Monólogo en el Derby

¿Por qué no dejamos la Barcelona real a los turistas rusos y nos construimos una falsa para nosotros, los barceloneses? Por ejemplo, en el barrio de Gràcia o más allá de Sarrià, donde hay grandes descampados…

© Andreu

Aunque le he dedicado muchos artículos, un libro entero y más que eso, Barcelona ha cambiado tanto que habría dejado de interesarme y hasta sería insufrible si no fuera por los recuerdos, y por la coctelería Derby. Los recuerdos me ayudan a ver la ciudad como era cuando me dejó las primeras impresiones. Baudelaire en “El cisne” fue el primero en señalar que es característica de la edad moderna que los vecinos de las ciudades las sobrevivamos. Se transforman y hacen irreconocibles antes de que lo hagamos nosotros: “La forme d’une ville / change plus vite, hélas! que le coeur d’un mortel”.

En cuanto a la coctelería Derby –revelo aquí un preciadísimo secreto–, está en la calle de Muntaner, es espaciosa y discreta, tiene una bonita barra de madera, está decorada con el más convencional gusto británico, con motivos ecuestres en las paredes, ambientada musicalmente con un muzak inofensivo a base de versiones anodinas de las canciones de hoy y de siempre, está atendida por un barman excelente con chaqueta blanca de smoking, que es a la vez el dueño del local, y cuyo nombre tengo el placer de ignorar, y lo mejor de todo: no suele haber nadie.

Falso: una noche, hace un año o dos, encontré allí a un cliente. Era un sujeto con barba entrecana pero aún joven que apuraba despaciosamente sus cócteles en un rincón de la barra mientras en voz alta despotricaba acerbamente contra la clase política, especialmente contra las representantes del sexo femenino, a las que juzgaba con la mayor severidad, le parecían odiosas; seguramente aquel sujeto acababa de sufrir un grave revés económico del que quería consolarse a base de Manhattans y de despotricar contra esas señoras. El barman escuchaba y asentía, pero yo, que le observaba con el rabillo del ojo, noté que le daba absolutamente igual aquel discurso amargo y machista; de hecho, apenas sabía, mientras secaba copas con un trapo y las observaba al trasluz de la lámpara, de qué hablaba aquel cliente malhumorado. Al fin, el cliente malhumorado, y restaurado por el vigor de los Manhattans, se largó, atravesando los cortinajes de terciopelo verde de vuelta a la Barcelona real, y la atmósfera misteriosa, acogedora, lenitiva del Derby se recompuso gloriosamente. Es un misterio cómo puede mantenerse todavía abierto ese local tan claramente al margen de las leyes del mercado, propicio a la vida mental y a las ensoñaciones, a las recapitulaciones y a la fantasía, a la sensación de que nada malo realmente pasa porque el tiempo está en suspenso, en ese tranquilo limbo solitario, pues, como vengo diciendo, allí nunca hay nadie, ni siquiera estoy yo, que no voy casi nunca. Pero me basta pensar en él. Me basta saber que cuando me convenga ausentarme durante un rato de los fastidios minuciosos de la realidad por una puertecita lateral, ahí estará, tutto in fior, el Derby.

El otro día me detuve un rato allí y mientras el barman me preparaba el Old Fashioned le comenté los últimos adelantos en cuanto a la industria del turismo, especialmente el turismo ruso, que ha salvado a Barcelona en estos años de vacas flacas. Vienen los rusos en masa, un incesante puente aéreo Moscú-Barcelona, y gastan sin tasa. Los bancos y las compañías telefónicas suministran a las empresas que pagan por ello los datos –anónimos, sin violar ninguna confidencialidad ni derecho a la intimidad de los usuarios– de sus movimientos exactos por la ciudad y por el territorio que la envuelve.

–¿De verdad? –dijo el barman.

Sí, gracias a la información que brindan los cajeros automáticos y la señal de las llamadas con los móviles se ha trazado el mapa preciso de los movimientos de los rusos por la ciudad; y se ha constatado que nunca suben más allá de la Diagonal, salvo para visitar el parque de atracciones del Tibidabo. Si hacen una excursión fuera de Barcelona, no falla: es a Montserrat. En consecuencia, todas las cadenas comerciales instalan sus comercios por debajo de la Diagonal, todo restaurador despierto abrirá su bar o su restaurante entre el casco antiguo y la Diagonal…

–Caramba –dice el barman.

© Andreu

A mi amiga Corina, que es de Iasi, ciudad rumana donde hay muchos tilos, le encanta pasear por la rambla de Catalunya, sobre todo si ha llovido, porque esa calle, una de las más bonitas de Barcelona, está realzada por el misterio umbrío de los tilos y por su olor perfumado, pero yo ya no noto esa delicia, el hechizo para mí se ha perdido, ya solo veo las terrazas donde están sentados los extranjeros, y delante de ellos al violinista tocando Caminito o La vie en rose

–Vaya.

Sí, mire usted, le dije al barman, tenía razón Baudelaire, he sobrevivido a la ciudad que conocí, y por eso esta de ahora, esa que se extiende al otro lado de la cortina verde, que supongo que objetivamente es mejor, más limpia, bonita, higiénica, iluminada, racionalizada y fluida, apenas me sugiere nada, y como un orate me quedo boquiabierto cuando descubro algún rincón, algún jirón intocado de aquella Barcelona otra de cuando yo también era otro: la luz submarina de las porterías por la noche, los chalets del pasaje de Permanyer, los garajes abiertos a ras de calle con su sugestión de dormitorios maquinistas y su encargado con mono azul, la calle de Wellington con la tapia del zoo, el olor de las fieras, los rugidos de los leones y barritar de los elefantes, las masías ruinosas de Horta…

–Sí, claro –dice el barman–.Tiene usted razón.

No entiendo por qué no se reconstruye aquella Barcelona de cuando entonces, le digo. ¿Sabía usted que el Barri Gòtic es un invento reciente? ¿Sabe que para preservar las pinturas de Altamira se ha construido al lado una copia tan perfecta que uno no sabe si está en la cueva real o en la imitación? ¿Sabía usted que el centro de Lyon está siendo reproducido en no sé qué país del Golfo? ¿Sabe que hace un par de años vino a Cadaqués un equipo de topógrafos chinos para tomar las medidas del pueblo y edificar en la costa del gran país asiático una réplica perfecta del pueblecito de la Costa Brava? Hoy día se hacen réplicas exactas de todo. Incluso acaban de crear un cromosoma de levadura artificial a partir de elementos químicos. Pronto podremos crear también animales y seres humanos en laboratorio.

–Oí hablar de eso, sí.

Entonces, ¿por qué no dejamos la Barcelona real a los turistas rusos y nos construimos una falsa para nosotros, los barceloneses? Por ejemplo, en el barrio de Gràcia –que por supuesto habría antes que demoler minuciosamente, sin dejar piedra sobre piedra– o más allá de Sarrià, donde hay grandes descampados…

–Es una idea.

Que nos devuelvan aquellas calles largas y otoñales sembradas de hojas muertas que se proyectaban en perspectivas infinitas entre los desfiladeros sombríos y metafísicos de las fachadas grises de hollín. Que vuelvan los que se han ido yendo, y al fondo de la calle aparezca su inconfundible silueta acercándose paso a paso… ¿Qué se debe?

–Nada. Es tan acertado lo que ha dicho, que invita la casa.

Ignacio Vidal-Folch

Escritor

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