Mercados e identidad alimentaria

Si históricamente la misión de los mercados municipales había sido garantizar el aprovisionamiento de buen precio de los barceloneses, en el modelo desarrollado a partir de los años ochenta se convirtieron también en un factor de revitalización del sector comercial y de defensa de una cultura urbana amenazada, en catalizadores del surgimiento de nuevos equipamientos urbanísticos y en impulsores de las dietas sanas y equilibradas, basadas en los valores tradicionales.

Mercado Sant Antoni siglo XX

© Frederic Ballell / AFB
Puestos callejeros en torno al mercado de Sant Antoni, en la calle Comte d’Urgell, en una postal del segundo decenio del siglo XX

Los mercados han sido elementos generadores de la ciudad europea y articuladores fundamentales de la vida urbana, puntos de conexión entre el mundo rural y el mundo urbano, espacios fundamentales de sociabilidad, intercambio y negociación. Han sido y siguen siendo, en definitiva, exponentes de las lógicas de la proximidad, que han estructurado históricamente los valores básicos de la cultura urbana. La sentencia –atribuida a Josep Pla–, “la gastronomía es el paisaje puesto en la cazuela”, pone de manifiesto cómo se construyó la cocina tradicional sobre las lógicas de la proximidad porque, en efecto, en los pueblos y las ciudades, la fusión entre cocina y paisaje se hacía a través de los mercados semanales, que eran el punto de confluencia de los productos del entorno rural inmediato.

Las transformaciones de las ciudades desde el siglo XIX significaron una profunda renovación de los mercados tradicionales. Eran una respuesta al crecimiento explosivo de las ciudades, a los nuevos requerimientos culturales y a la necesidad de contención de los precios de los consumos básicos para asegurar la paz social y el buen funcionamiento económico. A menudo las renovaciones surgieron como respuesta inmediata a los disturbios provocados por las crisis de subsistencia de unas clases populares urbanas en crecimiento. Las nuevas construcciones intentaban confinar en espacios cerrados, cubiertos y bien organizados, unas actividades que hasta entonces habían invadido desordenadamente las plazas y las calles.

Desde el punto de vista de la cultura del consumo, el mercado cubierto significó una “transición” entre la plaza al aire libre, auténtico corazón de la ciudad preindustrial, y los centros comerciales modernos. Desde un punto de vista arquitectónico, los espaciosos “paraguas de hierro” del siglo XIX, con sus paradas fijas y ordenadas, son el eslabón entre los toldos y las mesas desmontables a la intemperie y la exposición seriada del supermercado moderno.

El siglo XIX y el primer tercio del XX fueron la época dorada de los mercados en Europa, aunque su difusión no fue ni homogénea ni coetánea. En torno a 1850, Gran Bretaña era el país de referencia, tanto por la cantidad de nuevos mercados como por su capacidad de innovación. Pero luego el epicentro fue París, con las modernas Halles Centrales de la década de 1850 y con los nuevos mercados de barrio y sus réplicas en las ciudades de provincia. Fueron los principales modelos de los mercados que se construyeron en las diversas ciudades europeas y fuera de Europa, en oleadas sucesivas.

Barcelona, como el resto de ciudades del país, se incorporó tarde a este proceso. Había renovado dos viejos mercados en los solares de los conventos desamortizados de Sant Josep y Santa Caterina, que a mediados del siglo ya resultaban anacrónicos, y no adoptó el nuevo modelo hasta la década de 1870. Lo que resulta interesante del caso de Barcelona es que, a partir de esas fechas, fue construyendo un sistema de mercados que nunca dejó de crecer. Hacia 1914, por ejemplo, casi todos los grandes barrios populares barceloneses tenían un mercado metálico.

Por el contrario, desde principios del siglo XX se observan síntomas de un primer estancamiento de la expansión de los mercados en muchos de los países donde primero se renovaron. En Gran Bretaña la construcción de mercados se detuvo a partir de 1890, y más claramente aún a partir de la Primera Guerra Mundial. La razón principal de esta decadencia fue la revolución que suponía la dominación de la cadena de distribución por grandes mayoristas, que rompieron la antigua relación directa y de carácter local entre productor y vendedor por la que se regía el modelo de producción agrícola y de distribución de alimentos del siglo XIX. También los autores que estudian el caso francés constatan el debilitamiento de los mercados de finales de ese siglo, perturbados por los nuevos modelos de comercialización de los productos agrícolas y por la decadencia de la agricultura tradicional, y, aunque mantuvieron la vitalidad durante las primeras décadas del siglo XX, los presupuestos públicos los desatendían cada vez más a medida que avanzaba el siglo.

En los países más avanzados, la crisis definitiva de los mercados se precipitó durante la segunda posguerra. El largo periodo transcurrido sin inversiones, las renovaciones de los centros históricos y, sobre todo, la motorización y la dispersión progresivas de la población perjudicaron el legado heredado. Por otro lado, la revolución del supermercado y del autoservicio condujo al envasado y a la seriación en una escala jamás vista hasta entonces, y contribuyó a que el mercado tradicional se considerara una opción anacrónica. La calidad se vinculaba cada vez más a la marca, en lugar de al establecimiento. Durante los años cincuenta y sesenta los nuevos formatos comerciales tuvieron un rápido desarrollo con el apoyo decidido de los equipos económicos, preocupados por la contención de la inflación. El panorama evolucionó muy deprisa a partir de la década de 1960 y en Gran Bretaña, Francia y Alemania se construyeron las bases del actual sistema. No es sorprendente que, en los principales países europeos, este fuera el periodo más destructivo para los mercados.

En España, en cambio, durante el siglo XX mantuvieron buena parte de su vigencia. En muchas ciudades españolas y, particularmente, en muchas ciudades menores de Cataluña, las primeras décadas del siglo son un periodo muy notable de construcción de nuevos mercados. La acción y el compromiso municipal son prácticamente constantes durante todo el siglo. Puede parecer sorprendente que, justo durante ese periodo de fuerte regresión de los mercados europeos, Barcelona duplicara y consolidara un sistema que la ha convertido en un caso totalmente excepcional. En 1964 el alcalde Porcioles justificaba el gran impulso al sistema de mercados con consideraciones económicas y sociales, ya que Barcelona “era considerada, con fundamento, la ciudad de más alto coste de vida de España”.

Modernizar, la solución

Por otro lado, la iniciativa quedaba inscrita en las previsiones del Primer Plan de Desarrollo de 1964-1967, que quería superar la inercia de las estructuras comerciales y la persistencia de medios obsoletos de distribución con graves repercusiones para el coste de la vida.

Mercado Sagrada Família

© Albert Armengol
Muelle de descarga en los subterráneos del renovado mercado de la Sagrada Família

Cuando en toda Europa el número de mercados disminuía por la expansión de las nuevas formas comerciales, en España los intentos de modernización chocaron con una situación muy retrasada. La debilidad de las redes comerciales iba ligada al escaso equipamiento de las familias, la tardía generalización de los electrodomésticos, entre ellos el frigorífico eléctrico, síntoma de la escasa integración laboral de la mujer, y a una motorización todavía muy incipiente. A pesar de la voluntad de introducir los autoservicios y los supermercados siguiendo el modelo de otros países, la modernización de los mercados aparecía como una opción más clara e inmediata. Por ello se confió en los sistemas de mercados públicos como única vía efectiva para garantizar la contención de los precios. Si hasta 1939 se habían construido o reconstruido dieciocho mercados en Barcelona, la cifra fue de veinticuatro durante el periodo 1940-1979.

Sobre este legado el nuevo Ayuntamiento democrático construyó la política de mercados de los últimos treinta años, que supone un cambio radical de misión de esos equipamientos. El impulso económico de los años sesenta había comportado la incorporación de nuevas tecnologías de producción, almacenamiento, conservación, distribución y venta de alimentos, y también la aparición de los modernos centros comerciales. Sin embargo, la crisis económica de los setenta propició un gran crecimiento del sector alimentario como respuesta al paro, con una deriva hacia el minifundismo y la falta de profesionalidad, con poca inversión, una población envejecida y escasa capacidad de iniciativa, y con cuotas de mercado raquíticas. Paradójicamente, como estos establecimientos necesitaban márgenes elevados, el aumento de la oferta se asoció al alza de precios.

Por otro lado, la experiencia francesa de rápida aceptación, en los años sesenta, de las grandes superficies comerciales había puesto de manifiesto los efectos negativos de estas últimas para los tejidos comerciales tradicionales. La Ley Royer, de 1973, estableció límites a la expansión de las grandes superficies, aunque no se planteaba en términos urbanísticos, sino de protección del pequeño comercio. A pesar de que, en los setenta, en España el comercio minorista estaba en una fase mucho más atrasada y el impacto efectivo de las grandes superficies no empezó a ser relevante hasta el periodo 1984-1996, la experiencia francesa debió de ser bien conocida cuando se empezó a pensar en la reconversión del sector comercial alimentario a principios de los años ochenta.

 

Herramienta esencial de reconversión

Desde los primeros planteamientos, el amplio sistema barcelonés (cuarenta mercados municipales) se vio como una herramienta esencial en este proceso de reconversión. Los mercados mantenían una amplia cuota en el consumo alimentario de los barceloneses, absolutamente excepcional en el contexto europeo; aglutinaban un potencial destacadísimo de oferta de comercio al por menor y de colmados, y podían resultar un factor decisivo para evitar la concentración oligopolística de las grandes superficies, aún incipientes.

El Plan Especial de Equipamiento Comercial Alimentario de Barcelona (PECAB), elaborado a mediados de los años ochenta, supuso un cambio fundamental. Si tradicionalmente la misión de los mercados había sido asegurar el aprovisionamiento a buen precio, en este nuevo contexto se convertían en polaridades esenciales sobre las que había que actuar para transformarlos en un sector comercial dinámico, moderno, equilibrado y ejemplar, capaz de convivir y de competir con los nuevos formatos comerciales, y de regenerar el tejido comercial de los barrios y una cultura urbana amenazada. Dotaba el entorno de infraestructuras y equipamientos urbanísticos adecuados, con la creación de ejes e islas peatonales, aparcamientos, etc.

Mercado de la Barceloneta

© Albert Armengol
Mercado de la Barceloneta

Para superar la gestión meramente administrativa de los mercados, en abril de 1991 se creó el Instituto Municipal de Mercados de Barcelona (IMMB), un organismo autónomo dependiente del Ayuntamiento que asumió la gestión directa y la administración de los mercados municipales, y que ha impulsado durante veinte años una enérgica y polifacética política de renovación y promoción. Ha seguido las líneas marcadas por el PECAB para optimizar el mix comercial, reducir la dimensión de las paradas y aumentar los niveles de capitalización, regular los establecimientos del entorno para asegurar la competitividad y renovar físicamente los mercados para adaptarlos a los actuales requerimientos funcionales. Ahora bien, la acción promocional ha adquirido una importancia creciente. Ha desarrollado una doble política de comunicación: de carácter muy transversal y muy activo en el ámbito del barrio, y también una difusión muy efectiva del modelo a escala internacional. Barcelona se ha convertido, así, en un caso de referencia en el contexto europeo, ya que ha desarrollado desde los años ochenta una política activa de potenciación de los mercados como activos urbanísticos privilegiados.

Uno de los objetivos principales del IMMB ha sido la inclusión de nuevos usos sociales y culturales dentro de los mercados, en estrecha relación con el tejido asociativo, vecinal y educativo del entorno, mediante la promoción de talleres de cocina y educación alimentaria, por ejemplo, y facilitándoles los espacios adecuados. Esta labor ha adquirido un fuerte componente promocional. Uno de los argumentos centrales ha sido la estrecha asociación de los mercados con los productos frescos y de calidad, con la difusión de los principios de una dieta sana y con la promoción de una cocina de calidad, basada en la recuperación de la cocina tradicional y con la contribución de los grandes cocineros catalanes. La política de mercados ha participado activamente en una intensa construcción cultural e identitaria construida en torno a la cocina catalana y de mercado y de la llamada “dieta mediterránea”, hasta el punto de que los mercados se han presentado como “las catedrales de la dieta mediterránea”.

Nota

Este artículo es fruto de una investigación realizada con José Luis Oyón y Josep Maria Garcia-Fuentes (Universitat Politècnica de Catalunya).

Manuel Guàrdia

Universitat Politècnica de Catalunya

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