Jardines, jardinería y botánica

  • Jardins, jardineria i botànica
  • Colección La ciutat del Born. Barcelona 1700
  • Albert Garcia Espuche (dirección)
  • Ajuntament de Barcelona. Museu d’Història de la Ciutat
  • Barcelona, 2008
  • 229 páginas

Jardins, jardineria i botànica (2008) es el primer libro de la colección La Ciutat del Born. Barcelona 1700, una serie que ha publicado hasta ahora diez volúmenes bajo un doble propósito: el de dar a conocer y situar los hallazgos que se han realizado en la excavación del Born y el de situar la Barcelona de los siglos XVII y XVIII a partir de la microhistoria y de una minuciosa comprensión de la vida cotidiana, especialmente a partir de los archivos notariales y gremiales. Participan en este primer libro Albert Garcia Espuche, Montse Rivero Matas, Josep M. Montserrat Martí y Neus Ibáñez Cortina. El volumen se cierra con la transcripción, a cargo de X. Cazeneuve, del manuscrito anónimo de 1703 Cultura de jardins per governar perfetament las flors, arbres y plantas per la constel·lació de Barcelona [Cultura de jardines para gobernar perfectamente las flores, árboles y plantas para la constelación de Barcelona], un auténtico manual de jardinería, obra de un buen aficionado, que describe con todo detalle el mundo de las flores y las plantas “per a qui vol un jardí ab bon consert y polit” [para quien quiere un jardín bien compuesto y arreglado]. Este texto va precedido por un interesante artículo de Montse Rivero, “Cultura de Jardins. Les anotacions d’un jardiner” [Cultura de jardines. Las anotaciones de un jardinero], que nos permite saber, por ejemplo, que en el clima de Barcelona (un poco más frío que el actual) se podían cultivar naranjos y limoneros sin ningún tipo de protección invernal.

Es significativo que al inicio de la Edad Moderna aparezca el concepto de jardín contrapuesto al de huerto. Un jardín es un espacio dedicado a la flor ornamental, con cierta organización arquitectónica de los espacios y con una finalidad de solaz. El huerto, en cambio, es un espacio de agricultura de subsistencia, alimentaria, y a menudo sirve como entretenimiento a personas de edad que no pueden salir al campo. El jardín, de modelo versallesco, italiano o centroeuropeo, siempre ha tenido una función simbólica y marca un estatus; nos habla de la sensibilidad urbana y cortesana. El huerto, en cambio, nos habla de la difícil subsistencia en sociedades rurales, cerradas y con frecuencia agitadas por el espectro del hambre. El jardín es urbano y el huerto, en cambio, es periurbano.

Hay algo de íntimo e infranqueable en el jardín, de modo que recluirse en el hortus conclusus, en el “jardín secreto”, ajeno al ruido del mundo, fue a menudo en los literatos clásicos el gesto y la metáfora exacta del alma sensible. No sabemos cómo era el Jardín de Epicuro, modelo de armonía y amistad por excelencia a lo largo de los siglos, pese a que consta que se acercaba más al huerto que a lo que hoy identificaríamos como un espacio de ocio. Pero el tópico del hortus amoenus pagano (mezcla de biblioteca y jardín, en una carta de Cicerón) duró poco a manos de los bárbaros y no reapareció hasta el Renacimiento. Los cristianos medievales y los primeros humanistas que, como Petrarca y Boccaccio, veían la naturaleza como un espacio peligroso, reconstruyeron (quizás a partir de una matriz árabe) toda una mitología de las flores y el jardín que les servía como espacio de placer, de entretenimiento y de relación social. El laberinto era, al mismo tiempo, un símbolo y un juego de sociedad.

Saber que Barcelona fue a lo largo de los siglos XVII y XVIII una auténtica “ciudad de jardines”, a la que se importaban flores de todas partes y se creaban variedades autóctonas de tulipanes, significa como mínimo tres cosas: que no era una ciudad densamente poblada (la densificación de la ciudad fue una más de las consecuencias de la derrota de 1714), que era una ciudad amable y rica, con gente lo suficientemente sofisticada como para disponer de tiempo y dinero para dedicarlos al ocio cum dignitatem y que era una ciudad bien conectada con el mundo, a la que llegaban frutos y semillas que los jardineros hacen crecer. Pere Serra Postius aún podía describir (entre 1734 y 1748) los huertos de la Fusina, cercanos a la Ciudadela, diciendo que “se dubte que en altre part del món hi agués passeig més alegre y deliciós” [se duda de que en otra parte del mundo hubiera paseo más alegre y delicioso]. Las aguas del Rec Comtal garantizan un abastecimiento continuado a la ciudad y nos consta, tal como describe en detalle este mismo volumen, que para un gran número de comerciantes el “huerto para regalarse” era un pequeño lujo al alcance.

Si la jardinería es un sinónimo de la civilidad y la flor es una expresión de buen gusto, no hay duda de que la Barcelona que cultivaba “huertos para regalarse” con plantas de anís, lavanda, toronjil o romero en las casas tenía que ser un lugar eminentemente civil. La derrota de 1714 no fue tan solo un descalabro político e institucional. Como siempre sucede en todas las guerras, significó, además, un descalabro en la civilidad.

Ramon Alcoberro

Profesor de Ética en la Universitat de Girona

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