que había en Barcelona una importante red urbana suficientemente articulada, ahorradora y consciente de su papel social. Sin embargo, Albert Garcia Espuche y Anna Molina no pueden dejar de advertirnos de que los registros notariales y los inventarios post mortem eran muy cuidadosos a la hora de diferenciar los objetos “de valor” de los falsos, haciendo anotaciones del tipo “oro berberí”, “balaj” (rubí falso) o “contrahecho” (de imitación), cuando se refieren a joyas. Si en algún lugar se nota el cosmopolitismo, es, curiosamente, en la vajilla y en el menaje del hogar. Objetos de cerámica popular, platos y cazuelas y pequeños bibelots decorativos llegan de toda Europa a través del activo comercio marítimo.

Resulta muy interesante comparar la manera en que nuestros antepasados construían el espacio doméstico, con la forma en que se concibieron los pisos “modernos”, sobre todo a partir de la irrupción del noucentisme en la arquitectura barcelonesa. La sociedad catalana del siglo XX construyó el espacio doméstico de un modo muy freudiano y, si estamos acostumbrados a nuestra concepción de la privacidad, sin duda el mundo de 1700 nos resultará bastante lejano. En el modelo más habitual de piso del Eixample barcelonés se encontrarán espacios amplios para enseñar a las visitas, para mostrar y mostrarse, como por ejemplo los salones y el famoso “salón-comedor”, tan típico entre 1920 y 1970, que se contraponen a los espacios privados, las habitaciones pequeñas y que no se muestran. El pisito barcelonés de noventa metros, que aún hoy es ampliamente mayoritario en la ciudad, puede describirse como un espacio freudiano, porque hay un consciente (lo enseñable) que se contrapone a un inconsciente (lo que no se muestra), en una oposición muy marcada. El interior doméstico del XVIII, en cambio, es un espacio comunitario, mucho más amontonado, poco pensado como espacio de exhibición pero muy vivido. Más pequeño, pero más vivo. Y quien sabe si de un modo u otro los nuevos usos sociales no nos harán volver a este modelo, menos individualista, de habitación.

Ramon Alcoberro

Profesor de Ética en la Universitat de Girona

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