‘Keep calm and read Espinàs’

  • Una vida articulada
  • Josep M. Espinàs
  • Edicions La Campana
  • Barcelona, 2013
  • 504 páginas

En Una vida articulada, libres de fechas y títulos concretos, y recortados, los artículos de Espinàs se han convertido en una mezcla de memorias y crónica, de miscelánea y de libro de filosofía práctica, en el mejor sentido de la palabra. Una vez leído el medio millar de páginas –seleccionadas de una montaña de treinta y seis años, once mil columnas–, saco un par o tres de conclusiones.

La primera, que Espinàs es el puente ancho, funcional e ineludible que une el articulismo clásico catalán –Carner, Sagarra y especialmente Pla– con el de Monzó, Pàmies o Moliner: un articulismo moderno y ciudadano, fruto de la sociedad de la abundancia –con o sin crisis–, y basado en la guarda permanente del sentido común contra los vendedores de motos y el facilismo de los tópicos, un articulismo en tiempos de audiovisuales y máximas audiencias, que emplea el matiz contra la espectacularidad –y a menudo no hay nada tan espectacular como el matiz.

Espinàs deja atrás la mala leche y el enciclopedismo de Pla, es más desnudo, menos libresco, pero igualmente conversador: tiene la misma capacidad de narración, de observación, de sacarle punta a todo, de elevación del interés. Tiene la ironía del amigo que quisieras tener permanentemente a comer. Por eso este libro es tan goloso. Nada entorpece su lectura.

La segunda, que detrás de estos artículos está la tenacidad de toda una filosofía. Una sabiduría pasada por el tamiz de tantas generaciones como la etimología de las palabras y que, a partir del escepticismo propio de un periódico –que es la escuela permanente de lo real–, nos conduce a una visión optimista y convincente de la existencia humana. El optimismo está en la médula de este libro. A partir de aquí, como ya dijo santo Tomás, “el bien se difunde por sí mismo”, y no se le puede pedir más a un libro.

El modo que tiene Espinàs de conseguirlo es destrascendentalizando a la persona, haciéndola salir del centro de la composición. No como los románticos, que desplazaban a la persona remitiéndola a la naturaleza, sino encontrándola en las inmediateces, en la vida civilizada, en el entorno, nunca demasiado lejos. Espinàs es nuestro enviado especial a la cotidianidad. Es como un salabre que capturase la silueta imprecisa de la condición humana. De ahí esa fijación en el exterior inmediato, en los niños, los animales –sobre todo los pequeños, los insectos–, los árboles y los objetos, en los detalles y la infinidad de cosas pequeñas que conforman el ambiente donde el hombre se hace: las circunstancias que nos siluetean. Las cosas gratuitas, porque “los actos libres y gratuitos definen al ser humano”. Naturalmente: la gratuidad es la base de la libertad. No le hace falta moverse demasiado, las cosas le llegan, se define más por lo que no es que por lo que es, y por eso repite constantemente que cuando se pone a escribir todo su entorno desaparece. Espinàs desaparece y, gracias a esta desaparición, se convierte en el espejo de cualquiera. Claro que desaparece: se vuelve la silueta, el vacío, como si el entorno del mundo fuese su piel y como si las realidades más interiores y más íntimas –esta fijación con el tiempo, por ejemplo, que nos atraviesa– estuviesen fuera. Así describe el vacío que nos acoge. Un vacío que tiene forma humana.

Es una trampa en la que caemos gustosamente. Porque que sea antitrascendente no significa que no trascienda. Un vacío –un ambiente–, más que un espejo es un molde. Observamos al observador Espinàs, nos reconocemos en su “ejercicio periódico de despersonalización”, aprendemos de él y le agradecemos sobre todo su ejemplo de serenidad.

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