Reconocidos pero discriminados

El trato jurídico que se le da a la diversidad religiosa en España y, por tanto, en la ciudad de Barcelona, es desigual. La aconfesionalidad del Estado, aunque recogida en la Carta Magna, es una entelequia para muchas comunidades que subsisten en unas condiciones precarias y apenas pueden llevar a cabo sus cultos.

Foto: Arianna Giménez

Voluntarios de la Iglesia evangélica Hillsong dan a conocer su comunidad a los paseantes de la Rambla antes de las reuniones dominicales en su sede del histórico Teatre Principal.
Foto: Arianna Giménez

Albert Riba, presidente de Ateus de Catalunya, recuerda la figura de Gaietà Ripoll, quien da nombre a la revista que edita la asociación. Militar, ilustrado, maestro y panteísta, Ripoll fue sentenciado a la horca por una Junta de Fe de la Inquisición en 1823 por no impartir la doctrina católica en sus clases. En señal de humanidad, en lugar de quemarlo vivo, lo ahorcaron sobre una madera en la que los verdugos pintaron unas llamas. Fue el último muerto de la Santa Inquisición en España.

Una vez despenalizada la herejía, llegaron a Barcelona las primeras comunidades no católicas; los protestantes (o evangélicos), a mediados del siglo xix; los adventistas, en 1903, de la mano de tres misioneros californianos; y los judíos, que abrieron su primera sinagoga en la ciudad después de cuatro siglos en el año 1918.

La dictadura de Franco frenó la expansión de religiones diferentes a la católica. Pero la derrota de la Alemania nazi y los pactos con los Estados Unidos y con el Vaticano obligaron al régimen fascista a rebajar las prohibiciones por motivos de credo y a establecer una mínima libertad religiosa para poder acceder a algún reconocimiento internacional. Se recuperaron cultos en privado, pero “en capillas que no podían ostentar ningún signo exterior que permitiese identificarlas y no sin esporádicos episodios de agresiones y atentados contra los locales”, recuerda Joan Estruch, sociólogo y fundador del ISOR (Investigacions en Sociologia de la Religió), en su libro Minorías religiosas en Cataluña (editorial Icaria, 2007).

A partir de los años sesenta, en Barcelona florece la diversidad religiosa. En 1965 se abre el primer centro bahaí. Emilio Egea, miembro de la única comunidad existente en la ciudad, explica que cuando sus padres se convirtieron a la fe bahaí la policía les revisaba y censuraba la correspondencia porque su casa era el lugar de reunión de la comunidad. “Muy a menudo, el permiso de la policía para reunirnos llegaba minutos antes de la reunión, así que no había manera”, recuerda Egea. La fe bahaí basa sus preceptos en la existencia de un solo Dios y en la unidad fundamental de todas las religiones, y preconiza la igualdad de géneros, clases y oportunidades para toda la humanidad.

Los primeros objetores

Los testigos de Jehová, presentes en la ciudad desde los años cuarenta, sufrieron el franquismo por su negativa a jurar bandera y a empuñar cualquier arma, lo que hizo de ellos los primeros objetores de conciencia en España. Josep Morell, delegado de los testigos de Jehová en Cataluña, cumplió dos años de condena en el penal de Melilla: “No fue nada comparado con el tiempo que pasaron otros testigos”, asegura. Recobró la libertad dos semanas después de la muerte de Franco. Actualmente, hay dieciséis Salones del Reino (el nombre que reciben sus templos) en Barcelona, donde leen la Biblia para después salir a la calle y explicarla a la gente.

Foto: Arianna Giménez

Reunión sacramental de la comunidad mormona, o Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, en su nueva capilla de la calle de Cantàbria, situada en el local que en su día acogió al cine Verneda.
Foto: Arianna Giménez

El proselitismo también es básico en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, más conocidos como mormones por la importancia capital que tiene para ellos el Libro de Mormón. Jóvenes de entre dieciocho y veintiséis años trabajan como misioneros durante dos años para difundir el mensaje en el extranjero. Regularizados desde el año 1968, gracias a la primera Ley de Libertad Religiosa franquista, disponen de dos capillas en Barcelona.

A principios de los años setenta se instaló en la Esquerra de l’Eixample la parroquia ortodoxa de la Protección de la Madre de Dios, formada por catalanes conversos, aunque la caída del muro de Berlín y la guerra de Yugoslavia conllevó la entrada de personas de Europa del este en la comunidad. Esta es la razón de que de vez en cuando se recen plegarias y se celebren liturgias en ruso o en rumano, aunque lo más usual es utilizar el catalán (además del latín). En estos momentos hay seis comunidades ortodoxas en Barcelona.

Desigualdad económica y jurídica

En el artículo II de la actualización del Concordato con la Santa Sede –firmado solo cinco días naturales después de la aprobación de la Constitución española de 1978– consta que el Estado se compromete a sostener económicamente a la Iglesia. En el quinto artículo, la Iglesia Católica “declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”. Eso no ha pasado aún. El informe de abril de 2015 de la asociación Europa Laica cifra en 11.000 millones de euros la cantidad de dinero que el Estado aporta a la Iglesia Católica en concepto de subvenciones directas y la exención de tributos de que disfruta. Ese dinero es el 1 % del PIB español.

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Taller de iconografia de la parroquia ortodoxa de la Protección de la Madre de Dios, en el Eixample.
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En la introducción en Barcelona, durante los setenta y los ochenta, de las confesiones orientales –el budismo, el hinduismo y el taoísmo– tuvo mucha importancia el movimiento hippie y los viajes que algunos catalanes habían realizado durante los años anteriores a la India, viajes de los que algunas veces volvían con algún gurú de la mano. En Barcelona existen actualmente veinticinco centros budistas (ya sean de raíz zen o tibetana) y otros cinco hinduistas.

El artículo 7 de la Ley de Libertad Religiosa de 1980 permite al Estado la creación de acuerdos o convenios con las religiones que demuestren “notorio arraigo” en el país. Desde que la ley entró en vigor, musulmanes, protestantes, judíos, mormones, testigos de Jehová, budistas y ortodoxos han conseguido ese estatus de notorio arraigo, pero solo las tres primeras –musulmanes, protestantes y judíos– han firmado acuerdos de cooperación con el Estado. Acuerdos que datan de 1992 y que otorgan una serie de privilegios, tales como la posibilidad de poseer parcelas separadas en los cementerios, la exención del pago del IBI para los lugares de culto que las comunidades dispongan en propiedad y, sobre todo, acceso a financiación pública. La ley dispone que estas ayudas deben ser canalizadas exclusivamente a través de la Fundación Pluralismo y Convivencia, creada con este fin por el Ministerio de Justicia.

En 2016 el Estado repartió más de 780.000 euros entre las federaciones evangélica, judía y musulmana para la realización de programas, la coordinación de las federaciones y la mejora de los equipamientos de las entidades que las forman. Pero si la entidad no pertenece a alguna de las federaciones registradas en la Fundación Pluralismo y Convivencia, no ve ni un duro.

Mohammed Iqbal, vicepresidente de la asociación musulmana Minhaj-ul-Quran, opina que los acuerdos de 1992 son poco más que papel mojado: “Aseguran que del dicho al hecho hay un gran trecho, ¿no? Pues digan lo que digan, el Estado no facilita recursos”. Jai Anguita, presidente de la comunidad judía Bet Shalom, va más allá: “El modelo de los acuerdos ha sido nefasto. Es anticonstitucional”. Para Mar Griera, directora del ISOR, no son más que acuerdos simbólicos: “Se firmaron de cara a las relaciones exteriores y con una voluntad de reconciliación histórica debido al papel que tuvo España expulsando a las minorías religiosas”.

El trato jurídico que se le da a la diversidad religiosa en España y, por ende, en la ciudad de Barcelona, es desigual. La aconfesionalidad del Estado, aunque recogida en la Carta Magna, es una entelequia para muchas comunidades que subsisten en unas condiciones precarias y apenas pueden llevar a cabo sus cultos de manera digna. Y si miramos a Roma, las palabras del papa Francisco resultan esclarecedoras: “Un estado debe ser laico. Los estados confesionales acaban mal. Eso va contra la historia”, respondió en una entrevista a una revista católica francesa, La Croix, en mayo de 2016.

Gerardo Santos

Periodista

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