El exotismo que a todos enriquece

Barcelona tiene menos habitantes que París, pero una cantidad similar de inmigrantes, procedentes de todos los continentes. La ciudad y su área de influencia han sido unas anfitrionas muy buenas: esta evolución nos ha enriquecido a todos.

© Andreu

Un lugar fascinante y poco conocido de París es Little Jaffna, a rebosar de comercios de Sri Lanka. Recorrer la Rue du Faubourg-Saint-Denis no tiene precio. Pero el choque cultural que me había causado años atrás coger el metro de la capital francesa o pasear por La Goutte d’Or se ha mitigado durante esta visita más reciente al quartier cingalés. La razón: Barcelona, con menos habitantes que París y una cantidad parecida de inmigrantes. Mi ciudad ha cambiado mucho y lo ha hecho muy rápidamente (ha pasado de un 1,9% de extranjeros empadronados en 1996 a más de un 17% en 2013), conformando un mosaico de etnias diferentes que no se limita a solo cuatro barrios. En algunos, sin embargo, la tendencia a agruparse es evidente. Y en otros que no lo es tanto, podría serlo muy pronto.

Los nombres Rawal o Ravalkistán definen con acierto cuál es la población recién llegada que predomina en el antiguo Barrio Chino. Paquistaníes del Punyab y del Cachemir lo han hecho suyo, y son ya tantos, que muchos han tenido que buscar otros destinos: el Besòs, el vecino Poble-sec o Trinitat Vella. Quien no libera móviles en la calle de Sant Pau, corta el pelo por cuatro euros en la calle de las Carretes, se sienta contemplativamente en un banco de la rambla del Raval o despacha detrás del mostrador de una carnicería halal. En Tejidos Orientales (Hospital, 88), se venden saris y salwar kameezes. Más arriba, Kami Bismillah tiene su pequeño imperio, del que destaca un local excelente de kebabs (Joaquín Costa, 22). Posee también un locutorio que va de baja y una de las muchas pastelerías que exhiben gulab jaman y porciones de barfi en las vitrinas. Restaurantes pakistaníes como el histórico Shalimar (Carme, 71) ocultan su verdadera procedencia y anuncian a los cuatro vientos que preparan “cocina india”. No es el caso del Zeeshan Kebabish (Marquès de Barberà, 26), de fama merecida, y que incluye especialidades de Karachi y Lahore: haleem, nihari y karhi pakora. De postres, me traen ras malai y un batido de mango servido en un vaso que parece salido del arca perdida. “La gente, cuando entra, entra en su casa”, me dice Javed Munir, el dueño. Y me lo creo: todo son buenas caras y estómagos satisfechos.

© Montse García
La pastelería y panadería Ayub, en el número 95 de la calle del Hospital.

El Raval sur es una caja de sorpresas. Sin hacer ruido, otra comunidad, proveniente de Bangladés, se ha instalado últimamente. Los bengalíes han abierto fruterías en las calles de la Cera y de Sant Antoni Abat, se han quedado bares de españoles y disponen de una mezquita, Baba Jalal Shah (Riereta, 16). Este y el resto de los lugares de culto de los musulmanes se llenan durante la oración de los viernes y por el Ramadán, y son de libre acceso siempre que se cumplan ciertas normas. También el templo sij Gurudwara Gurdarshan Sahib (Hospital, 97), donde me reciben con un dulce (kara parshad) y un cartel que alerta que se es bienvenido “si antes no se ha consumido alcohol, tabaco, drogas y carne animal” y si no se lleva ninguna de esas sustancias  en los bolsillos. Aquí comienza y culmina cada abril la procesión con motivo del vaishaki, la fiesta del bautismo, que deja a su paso una alfombra inmensa de pétalos de rosa.

FilCo, territorio filipino

Los domingos, adonde hay que acercarse es a la parroquia de Sant Agustí. La “catedral de los pobres” celebra, mañana y tarde, misa en tagalo. Ese día, la plaza se inunda de feligreses que, acabada la Eucaristía, regresan a su territorio, el llamado Triángulo de Poniente (ronda de Sant Antoni-Joaquín Costa-Riera Alta), renombrado por los filipinos de forma extraña: FilCo. Residen más de cuatro mil. Algunos oriundos de estas islas del Pacífico compran en el Filipino Foods (Peu de la Creu, 17) o en el take-away Pinoy Fiesta, justo enfrente. Otros acuden a casas de empeño, y los más jóvenes demuestran sus aptitudes en la pista de baloncesto de Valldonzella. Media docena de tabernas cocinan platos típicos: crispy pata, adobo y pancit. El Tropical (Paloma, 19) es el más antiguo. Un poco más allá, una panadería de 1848, La Valenciana (Paloma, 18), optó hace cinco años por vender pan de sal, monay pinoy y pan de coco, a pesar de que los propietarios sean naturales de Chella.

Desde Filipinas habían emigrado los primeros chinos que acogió Barcelona en el núcleo de chabolas de Pekín, ya desaparecido. Hoy unos dieciséis mil, la mayoría de la región de Qingtian, viven entre nosotros. Regentan bares sin encanto, bazares y centros de estética; en los entornos de Trafalgar hacen la competencia a mayoristas catalanes del textil, y de noche personas adineradas juegan al mahjong en cantinas clandestinas. En el Bon Pastor y en Montigalà (Badalona), cuentan con grandes polígonos donde familias gitanas se aprovisionan de productos a precios de saldo. Y en el Fondo (Santa Coloma) y en Fort Pienc, han creado pequeñas empresas para su propia subsistencia: autoescuelas, oficinas jurídicas, agencias de viajes e inmobiliarias. El Chinatown del Eixample es cada vez más extenso: en las calles de Alí Bei, Nàpols y Roger de Flor se suceden las tiendas con rótulos con caracteres chinos: zapaterías, floristerías, tiendas de moda coreana, estudios de fotografía y supermercados. En Yang Kuang (paseo de Sant Joan, 12) cuesta escoger entre tantos fideos, verduras, salsas y congelados. Encuentro medusas, palomitas de sésamo, lichis deshidratados y tarros de mango en almíbar. Y en la ferretería Panda Decoración (paseo de Sant Joan, 10) se hace realidad el sueño de cualquier manitas. A todas horas, asiáticos y autóctonos abarrotan el restaurante Chen Ji (Alí Bei, 65): confirmo que preparan unas magníficas crestas (guo tie).

© Montse García
La Fonda Paisa, restaurante colombiano de Diagonal, 332.

Los colombianos se hacen notar en el Eixample

El Eixample no está al alcance de todo el mundo, pero mientras se lo puedan permitir, los colombianos están decididos a hacerse notar. En uno de los barrios más turísticos, la Sagrada Família, muchos se han establecido como vecinos, y muchos otros peregrinan a él con el estómago vacío. Una parada obligada es Colombia Pan (Rosselló, 396), una panadería de un catalán que se enamoró del país sudamericano y en el que es costumbre desayunar pandebono, brazos de reina rellenos de arequipe o una porción de torta negra. Dos horas más tarde hay clientes a quienes, incomprensiblemente, les entra hambre, y lo más normal es que pidan una bandeja paisa, pantagruélica, en alguno de los restaurantes colombianos que proliferan cerca del templo. La Fonda Paisa, en los bajos de la Casa Planells (Diagonal, 332) es, seguramente, el más auténtico. “Comemos con desmesura, pero las chicas se operan y listos. Y si no, se enfajan”, admite una dependienta de Jaco Jeans (Lepant, 293), que se harta de vender a colombianas corsés y levantacolas, unos tejanos que resaltan los glúteos. Areperías, autoservicios latinos, peluquerías y clínicas dentales también afloran en las calles de Lepant y Cartagena.

Los dominicanos, que se habían visto obligados a marcharse de Santa Caterina, están abandonando ahora una calle de moda, la de Blai, en el Poble-sec. Los caribeños emigran a L’Hospitalet, donde llegaron con anterioridad ecuatorianos y bolivianos, a barrios que no se diferencian mucho de los de Cochabamba o Guayaquil (la Torrassa, la Florida, Collblanc), repletos de salteñerías. En Barcelona, el traslado del consulado boliviano cerca de Urquinaona ha generado nueva vida comercial. Mientras como una sopa de maní en medio de rostros quechuas, en un comedor escondido dentro de un señor supermercado, repaso la lista de descubrimientos pendientes: los negocios rumanos junto a la Modelo, la pequeña Armenia de la Prosperitat, Porta y Trinitat Nova, las viviendas ocupadas por nigerianos y ganeses en la zona norte… Y me doy cuenta de que la ciudad y su área de influencia han demostrado ser unas anfitrionas muy buenas. De paso, todos nos hemos enriquecido. Que nada lo detenga.

Marc Piquer

Periodista

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