Caos, derrota y humillación

Los artículos de los años cincuenta muestran un país derrotado y vulgar, que solo se salva por el exotismo mediterráneo. Cristaliza el mito de la buena vida barcelonesa, sustentada en el desorden, el calor, la bohemia, la impuntualidad, el sexo y, en general, en un carpe diem relajado, embrutecido y sin cultura. Pero tras ello se detecta una tristeza, un silencio.

© Pérez de Rozas / AFB
Salida de una función de gala del Liceu, en noviembre de 1958. Joseph Wechsberg aseguraba en su artículo de 1955 que los barceloneses eran fanáticos del fútbol, los toros y la ópera, y aunque la mayoría no iban al Liceu, eran capaces de comentar las novedades.

El reportaje de 1955 va firmado por Joseph Wechsberg, escritor, periodista y músico checo, conocido luchador antinazi desde los años treinta. Secretario parlamentario del partido judío checo y defensor de la causa sudeta, adoptó la ciudadanía norteamericana al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, para volver a Europa en 1943 como corresponsal de guerra. Tras el conflicto trabajó para la Comisión de Crímenes de Guerra y escribió The Murderers Among Us (1967), libro en que desenmascaraba a ex oficiales nazis ocultos en Latinoamérica o desmemoriados en Berlín. No es para bromear.

El artículo de Wechsberg, sin embargo, no tiene nada que ver con el de Mannes. No es político, ni siquiera cultural en un sentido amplio. Es una caricatura muy entretenida del viaje de una compañía de ópera vienesa que estrena un Mozart y un Wagner en el Liceu. Vale la pena consignar la diferencia entre las definiciones de Barcelona que daba Mannes y la de Wechsberg, quien afirma: “Barcelona no es tan solo la segunda ciudad más grande de España, sino que también es la más ruidosa. La parte más ruidosa es el viejo Barri Gòtic, atravesado por la Rambla, la avenida más pintoresca de la ciudad.”

El resto del largo reportaje desarrolla esta idea. Si Mannes lo leyó, debía de pensar que el proceso “de nivelación” orquestado por el régimen –como consigna en su artículo de 1944– había alcanzado sus objetivos con un éxito notable. La ciudad culta y moderna, que participaba del progreso espiritual y material de Occidente, se ha transformado ahora en un antro de corruptelas y dejadez; la habitación del hotel parece la celda de un monje, y las cotorras y las conversaciones hasta altas horas de la madrugada en medio de la Rambla no dejan dormir a las prime donne y a los directores que intentan conciliar el sueño en las habitaciones nobles del Hotel Oriente.

Fanáticos del fútbol, los toros y la ópera

Los barceloneses son fanáticos del fútbol y de los toros; por lo que parece, además, son grandes amantes de la ópera, y aunque no asistan al Liceu comentan la jugada. Los cantantes, acostumbrados a Viena, echan de menos el hogar –el barítono está hasta las narices de comer pescado tres veces al día– y se constipan de tanta vida nocturna y tan poco descanso. No paran de quejarse: ¡qué país más incivilizado! La ciudad es nocturna: las tiendas cierran pasada la medianoche y no abren hasta el mediodía siguiente; los espectáculos empiezan a las diez de la noche, sin apenas público en la sala, que se va llenando poco a poco; los descansos son largos para permitir largas conversaciones y que las muchachas luzcan sus coloridos vestidos; y los técnicos y los figurantes, una vez acabada la función, pasadas las dos de la madrugada, aún salen de copas hasta las seis. Los bomberos, a su vez, se pasan la función fumando entre bastidores. “Siempre son cooperativos, y jamás se irritan. Debe de ser el pescado fresco que comen”, dice el director de la compañía. Nadie diría que solo han pasado once años desde el artículo anterior.

El cuadro estético debía de parecerle muy exótico al lector de The New Yorker, y Wechsberg seguramente jugaba a exagerar, pero el resumen moral era que ni había país ni normas elementales. Bajo la costra del régimen, sin embargo, emergía una fuerza que escapaba hacia el hedonismo. No había espíritu combativo, pero sí un buen espíritu, alegre y bohemio, un poco como de siglo XIX, popular y pringoso.

De hecho, al volver a Viena, después de un éxito brillante y exquisitamente nórdico, los cantantes que tanto se quejaban echan de menos el calor de los barceloneses y la impudicia de sus girls. Es la Barcelona española y la España africana. Sol, sexo y vino. Los Pirineos son ya frontera. El hecho de que a un judío sudete, histórico combatiente, le pase Barcelona por delante y no vea nada más indica el estado de total descomposición de la ciudad, pero también un cambio en los intereses de los lectores y de los gobernantes norteamericanos. El artículo está rodeado de anuncios de trajes de baño para señoras y de whisky para señores. En esta época el precio de la entrada más cara del Liceu vale como ocho números de The New Yorker; el gobierno americano ya tiene cuatro bases en la península; España está en proceso de incorporación internacional –Unesco, ONU, pacto preferencial con la CEE– gracias a la guerra fría, y estamos a cuatro años de la intervención del FMI y a punto de empezar el gobierno de los tecnócratas del Opus. El país y la ciudad han tocado fondo y aún no ha llegado la recuperación.

El artículo del año 1956 también lo muestra. Es una extraña pieza de Frederick L. Keefe, guionista de Hollywood, sobre un viaje en coche de Madrid a Barcelona. No hay documentación, ni ninguna intención política o ideológica. Es todo descripción. Keefe va en coche y a la altura de Medinaceli recoge a un historiador catalán formado en Cambridge, con cara de pasar hambre. Después de criticar la estupidez del franquismo a lo largo del trayecto, el historiador acaba vitoreando a la comitiva de Franco ante unos guardias civiles en una escena que recuerda a Bienvenido, Mister Marshall. En una descripción que te llena de pena, Keefe explica cómo el historiador pasa el resto del viaje en una actitud taciturna e incómoda. Finalmente, cuando Keefe, muy educadamente, le pregunta qué le sucede, el historiador se disculpa por su incoherencia. Acomplejado ante el americano, solo sabe justificarse con una frase que para el licenciado de Cambridge debía significar una humillación: “En España a menudo tienes que pensar de un modo y actuar de otro. ¿Sabes a qué me refiero?” El cuadro de los años cincuenta queda, por tanto, completado: caos colectivo, derrota cultural y humillación intelectual: provincianos, cobardes y supervivientes.

Recuperación y acomodamiento mental

Los dos artículos de los años 1961 y 1963, en cambio, muestran que el país ha reaparecido. Los firma un escritor americano de origen escocés, Alastair Reid. Como en 1944, son un compendio documentadísimo de tópicos catalanistas, culturales y políticos, y muestran claramente que Barcelona depende de la fuerza del país, y viceversa. Cuanto más catalana es Barcelona, cuanto más profundiza en las posibilidades de su historia, más cosmopolita es, más moderna, más europea; y más comprensible para el lector. El artículo de 1961, también titulado “Letter from Barcelona”, ocupa cuarenta páginas y es el reportaje central. Reid dice que Barcelona ha tenido dos historias diferentes: una larga y gloriosa que empieza con su fundación, puerto marítimo comercial y estratégico desde los romanos, capital de una de las grandes naciones del Mediterráneo, independiente de espíritu, industriosa y valiente; y la otra, una historia corta y brutal que empieza con la industrialización. Sobre esta base histórica describe la realidad de los sesenta, económicamente deprimida y culturalmente “castrada”. Pero se adivinan movimientos; todo respira de nuevo y permite ver en ello al país.

© Pérez de Rozas / AFB
Las bandurrias y las guitarras de la tuna universitaria amenizan la inauguración de los nuevos locales del Ministerio de Información y Turismo en Barcelona, el 20 de mayo de 1957. En el centro de los músicos, Manuel Fraga, titular del ministerio.

La España de los sesenta es fruto del crecimiento económico puesto en marcha gracias al crecimiento de Europa, la ayuda norteamericana y el Plan de Estabilización de 1959. Si el artículo del año 1961 mostraba un país pobre pero vivo, sometido al shock de las reformas de 1959, el del año 1963 muestra que las reformas han funcionado. Esto desemboca en un acomodamiento mental que acepta la fortaleza histórica del franquismo y en una entrega absoluta al mito del milagro español. Fraga es el publicista de la apertura del régimen y el candidato más plausible a la sucesión del viejo dictador. En el otro platillo de la balanza está una minuciosa descripción del estado mental de los supervivientes de la guerra, que viven entre pesadillas, angustias y silencios.

Pero de todas las explicaciones que Reid da, el catalanismo acaba siendo su tabla de salvación. Reid nos mira con simpatía y se lamenta del fracaso del Estado catalán –“una tragedia dentro de una tragedia”–, pero a la vez no se abstiene de hacer ver que políticamente es un movimiento muerto. A principios de siglo, dice, el separatismo lo tenía todo para ser un movimiento serio: cultura propia, economía e ideas políticas modernas, pero ahora es solo un cadáver que nadie reclama, ignorado en una nevera de la morgue. Como le parece que el país tiene condiciones para ser, intuye que la única respuesta al hecho de que no haya llegado a nada debe ser antropológica. Sobre la manera de vivir barcelonesa edifica un discurso que ya será definitivo: la buena vida del sur hace que los españoles no sepan siquiera qué es la más elemental responsabilidad política. Y los catalanes viven atrapados entre el régimen de un pequeño militar sádico con voz de mujer repelente y los límites mentales de su sensualidad, lo que explica la falta total de disciplina, las explosiones de ímpetu que nunca llegan a nada, el pragmatismo económico y una endémica preferencia por la congelación del instante presente, en una eterna perplejidad de sol y gozo interior, antes que la velocidad y el coste del futuro. El precio del anarquismo moral es esta vida sometida, y esta derrota permanente, que sólo se debe poder aguantar por una disposición metafísica del carácter.

Eso no significa que no se le escape cierto optimismo, como si detectase un latido. Barcelona le desconcierta porque, pese a la voz moderna y a punto para lo que sea, culta y con cuerpo, ni las elites ni el pueblo tienen ninguna musculatura o determinación para hacerlo real, más allá de una gana retórica. Dos veces usa la palabra “castrados”. El artículo daría para una tesis doctoral, y demuestra que para entender a Cataluña y Barcelona, y para explicarla, no queda más remedio que recurrir a la psicología y colocarla en un contexto histórico de siglos.

Jordi Graupera

Periodista

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