De los caminos de quietud a los caminos de la ciudad

Los humanos aprendemos el mundo muy pronto. Amamos la tierra y a las personas que nos dan vida, pero somos capaces de estar entre otras personas, en otras tierras, sin necesidad de olvidar los orígenes.

Foto: Brangulí / AFB.
Bloques del polígono Sud-Oest del Besòs, construido entre 1959 y 1966 por el Patronato Municipal de la Vivienda, durante una visita del alcalde Josep Maria Socias, en 1978.

Ser de una época imprime carácter en la vida de una persona. Creo que pertenecer a un lugar y, por circunstancias, cambiarlo por otro, también.

La mía fue una emigración suave. Quiero decir que, si desde Tremp no hubiera ido a estudiar a Barcelona a los catorce años, me habría podido quedar en el pueblo con mis padres y mi padrino. No era necesario aquel viaje, pero en casa pensaron que sería conveniente para mí. Creo que, sin ser conscientes de ello, decidieron un camino en mi vida, fueron generosos.

Me produce ternura pensar en aquellos primeros tiempos en Barcelona. La mayor parte de las horas, en casa de unos tíos y en el instituto Montserrat. Yo echaba de menos el Pallars, en especial Tremp, mi casa, las amigas, el paisaje. Al principio, los domingos intentaba encontrar la comarca en la capital. Mi hermano, los familiares, los amigos que estudiaban aquí, los conocidos, pero todos “de allí”, como solíamos decir. Recuerdo que un día, en clase, el profesor de ciencias naturales citó las salinas de Gerri y me emocioné como si hablasen de mi familia.

La perspectiva del tiempo hace que ahora vea la segunda mitad de los años sesenta como una época en que se hace visible la resistencia contra el franquismo, un tiempo en que se lucha tenazmente en Cataluña, y ya no en silencio absoluto. Los hechos afloran por su importancia. Yo ya estoy en Barcelona durante la Capuchinada –ahora se han cumplido cincuenta años–, estudio sexto de bachillerato. Montserrat Roig estudia preuniversitario en el mismo instituto. También en 1966 se funda en la universidad el Sindicato Democrático de Estudiantes (SDEUB), al que me acercaría un par de años más tarde, cuando estaba matriculada en el primer curso de Filosofía y Letras.

Poco a poco amplío el conocimiento de la ciudad, desde la zona inicial, la entonces denominada plaza de Calvo Sotelo, hasta la calle de Copèrnic, sobre la Via Augusta y cerca de la plaza de Molina. Al cabo de dos cursos y medio de llegar me trasladaré a una residencia de la calle de Avinyó. Y, tres años más tarde, nos reuniremos con mi hermano en un piso junto al Paral·lel. La red de caminos que sigo en la ciudad es cada vez más amplia. Durante estos años, aunque paso allí todo el verano, Navidad y Semana Santa, empiezo a mirar el Pallars con perspectiva. He interiorizado el paisaje que no puedo ver cada día y, sobre todo, conecto la pequeña historia de mis padres y padrinos, la de la Segunda República y la de la Guerra Civil, con la realidad de estudiante que escucha, lee y protesta con sus compañeros. Sin ruido, los caminos de Barcelona y de los dos Pallars se cruzan y son para mí atajos para conocer la historia que me han negado. Reconozco que no tengo el acento de la capital y que ignoro mucho de lo que me rodea, pero no pasarán muchos cursos y ya me sentiré de todas partes, de donde he nacido y me he criado, y de donde vivo. Pronto, la rica lengua heredada en casa, que no en la escuela, pugna por convertirse también en lengua escrita en la capital. Aunque sea, cuando menos, para expresar en ella recuerdos y anhelos. De estos primeros cursos en el instituto Montserrat provienen algunas de mis mejores amigas y los escritos iniciales con instinto literario. Versos y prosas.

Una reserva valiosa

No sé hasta qué punto era consciente entonces de que mi procedencia me suministraba de una reserva valiosa, una experiencia que, con el paso de los años, se me manifestaría como estructuradora e inspiradora. Así pues, había efectuado un desplazamiento de tierra firme hacia la costa. Desgraciadamente, en los años sesenta y setenta, en el Pallars faltaban infraestructuras básicas que empujaban a la población a distanciarse de allí. Para los jóvenes, no había ningún instituto ni se podía acceder a una formación profesional, ni tampoco eran muy sugerentes los posibles trabajos. Pero, insisto, yo era catalana, con el acento del Pallars que el oído me ha hecho perder y, en casa, no pasábamos necesidad. Podríamos decir que, en mi caso, la emigración responde al intento de mejorar mi formación.

En cualquier caso, yo ahora no soy del todo de Barcelona, pero me siento de aquí, ni soy del todo del Pallars, pero me siento de allí. Es un rasgo distintivo que comparto con miles de personas que viven en la capital de Cataluña y en todo el mundo. Cada vez serán menos las que nacerán y vivirán siempre en el mismo lugar: ciudad, comarca, país, continente.

Acabada la carrera de Filosofía y Letras, Románicas Hispánicas, empecé a trabajar en la enseñanza. Se iban ampliando mis paisajes y mis conocidos por razón de trabajo y amistad. En los primeros setenta, el barrio del Besòs marcó un punto de inflexión, trabajé como profesora en la escuela Joan Maragall. La formación profesional funcionaba en régimen nocturno, las clases empezaban por la tarde y acababan a las diez de la noche. Los alumnos eran aspirantes a administración, a electricistas, a la industria química. Yo enseñaba lengua castellana a los diferentes grupos; entonces, superaba tan solo en dos o tres los veinte años. Ellos eran, en general, mayores. Jóvenes y hombres maduros, algunos trabajaban en las fábricas y talleres del barrio, y ellas, igualmente. En Formación Administrativa solía haber mayoría de mujeres, y en Electricistas, casi todos eran hombres. Auxiliar Químico disfrutaba de un mayor equilibrio. El grueso del alumnado de la escuela provenía de fuera de Catalunya, de Murcia y de Andalucía, sobre todo. Ahora, hablando de ello, me doy cuenta del afecto que me liga a aquellas personas y cómo me enorgullece saber de algunas que se sienten barcelonesas como yo, aunque ni ellas ni yo nacimos en Barcelona. Aquella experiencia fue profunda y me amplió la visión de la ciudad, de la inmigración, de las lenguas, de las clases sociales, de la amistad. Desde entonces sé que yo soy una emigrada de lujo.

La etapa del Besòs duró dos o tres cursos. Después me presenté a las primeras oposiciones de agregada en Lengua y Literatura Catalanas y fui de la promoción de 1978. Tenían que pasar más de veinte años hasta que abordara una ficción basada en la emigración andaluza de los años sesenta. El resultado sería la novela Carrer Bolívia. El mundo de entonces, el barrio del Besòs tal como estaba, sin apenas infraestructuras, poblado por familias que venían de fuera. Muchas calles aún no tenían pavimento, los pisos eran pequeños, la gente, sufrida. La escuela estaba arraigada en el barrio, en los problemas de la gente, en las aspiraciones que hacían que algunos se sacrificasen para estudiar después de una jornada laboral. Mis protagonistas (Lina, Néstor, Sierrita) no se corresponden con las personas que conocí allí, pero había un cura obrero a quien el personaje Daniel podría parecerse. Quizás Núria Solera puede recordar a alguna profesora, pero no había en mí voluntad de copiar la historia o el carácter de nadie de entonces. Sí el ambiente. Además de los bloques y los bares, la añoranza, la resignación, el compañerismo, las reivindicaciones políticas y sociales.

Los humanos aprendemos el mundo muy pronto. No hace falta que nos lo expliquen. Amamos la tierra y a las personas que nos dan vida, las palabras que nos dibujan los seres, los objetos, las actitudes y los sentimientos. Las costumbres. Pero somos capaces de estar entre otras personas, en otras tierras, de aprender lenguas distintas a la nuestra, otras costumbres, sin necesidad de olvidar la esencia de los orígenes ni nada que consideremos o hayamos considerado nuestro. Ninguno de los rasgos que nos han situado en el mundo nos impide amar sus caminos infinitos.

Maria Barbal

Escritora

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