Las bofetadas de la realidad

Han cambiado los productos y el propio calendario de productos (transportes), ha cambiado la conservación de los alimentos (frigoríficos), han bajado los precios (supermercados), han cambiado los hábitos alimentarios (comida preparada), y los mercados siguen ahí.

Hoy en día la palabra “mercado” ha perdido mucho prestigio. Bien sea porque se asimila a los bocados de los tiburones financieros, bien sea por la ramplonería del término “cocina de mercado” con que muchos restaurantes quieren hacerse valer. Es una manera de decir que lo que se sirve es fresco, venido del huerto de al lado, como quien dice. No es del todo así. Hacia las 7,30 h por toda Barcelona se ven camiones y furgonetas que van parando delante de cada bar y restaurante. Descargan bebidas, carnes, pescados. Nada de mercado; son tiendas o mayoristas quienes suministran la comida, tanto pan como caracoles –vivos o guisados. Para dejar las cosas claras hay que decir que, en el mundo de la restauración, la última persona que creyó en la cocina elaborada con los productos de mercado y se mantuvo fiel a ella fue Ramon Cabau, del Agut d’Avinyó, que se suicidó en el mercado de la Boqueria en abril de 1987. Y a la imagen de los mercados solo le faltaba que, en cada campaña electoral, los candidatos asomen la nariz para saludar, con más fotógrafos que clientes.

Mercat del Born 1934

© Josep M. Marquès / AFB
Carros y camiones llenan la calle del Comerç cerca del antiguo mercado del Born el 25 de octubre de 1934

Comprar comida es de mucho antes que los mercados, y va –e irá– más allá de los mercados, que son de una época. El siglo XIX hace años que terminó.

Antaño, antes de romper el alba, una multitud de carros entraba en Barcelona. Eran los payeses que iban a vender a ciudad. Traían fruta y verduras, huevos y aves de corral, también pan. Muchos de estos carros se cruzaban con otros que salían. Venían de recoger lo que había en las comunas y letrinas, y ahora, con los bidones a rebosar, se dirigían hacia el campo, a los estercoleros, donde se preparaba el abono para las alcachofas y zanahorias de la temporada siguiente. Esta imagen es de hace mucho tiempo, porque ahora la situación es totalmente distinta –tanto en lo referente a los carros como a los mercados.

Como todo, cada vez más a menudo los mercados también van recibiendo bofetadas de la realidad. Primero, las del mundo de la técnica: neveras, congelados y microondas han acabado con una forma de proveerse y de alimentarse. Ya no se compra al día, sino para guardar y consumir cuando sea, lo que significa –entre otras cosas– que se compra más de lo que se necesita. Y el que quiere comer fresco y de proximidad, en la azotea de su casa tiene un huerto urbano. También hay que tener en cuenta el bolsillo: las grandes cadenas de distribución alimentaria ofrecen los productos a mejor precio que los que encontramos en la plaza.

Vete a saber si el mundo cambia. Lo que sí cambia son los modos de enfocar la vida. La manera de alimentarse, pongamos por caso. Los productos frescos –emblema del mercado– son casi inexistentes en muchas casas. Si se hace alguna comida en casa, suelen ser comidas preparadas, precocinados; calentar, remover y servir. Nadie lo diría, pero es comida de la guerra (1936-1939). En aquellos años, al menos desde el punto de vista alimentario, se vio otra realidad, otra comida. Fue el primer gran momento de la comida de sobre. En los mercados había poca cosa comestible: colas de gente y hierbas conejeras. En otros establecimientos se despachaban sopas de sobre, carne enlatada, tortillas en polvo. Aquellos hambrientos no sabían que estaban gustando el futuro. Pero hay que decir que existe alguna diferencia: lo que entonces era miseria ahora son las malditas prisas. En cualquier caso, el origen de la comida preparada siempre son privaciones: antes, la de productos frescos; hoy, la de tiempo.

Han cambiado los productos y el propio calendario de productos (transportes), ha cambiado la conservación de los alimentos (frigoríficos), han bajado los precios (supermercados), han cambiado los hábitos alimentarios (comida preparada), y los mercados siguen ahí. Ciertamente, los mercados tienen vida, hay clientes –clientas, principalmente, clientas de toda la vida y, por tanto, de una cierta edad. Esta es la otra cara de la situación: la clientela, la edad, el relevo, que según parece de momento no llega. Y entonces se quiere innovar, ponerse al día. El resultado es que los mercados de mayor renombre se han convertido en un parque de atracciones, en un espacio festivo: allí donde ir a hacer un extra –setas exquisitas, o pescado que aún se mueve–; o en un parque temático, ideal para turistas que quieren dedicar un día a la cultura. En el de Santa Caterina toca embobarse con las obras de remodelación, y en el de la Boqueria, sacar fotos y comprar fruta pelada y envasada (¡los mercados vendiendo fruta envasada!).

Tal como vamos, los mercados quedan como iconos del paisaje urbano, no como centros de primera necesidad. Para la mayoría de la gente, lo más corriente es ir a proveerse al súper, o al híper, o la tienda de pakistaníes. Y cuando se va a comprar, ya no se lleva el cesto de ir a la plaza: un capazo de esparto o de palma, forrado con tela a cuadritos, con asas de cuero y con la bolsa del pan doblada en el fondo, sino que se va con el carro de la compra. Un carro, porque parece que todo tiene que ir sobre ruedas.

Joan de Déu Domènech

Historiador

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