El secreto de Barcelona

Una gran ciudad es la que hace crecer algo, la que es capaz de representar una causa que va más allá de su interés material. Barcelona podría defender la causa del matiz, de las minorías que no necesitan poner bombas porque saben ir avanzando sin dejarse pisar. Un reducto judaizante en medio de la Europa posmoderna.

© Sagar Forniés

Hace un par de años el Brand Institute de Esade publicó un estudio que proponía desvincular la marca Barcelona de la marca España. El motivo que aportaba es que la marca España iba asociada al turismo “de sol y paella”, y que esta fama neutralizaba el potencial de Barcelona como ciudad de negocios.

Pese a que los datos eran claros, las conclusiones no entraban en cuestiones políticas. Tomé apuntes porque algunas cifras eran demoledoras. Según el estudio, poco más de un 2% de los extranjeros que habían visitado Barcelona en 2011 relacionaban la ciudad con el catalán. Solo un 1% de los que no tenían el placer de haber estado en ella establecían este vínculo. De los visitantes que habían admirado los edificios de la ciudad, o que habían visto sus museos, o que habían paseado por sus calles, apenas un 5% sabían que Barcelona es la capital de Cataluña.

Si la marca de un producto es el resumen épico de una realidad –con sus ideales y sus problemas–, queda claro que Barcelona no acaba de tener una marca como es debido. Es posible que, con la repercusión del independentismo, esto vaya mejorando. De momento, estamos en el mismo punto de 1990, cuando el famoso crítico Robert Hughes –ya fallecido– descubrió que no podía explicarse a sí mismo el encanto de Barcelona sin conocer Cataluña. El círculo virtuoso entre memoria, política y nación que da vida a las grandes calles del mundo, en Barcelona hace siglos que sufre un miedo atávico a cuestionar la unidad de España. Bajar sutilmente el nivel, como en estos últimos treinta años, o hacer castillos en el aire, como los que hicieron fracasar al novecentismo, ya no parecen salidas razonables.

Para crear marca, Barcelona tendría que empezar poniéndose en el centro de un imaginario que profundizara en su historia y en su personalidad. Una marca siempre será motivo de banalización si no tiene en cuenta que la lucha por la memoria es una lucha por la caja y por el mercado. Si la marca Mediterráneo no ha ido más allá del turismo de garrafa, es porque entre la idea de Barcelona y la idea del Mediterráneo siempre ha faltado una idea clara de Cataluña. La exposición de los restos arqueológicos del Born, rememorando el universo que la derrota de 1714 enterró, promete un cambio de actitud en la manera de entender la ciudad. El hecho de que las fronteras militares hayan cambiado también invita al optimismo. Hacía siglos que Barcelona no tenía tanta libertad para presentar su imagen al mundo –para diseñar su marca.

Ahora que los urbanistas norteamericanos promueven la vida de barrio y los núcleos antiguos de las ciudades sería un mal momento para separar la identidad de la economía, y aún más para criminalizarla, como se ha hecho a menudo. Para elaborar una buena marca, primero tendríamos que vincular de nuevo la imagen de Barcelona con la epopeya que dio nombre a sus calles y que impulsó sus monumentos y a sus mejores artistas. Ahora que los downtowns de las grandes ciudades americanas se inspiran en la brillantez de las capitales europeas de principios del siglo XX, Barcelona tiene una oportunidad para retomar el proyecto que truncó la Guerra Civil. Pero para convertirse en una especie de Nueva York –o de Shanghai– del Mediterráneo tendríamos que conocer más nuestra historia y aprender a sacar partido de ella.

Hoy el modelo de ciudad sin pasado solo sale a cuenta en países que viven de explotar la mano de obra barata y que están dirigidos por burócratas que encuentran que la democracia está muy bien, pero que es poco práctica. En Occidente el modelo industrial está agotado; las ciudades solo están en condiciones de competir con Asia a través del uso inteligente de la energía y las ideas. En el momento presente, cuando está mal visto utilizar los ejércitos para robar, la cultura se convierte en la base económica de las ciudades. A partir de cierto nivel de bienestar, cualquier ciudad deja de ser un problema de dinero y se convierte en un problema de inteligencia, de capacidad para transformar sus recursos y los fracasos de sus antepasados. Los déspotas tienen la manía de las inauguraciones y las infraestructuras. Pero la piedra de toque de la vida urbana es la capacidad de sacarle punta a la tradición para conectarla con el entusiasmo de la gente.

El futuro de las ciudades occidentales dependerá de su capacidad de crear un clima seductor, capaz de fomentar el talento y las relaciones humanas. Las metrópolis que tengan ambición tendrán que fidelizar a sus ciudadanos y a la vez darles facilidades para viajar por el mundo, para que hagan de embajadores de sus virtudes y sus productos. La cultura es importante porque pone un paisaje al comercio y facilita que el cliente haga suyo lo que compra. Los publicistas se pasan el día sosteniendo que las diferencias entre las ciudades vendrán determinadas por la fuerza de su marca, pero no sé si ven lo bastante bien que toda marca fuerte es fruto de la destilación de una identidad original, es decir, de un sentido fuerte de los orígenes, de una autenticidad. Es significativo que Amazon haya instalado su cuartel general en el centro de Seattle. Microsoft, que es el monstruo más veterano de la globalización, está instalada en un área suburbial de la misma ciudad, a dieciocho kilómetros del downtown. La revitalización de los centros de las ciudades nos recuerda la importancia que han adquirido el pasado y el localismo en la época de los aviones y de internet.

Algunos autores, como John Kasarda, afirman que la vida urbana está destinada a construirse alrededor de los aeropuertos. A mí esto me parece una solución muy asiática, conveniente para ciudades recién estrenadas muy concretas, como por ejemplo New Songdo, que quiere ser un Martorell aeroportuario entre Tokio y Singapur. Es verdad que el tiempo se ha vuelto más importante que la distancia, y que el destino de las ciudades se definirá por el lugar que ocupen en la red de transportes. Pero los aviones son ruidosos y los aeropuertos son monótonos, y el atractivo de las ciudades depende de su capacidad de crear ambientes que despierten la curiosidad de los extranjeros y que sean un espejo motivador para los habitantes que la defienden cada día.

Compromiso con la propia realidad

A finales de los setenta, cuando Nueva York estaba al borde del abismo, un publicista fabricó este eslogan: “I love New York”. Hoy las camisetas nos hacen pensar en una ciudad brillante, que alimenta los sueños de medio mundo. Pero en aquel momento, cuando Nueva York era la ciudad con más paro de los Estados Unidos y los ricos huían un poco asustados, hartos de oír tiros por la calle, el eslogan reivindicaba un compromiso que es la base de toda sociedad civilizada. Es el compromiso con la propia realidad que va más allá de los números de la calculadora. Aquel publicista entendió que el objetivo final de una ciudad no es fomentar el individualismo, sino la colaboración entre los individuos, que es la auténtica fuente de prestigio y de dinero.

Uno de los comentarios que se hicieron sobre el estudio publicado por Esade es que los valores de Barcelona casan con los de Cataluña, pero que la marca Cataluña es demasiado pequeña para promover la ciudad. Creo que se trata de un razonamiento erróneo. Una gran ciudad es la que hace crecer algo, la que es capaz de representar una causa que va más allá de su interés material. Barcelona podría defender la causa del matiz, de las minorías que no necesitan poner bombas porque saben ir avanzando sin dejarse pisar. Un reducto judaizante en medio de la Europa posmoderna, como la prueba de que no todo se perdió con el nazismo. Si me pidieran un eslogan para vender la ciudad a los extranjeros, yo daría este: “Barcelona tiene un secreto, y se llama Cataluña”.

(Y entonces descubriríamos que Cataluña es más que una nación, es un sistema de ciudades liderado por Barcelona.)

Enric Vila Delclòs

Escritor y periodista. Profesor de la Facultad de Comunicación Blanquerna

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