Una historia subterránea

Joan Coll, autor del texto, es director de CultRuta

Manuel Marina, responsable de la documentación, es diplomado en Turismo y guía de las visitas por el metro

Túneles y estaciones en desuso, antiguos azulejos, publicidad de otro tiempo, rumores de agua y hasta leyendas de fantasmas cuentan la historia del metro de Barcelona, accesible ahora en directo a través de unas visitas guiadas.

© Dani Codina
Placa que en la estación de Catalunya recuerda el primer viaje del metro de Barcelona en 1924, colocada con motivo del 75 aniversario del evento.

La historia de una sociedad, de una localidad o de un colectivo suele basarse en hechos singulares, representativos, dramáticos o felices, y, habitualmente, acaecidos en la superficie. Sin embargo, durante los siglos xix y xx, la industrialización y la vida en las urbes de lo que consideramos el mundo civilizado han cambiado sustancialmente el día a día de sus habitantes, de tal modo que algunos ciudadanos viven parte de sus vidas bajo la corteza terrestre.

Estas nuevas formas de vida, minoritarias todavía, no se estudian habitualmente en los tratados de historia contemporánea. Sin embargo, resultan llamativas para el gran público. Prueba de ello es el creciente número de actividades de ocio subterráneas: búnkeres, túneles y mazmorras medievales, depósitos fluviales y, por supuesto, las redes de suburbanos van entrando en las propuestas turísticas de gran parte de las capitales europeas.

Barcelona no podía ser menos: coincidiendo con el noventa aniversario de la inauguración del primer metro de la ciudad, Transportes Metropolitanos de Barcelona (TMB) y CultRuta han iniciado visitas guiadas para conocer el legado histórico, artístico y humano de túneles, vestíbulos y trenes que en el día a día, los usemos o no, son el marco de un hormigueo incesante bajo las calles. Las visitas son una excusa para obligarnos a pasear por el metro: para pararnos, fijarnos en un detalle de los azulejos, escuchar un murmullo de agua al otro lado de las vías o preguntarnos sobre un traqueteo que siempre se nota entre dos estaciones concretas. Son indicios de una historia subterránea de la ciudad que la mayoría ignoramos.

Sirva como primer ejemplo la estación de Fontana, inaugurada en el año 1925, meses después de la entrada en servicio del recorrido entre Catalunya y Lesseps. Con un único vestíbulo pero una gran cantidad de tramos de escaleras fijas y de escaleras mecánicas, la mayoría de los que la usan darán fe de su profundidad. Pero pocos buscarían, en un extremo de esos andenes de 92 metros de largo, una joya del metro: el arco de acceso al túnel en dirección a Trinitat Nova mantiene los azulejos pintados que se colocaron en 1924. Con el logotipo y los colores corporativos de la entonces empresa privada Gran Metropolitano de Barcelona: GMB. Si les gusta el logotipo, lo encontrarán también en forja de hierro en las barandillas de los accesos a la estación de Liceu.

El resto de la decoración original de prácticamente toda la red histórica (núcleo central de las líneas L1 y L3 actuales) se ha perdido en sucesivas reformas, o simplemente se ha escondido. Detrás de rejillas de ventilación, paneles sintéticos, elementos prefabricados y máquinas expendedoras se conservan (por ahora) azulejos originales, blancos o coloreados, pequeños o grandes, sucios o cuidados, que siguen cumpliendo su función decorativa e higiénica, aunque ocultos a nuestros ojos.

No es un capricho de sus gestores. Su ocultación, eliminación o sustitución ha facilitado que dispongamos de una de las redes más iluminadas, accesibles y cómodas de todas las ciudades con un metro casi centenario. Un caso distinto son los metros de París o Londres, por ejemplo. En la capital francesa y en la británica se conservan estaciones históricas prácticamente idénticas a las originales, pero jamás podríamos bajar a ellas en silla de ruedas, como sí podemos hacer en Fontana, por ejemplo, gracias a sus múltiples ascensores.

Esta modernización ha conllevado, por supuesto, cambios en la propia red: de líneas, andenes, pasillos o estaciones enteras. Como la antigua Aragó, hoy Passeig de Gràcia: donde actualmente circulan tres líneas hubo hasta hace unas décadas el vértice de la Y invertida donde se bifurcaba el recorrido descendente del Gran Metropolitano hacia Liceu o hacia Correus. Con el crecimiento de la red se dejó independiente el ramal del norte para la L4, que se une con la L3 por ese interminable pasillo que cualquier usuario asiduo intenta evitar. Su estrechez, rectitud y claustrofobia insalvables no tienen su origen en un mal día de ningún urbanista, sino en una cuestión muy prosaica: cuando se hizo la conexión de líneas esa zona del subsuelo ya había sido ocupada por un aparcamiento subterráneo y la única conexión posible entre metros sorteando los coches estacionados fue el túnel de las robustas vigas que sostienen dos manzanas del Plan Cerdà.

Otras simplemente fueron y ya no son. Véase el caso de Correus, que se puso en marcha en 1934 y funcionó durante cuarenta años como estación terminal, con una única vía y un único andén. En 1974, la ampliación de la L4 hacia el litoral implicó el derribo del andén para la construcción de una segunda vía que permitiera seguir el trayecto hacia la Barceloneta y el Poblenou. Hoy en día, pegándose a los cristales de los trenes, los más atentos logran divisar restos de anuncios que en los años setenta promocionaban yogures, candidatos políticos o remedios para la salud. Arqueología publicitaria solo visible a los ojos de los iniciados en la materia, y de los motoristas: los conductores de los trenes, que, en realidad, con la conducción automatizada actual, habitualmente se encargan de abrir y cerrar puertas, pero no de acelerar ni frenar. Así que –estamos avisados– no pararán en medio del túnel de la L4 para que tomemos la foto de esos antiguos anuncios.

El agua omnipresente

La ampliación de la mencionada L4 puso en evidencia lo que fue un reto importante en su día: el subsuelo de Barcelona es, en gran medida, húmedo, casi acuático. Siglos atrás, el agua llegaba a orillas de la muralla romana, donde hoy tenemos casas, calles, templos y restaurantes, en el llamado Gòtic Sud.

La orilla fue retrocediendo, pero siguen llegando aguas de las decenas de rieras y torrentes que bajan desde Collserola, antes a cielo abierto (fijémonos en los nombres de las calles de Gràcia) y hoy en día por acuíferos, naturales o construidos, situados debajo de nosotros.

Construir en ciertos puntos no fue fácil: en la Barceloneta se llevó a cabo una proeza para lograr estabilizar el terreno. Y, con las dificultades, surgieron las sorpresas, como cuando se creyó haber hallado una bolsa de crudo y gas en el litoral barcelonés, pero, en realidad, se trataba de una fuga de los depósitos de la antigua Catalana de Gas.

© Brangulí / Arxiu Nacional de Catalunya
Estación de Aragó del Gran Metropolitano en los años treinta. Desde aquí la línea se dividía en sentido descendente en los ramales de La Rambla y la Via Laietana.

Y el agua sigue estando allí. No se ve, pero se puede oír. Si uno se fija bien, en Arc de Triomf se ven unas rejillas en la pared que separa las vías. En momentos sin trenes ni megafonía, un oído atento consigue apreciar ahí una de las ocho bombas que día y noche evacuan las aguas freáticas subterráneas a colectores de alcantarillado, camiones cisterna y fuentes decorativas. Se calcula que, si dejaran de funcionar, en menos de diez horas las vías quedarían inundadas hasta la altura de los andenes. Confiemos en que jamás se llegue a comprobar.

La línea de Arc de Triomf, la L1 actual, fue, también en sus comienzos, una iniciativa privada de empresarios entusiastas de las que entonces eran nuevas tecnologías. Y, como hoy, pensaron en la integración de estas. Por ello, sus vías (de ancho ibérico) son más anchas que el resto de las que recorren la ciudad (de ancho internacional). Lo que durante medio siglo se conoció como el metro Transversal fue concebido inicialmente como una conexión entre la estación de los trenes procedentes del interior de la Península (y que llegaban por el sur de la ciudad) y los que venían de los Pirineos y más allá (que llegaban por el norte). Todavía hoy sus vías se pueden comunicar con las de Adif (antes Renfe) mediante un casi imperceptible cambio de agujas situado entre las estaciones de Universitat y Urgell.

Esta línea ha sido a la vez verdugo y salvadora de barceloneses. Quitó vidas con un accidente de construcción en abril de 1924, cuando varios obreros perecieron al hundirse el túnel que construían bajo la Gran Vía debido a los movimientos de tierras causados por los acuíferos. El agua como enemigo una vez más. Años después esa misma línea sería usada como refugio antiaéreo cuando, en plena Guerra Civil, la aviación italiana empezó a frecuentar Barcelona de acuerdo a la táctica franquista de desgaste de la retaguardia republicana. Los aviones italianos entraban en la ciudad siguiendo la carretera de Castelldefels (hoy C-31) hasta que avistaban el monumento de la plaza de Espanya, que identificaba el límite de la ciudad densa y, por consiguiente, el punto donde daban inicio a los bombardeos sobre la población civil. Miles de personas se salvaron escondiéndose en túneles, andenes y vestíbulos, pero otros centenares de barceloneses murieron corriendo hacia esas dependencias subterráneas.

© Brangulí / Arxiu Nacional de Catalunya
La estación de Jaume I en septiembre de 1933. Hoy integrada en la línea 4, esta estación había sido originalmente la penúltima del ramal II del Gran Metro, que desde Aragó tomaba hacia la plaza de Urquinaona y, bajo la Via Laietana, seguía hasta Correus.

La estación maldita

Una de las estaciones más castigadas fue la de Rocafort. Este hecho y una serie de suicidios en las décadas siguientes hicieron que, más adelante, los jefes de estación intentaran evitar que los destinaran a ella. Temían que, cuando el metro cerraba y se disponían a aguardar el tren que verificaba toda la línea, algún espectro apareciera en los andenes penumbrosos o los túneles negros, o bien en aquellas pantallas de televisión tan luminosas como poco precisas que se estilaban en los años sesenta.

Con la ampliación y la modernización de las líneas han desaparecido ciertos oficios: el de abrir y cerrar puertas desde uno de los vagones, el de validar billetes, el de acelerar y frenar (actualmente esta tarea la controlan unos sensores en cada estación), el de jefe de estación (ya nadie tiene que cruzar los dedos para que no le destinen a Rocafort) o el de verificar el tercer raíl (cuando la electricidad se suministraba a ras de suelo y bajar a la vía conllevaba el riesgo de morir electrocutado).

Han desaparecido de la vida diaria, pero, como toda la historia reciente del metro, su recuerdo se conserva en la memoria de nuestros vecinos y compañeros de viaje y en los azulejos de cada estación. Basta con dedicar a esta evocación un rato de calma e interés para que, sutilmente, nos surjan las preguntas y, con ellas, las ganas de conocer la historia subterránea de Barcelona, de la cual el metro protagoniza los últimos noventa años. Felicidades.

Joan Coll

Licenciado en Comunicación Audiovisual.

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