La Barcelona de las mujeres

Foto: Pepe Encinas.
Una madre con su bebé ante unos plafones de publicidad de moda femenina en el escaparate de un gran centro comercial de la avenida Diagonal.

Si entendemos por participación contribuir al desarrollo de la ciudad y no a su obsolescencia programada, la participación de las mujeres deja todavía mucho que desear.

A día de hoy, Barcelona es una ciudad de mayoría femenina (unas 850.000 mujeres respecto a unos 750.000 hombres), de las cuales la mayor parte tienen entre veinticinco y sesenta y cinco años. Y es también, por primera vez en la historia, una ciudad capitaneada por una alcaldesa, una alcaldesa de mi generación; un cambio simbólico que se supone arrastrará otros, aunque aparentemente no tan sustanciales como los que hubo antaño.

En la Barcelona de los años treinta, la de los tranvías y los sombreros, María Luz Morales, por ejemplo, era la única periodista en la redacción de La Vanguardia y, aún así, en plena Guerra Civil, se hizo cargo de su dirección a instancias del comité obrero, siendo la primera mujer directora de un diario de alcance estatal. Desde entonces, aunque a trompicones, las mujeres han ido ocupando progresivamente los lugares de representación de la Ciudad Condal.

Digo a trompicones porque en un no tan lejano 1986 no había ni una sola mujer en la famosa foto de la designación en Lausana de Barcelona como ciudad olímpica, un acontecimiento llamado a cambiar nuestra fisonomía y dar entrada al aluvión turístico hoy de difícil digestión. Del mismo modo, las féminas fueron bien escasas en las muchas fotos de celebración e inauguración de los Juegos protagonizadas por el entonces alcalde Pascual Maragall, y también vale la pena recordar que fueron menos de un 30 % las atletas que participaron. Cual ave fénix, Barcelona renació entonces de las cenizas de la Transición para mirar hacia el siglo xxi sin que las mujeres pintaran demasiado. ¿Y hoy, sirve de algo la mayoría femenina y el gesto simbólico que supone romper en la Alcaldía con la arraigada tradición androcéntrica?

En este casi cuarto de siglo que va desde el emblemático 1992 ha llovido una dosis notable de eso que se ha llamado “la fantasía de la igualdad”, y las barcelonesas –nativas o de adopción (según el Instituto de Estadística de Cataluña unas 128.500 tienen nacionalidad extranjera)– pisan fuerte en las calles de una ciudad en la que aparcar es una proeza, las bicicletas circulan más que nunca pero a su libre albedrío, las baldosas de la Diagonal martirizan los pies y el centro apesta cada vez más a fritanga. Cuando en los años setenta mi tío madrileño recaló aquí, le resultaba casi imposible encontrar un bar para tomarse un café, mientras que Madrid siempre abundó en ellos, y ahora en cambio no hay acera sin tres o cuatro. A lo que se suma que en las zonas turísticas, como si se tratara de peep shows, jovencitas casi siempre llamativas sirven de reclamo para invitar a entrar a los foráneos.

Una Barcelona repleta de bares y terrazas y rebosante  de mujeres jóvenes y maduras. Pero ¿qué hacen esas madres e hijas que constituyen la mayor franja de población? La realidad es que en los medios de comunicación locales no aparecen representadas ni de lejos en la misma proporción, y que están también altamente infrarrepresentadas allí donde se reparten las cuotas de poder, quizás a excepción de ese pequeño reducto de listas cremallera que es el Parlamento de Cataluña, donde en la actualidad hay un 40 %, mientras que en 1979 tan solo eran un 6 %.

Por la cantidad de tiendas de ropa por metro cuadrado, se diría que este casi millón de mujeres se pasa los días renovándose el vestuario o, en su defecto, dada la abundancia de negocios dedicados al arte del embellecimiento, poniéndose en forma, depilándose las cejas o bronceándose de los pies a la cabeza. Mi madre certifica que cuando ella era joven había muy pocas opciones para vestirse, y que incluso existía aún la costumbre de acudir a la modista si la ocasión lo merecía. Pero es que cuando yo misma tenía veinte años, la oferta era infinitamente menor y sobre todo no abundaba tanto el low cost, que ha democratizado la moda y, ay, esclavizado a la población femenina hasta límites que ni siquiera sospecha. Hoy Barcelona parece un outlet gigantesco. “Barcelona, la millor botiga del món”, rezaba una campaña publicitaria cuyo lema da nombre a un premio destinado a dinamizar la actividad empresarial comercial. Habrá quien piense que una ciudad así es el sueño de cualquier mujer, y pensará bien… siempre que el suyo sea un pensamiento unívocamente patriarcal.

A quienes así piensan es evidente que no se les ocurre que pueda haber barcelonesas que preferirían repartirse en igualdad otras tareas algo más edificantes, pongamos por caso escribir libros, dirigir películas o tener voz en los medios. Barcelona es una gran capital editorial, cierto, pero las mujeres solo ganan premios en un 18 %. Es asimismo un potente conglomerado de medios de comunicación, pero ellas solo participan como articulistas, tertulianas y demás en una proporción de una de cada cuatro. Y también es una ciudad donde se hace cine, pero las mujeres realizan menos de una de cada diez películas. Se trata de cifras elaboradas por el Observatorio Cultural de Género: un retrato parcial altamente fidedigno, un buen espejo de qué clase de sociedad somos.

Foto: Pepe Encinas.
Una mujer de origen inmigrante limpiando la cristalera de un comercio de la Via Augusta.

El engaño del consumismo

Esta Barcelona megatienda, megachillout y megafutbolera –¡donde las iglesias están cada vez más vacías pero Messi es Dios!– ha obedecido al pie de la letra las normas destinadas a que todo cambie para que todo siga igual, como diría Lampedusa. El progresivo empoderamiento femenino que hubiera correspondido a una metrópolis moderna ha sido sustituido por el vulgar consumismo, que obliga a nuestras mujeres –maltratadas por una publicidad irresponsable– a creer que son más que nunca ellas mismas. Y de ahí que, cuando la oscuridad se cierne sobre nuestros barrios, asomen manadas de mariposas nocturnas para disfrutar del llamado “mito de la libre elección”, y que, con su aspecto homologado –minifaldas, melenas y tacones altísimos–, invaden hasta el alba las zonas consagradas al ocio.

Ha sido mentar los tacones y pensar en la prostitución, discúlpenme la sinécdoque. No he sido capaz de hallar ni una sola estadística oficial; ni siquiera parece disponer de cifras la Agencia ABITS –destinada a las mujeres que ejercen la prostitución y/o son víctimas de explotación sexual, que para algunos es lo mismo pero para otros no. Yo, que he crecido en el Eixample, cuando era niña espiaba desde el balcón las idas y venidas de los travestis y transexuales que comerciaban con su cuerpo en el pasaje de Domingo, en la parte trasera del famoso Drugstore. Algo más tarde, las esquinas del paseo de Gràcia y de la rambla de Catalunya emularon los escaparates del barrio rojo de Ámsterdam. A día de hoy, la prostitución ocupa otros espacios públicos más cutres y sobre todo muchos privados, y la prensa recoge de manera recurrente el masivo aumento de la demanda durante el Mobile World Congress y otras ferias como quien comenta el precio de la gasolina. ¡Lo que nos faltaba, una Barcelona megaprostíbulo, émula de La Jonquera!

Está claro que la Barcelona de las mujeres aún está por llegar y queda mucho para “la ciudad conquistada” de que habla Jordi Borja. Si entendemos por participación contribuir al desarrollo de la ciudad y no a su obsolescencia programada, la participación de las mujeres deja aquí mucho que desear. ¿Cómo se entiende que se haya tardado un siglo en designar a una mujer para dirigir el Instituto del Teatro y que hasta la fecha solo haya habido tres autoras de carteles de las Fiestas de la Mercè?

Algo bueno tendrá la Barcelona de las mujeres –me digo– para no caer en el radical pesimismo. Y sí, la parte positiva es que la globalización y los nuevos flujos migratorios la han teñido de un multiculturalismo enriquecedor que hace unos lustros ni imaginábamos. Mujeres procedentes en su mayor parte de países latinoamericanos se consagran al sector servicios, y son ellas las que atienden los comercios, pasean a nuestros mayores y cuidan a nuestros niños. Y cuando se reúnen en sus días festivos ya no hablan de Galicia o Zamora, sino de Cochabamba. Lástima que les estemos dando una ciudad con un futuro tan triste para sus hijas, que solo podrán ser prostitutas o compradoras compulsivas, o ambas cosas a la vez.

M. Àngels Cabré

Escritora. Directora del Observatorio Cultural de Género

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