Sinfonía para una ciudad feminista

La nueva visibilidad de la mujer y de sus reivindicaciones buscará perpetuarse también a través del cine, que reflejará las acciones políticas de los colectivos feministas de la segunda ola, y del que se hará un uso propagandístico para impulsar la toma de conciencia.

Fotograma de la película Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de Chantal Akerman (1975).

Con la aparición del dispositivo cinematográfico se multiplican las imágenes de las ciudades posibles: recogiendo el testimonio del flâneur, esa figura histórica convertida en literaria por Charles Baudelaire, el cineasta, como el fotógrafo, se convierte en el vagabundo que transita la metrópolis y la captura con su lente. El flâneur, criatura de la modernidad, ese ocioso que se ejercitaba en el deambular por las calles, ávido espectador del entramado urbano y de la vida que allí sucede, se convierte en artista al transformar su experiencia en lenguaje. Su disposición a la contemplación de la ciudad, así como la movilidad espaciotemporal en el interior de esta, encuentran en el cineasta a un heredero, a un mirón capaz de recrear y moldear con su lenguaje a los propios espacio y tiempo. La ciudad será el objeto de algunas de las primeras obras cinematográficas, como Milan, Place du Dôme, de los hermanos Lumière (1896), de vocación documental, y material para la experimentación formal en títulos como Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, de Walter Ruttmann (1927), así como escenario distópico para describir las miserias de la sociedad que la diseña, como en Metropolis, de Fritz Lang (1926) o The crowd, de King Vidor (1928), y, más tarde, imagen de la destrucción bélica en el neorrealismo italiano.

El acto de inmersión en la multitud, es decir, el flanqueo del espacio privado para penetrar en aquel público propio de la flânerie, definida en el siglo xix, será un gesto reservado a los hombres, así como la observación lúdica lo será a la clase burguesa. Sin un equivalente en la mujer perteneciente a esta clase social, serán las prostitutas las más cercanas a esta figura que merodea por el entramado urbano, si bien constituye para estas el lugar de exposición desde el que ofrecer su fuerza de trabajo. La ocupación del espacio público por parte de las mujeres se relacionará por tiempo con el trabajo sexual, que encuentra su equivalente en la locución “hacer la calle”. Aunque la industrialización será responsable de la paulatina separación entre los espacios público y privado desde el siglo xviii en Europa, su desarrollo necesitará del tránsito de las mujeres por este primero: durante la segunda mitad del siglo xix, en ciudades altamente industrializadas como Londres, las mujeres se incorporarán en gran número como mano de obra en las fábricas, mientras que el fin de siglo convertirá a las burguesas parisinas en consumidoras que se acercarán hasta los primeros grandes almacenes construidos en la vía pública.

La toma de las calles se convertirá en herramienta de las primeras movilizaciones de mujeres feministas que, mediante el gesto de hacerse presentes, de situarse en el espacio de la política, buscarán una nueva posición en la sociedad. Los cuerpos del movimiento sufragista y también del feminismo de la segunda ola se personarán en el espacio público para resistir así a su destierro al espacio doméstico, en un afán por alcanzar nuevas condiciones de posibilidad. Pisar la calle devendrá un acto de autoliberación.

La nueva visibilidad de estos cuerpos y de sus reivindicaciones buscará perpetuarse también a través del cine, dispositivo que inscribirá las acciones políticas de los colectivos feministas de la segunda ola y del que se hará un uso propagandístico para impulsar la toma de conciencia feminista, cuando no servirá como vehículo de autoexpresión o como lugar desde el que proyectar nuevas imágenes de las mujeres. Asimismo, la interrogación y transfiguración del lenguaje cinematográfico, en trabajos con vocación formalista, buscará desvelar los códigos ideológicos de la representación.

La cautividad doméstica

Una película como Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de Chantal Akerman (1975), representa el encierro que supone para las mujeres la ideología del hogar y su limitación al trabajo de cuidados o reproductivo. Y nos muestra a su protagonista, una viuda belga de mediana edad y de clase trabajadora, cautiva en ese espacio doméstico en el que ya no hay marido, pero en el que persiste el patriarcado. El olvido de sí para cuidar al otro –sea al hijo, sea a los hombres que le proporcionan dinero a cambio de sexo–, la renuncia al deseo o la imposibilidad de expresarse constituyen los muros en que se encuentra recluida. La insistencia ante la cámara de ese apartamento, filmado desde distintos ángulos y en planos fijos que subrayan, como su duración, la estaticidad de la existencia de su protagonista, delimita el espacio en el que desplegar el eslogan “lo personal es político”. Atrapada en la repetición de unos gestos que son, en su mayoría, trabajo no remunerado, Jeanne termina por desafiar, con la acción de su cuerpo, el orden establecido.

Imagen de la película de Helke Sander Nr. 1 – Aus Berichten der Wach– und Patrouillendienste (1984).

Si el título de Akerman hacía visible el trabajo que mantiene funcionando la ciudad y el sistema capitalista tras los muros de la residencia familiar, la película de Helke Sander Nr. 1 – Aus Berichten der Wach– und Patrouillendienste (1984) incide en cuestiones como la feminización de la pobreza y la derivada dificultad para acceder a la vivienda. La protagonista de este film, cargada con dos hijos y un mensaje de socorro, escala hasta lo alto de una grúa para reclamar un domicilio. Desde las alturas, con la vista puesta sobre esa ciudad que la relega a la marginalidad, deja caer su mensaje, y con él plantea la necesidad de construir, desde esa misma grúa, una nueva urbe que se ajuste a las necesidades de las mujeres.

Opresiones tras la revolución

Born in Flames (1984), de Lizzie Borden.

Ambas obras ponen el foco en la experiencia de la mujer de ciudad y descubren las grietas a reparar, como también la película de Lizzie Borden Born in Flames (1984), aunque en esta se ensayan algunas de las soluciones. Ambientada en la Nueva York del futuro y en una fallida revolución socialdemócrata, la cinta nos sitúa ante una diversidad de voces de mujeres en su cruce con la raza, la clase o la orientación del deseo y sus distintas necesidades. El mantenimiento de las opresiones tras la revolución llevará a los distintos grupos de mujeres a organizarse y a tomar las calles para defender sus puestos de trabajo, así como a combatir el acoso callejero o a cooperar en los trabajos de cuidado con tal de facilitar la conciliación del trabajo doméstico y productivo. La movilización, la creación de alianzas, la acción directa y la toma de canales de comunicación desde los que enunciarse como sujetos políticos, serán las fórmulas practicadas para conseguir la emancipación.

El cine feminista ha propuesto la creación de una nueva visión social, ha imaginado nuevas subjetividades y espacios habitables, creando imágenes en las que improvisar nuevas formas de comunidad. La ciudad incendió los deseos utópicos de sufragistas y activistas feministas de conquistar un espacio que les había sido negado y se situó como lugar desde el que explorar la vida pública y privada de la mujer en expresiones como la cinematográfica, posibilitando la aparición tras la cámara de una tardía flâneuse. Hoy es necesario seguir alimentando nuestras fantasías colectivas para transformar la ciudad en un espacio igualitario y libre de sexismo; es necesario reescribir los usos de la ciudad desde la diversidad de sujetos políticos que la habitan.

Esther Fernández Cifuentes

Grupo de investigación Cuerpo y Textualidad. UAB

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