Tengo una cita con el escritor Albert Sánchez Piñol; hemos quedado en el bar Canigó de la plaza de la Revolució para tomar un café. En todos los años que hace que nos conocemos, siempre hemos compartido la curiosidad por nuestra ciudad –“un lugar que parece no tener fin”, dice. A Albert no le cuesta nada definirse como un “barcelonés de pura cepa”; sin embargo, no ha sido hasta la publicación de Victus cuando por primera vez nos ha propuesto una historia que transcurre en Barcelona. Le pregunto por qué y me mira con una media sonrisa.
Mis libros podría haberlos escrito un búlgaro o un turco, nunca he vinculado el argumento a un paisaje determinado. Para mí siempre ha sido más importante la historia que quería explicar que el lugar en la que la situaba.
¿Te parecía una ciudad poco literaria?
Esta especie de definiciones son una estupidez, un cliché que me molesta. Menos Tirana, cualquier lugar del mundo es literario.
Entonces, ¿por qué motivo has tardado tanto en incorporar a Barcelona a tu narrativa?
Es muy difícil saber por qué los escritores hablamos de unas cosas y no de otras. Los temas te escogen a ti, no al revés. Victus es un libro que tenía en mente desde hacía veinte años, pero me resultaba más difícil hablar de mi ciudad que de una isla o de una selva, que son paisajes más metafóricos.
Te he oído muchas veces definirte como un barcelonés de los pies a la cabeza.
Yo he nacido y he vivido siempre aquí, quizás por eso estoy tan convencido de que todos los barceloneses nos llamamos Sánchez Piñol, que somos fruto de una mezcla afortunada. Mis conciudadanos me recuerdan al viejo barón de Maldà, siempre cabreados, criticándolo todo constantemente. El tipo local es una persona obligada a desconfiar, y que, por tanto, domina los tiempos largos. Dicen que somos gente fría y distante, y quizás hay algo de cierto en ello. Para el recién llegado la entrada es difícil, cuesta mucho establecer relaciones sociales. Pero si consigues romper el hielo, las amistades suelen ser duraderas. Tenemos fama de antipáticos, pero yo creo que somos una sociedad en la que es fácil arraigar.
¿A qué se debería este carácter complicado?
Seguramente tendría que buscarse en nuestra propia historia. Esta ciudad tiene dos líneas de conflicto, que en una capital sin país aún se vuelven más agudas. Por un lado, hay un conflicto nacional, el de una Cataluña que a veces tiene que ser antipática si quiere sobrevivir. Por otro, hay un conflicto social, de clases, como resultado de haber sido el único territorio peninsular en el que hubo revolución industrial y, por tanto, una conciencia obrera. La doble dicotomía entre catalán y español –y entre proletario y burgués– ha marcado nuestra manera de relacionarnos con el mundo.
No obstante, tú dices que aquí es fácil arraigar…
Sí, Barcelona es una gran fábrica de hacer barceloneses. En Madrid les gusta decir que nadie es de Madrid, que todos son de otro lugar. En Barcelona decimos que todo el mundo es de Barcelona si quiere serlo; aquí queremos integrar incluso a quien no lo desea. A veces creo que buena parte de las desavenencias entre ambas ciudades proceden de esta diferencia tan sencilla. El que sea un lugar acogedor también obliga a gestionar la diversidad. Y eso cansa, tienes que hacer un esfuerzo extraordinario y permanente.
¿Cuáles han sido las vías más usuales para este proceso de integración?
Para empezar, debemos comprender que Barcelona no existe; en todo caso existen las Barcelonas. El concepto Barcelona es muy difícil de precisar, puesto que es una ciudad con muchos matices y en la que los barrios han desempeñado un papel fundamental para crear identidad. Tradicionalmente, la integración de los inmigrantes se ha llevado a cabo mediante la lengua: cualquiera que hablaba catalán era catalán. Durante un tiempo, la otra vía de integración fue el Barça, aunque hoy en día el club se ha hecho demasiado cosmopolita. Cualquier persona del planeta puede ser del Barça –de Bahréin a Tokio, y de Alaska a Sudáfrica–, lo que acaba no significando nada. Yo fui mucho tiempo socio del Europa, y allí sí que no había medias tintas. Los rusos van al Camp Nou con sombrero mexicano como si fueran a los toros, y no saben ni qué es Cataluña. Si hay un pakistaní en el campo del Europa significa que ya está integrado. Nadie se puede integrar en la universalidad; todo el mundo es de un lugar concreto, el que sea.
Con un apellido como Sánchez, debo entender que tus parientes también vivieron este proceso.
El primer Sánchez de mi familia que se instaló en Barcelona venía de Murcia y llegó vía marítima. Era grumete en un barco esclavista de mediados del siglo XIX, cuando esta actividad ya estaba prohibida. Una nave inglesa los detuvo frente a las costas catalanas y prefirió saltar por la borda y llegar nadando a la Barceloneta, donde decidió quedarse. En cambio, los Piñol eran catalanes del Matarraña –en Aragón– que vinieron después de la Guerra Civil porque aquella zona quedó muy dañada. Mis abuelos paternos vivían en la Barceloneta y lo más lejos que llegaron fue a la calle Wellington, donde nació mi padre. Mis abuelos maternos se instalaron en el Guinardó, entonces aún un territorio con huertas. Mi padre vivía junto al mar, y mi madre en la montaña. Él era metalúrgico y ella era dependienta de los grandes almacenes El Águila de la plaza Universitat. Mira por dónde, se conocieron durante unas fiestas de Gràcia en la carpa de la plaza del Diamant, y de aquella feliz coincidencia nací yo.
Tú eres del Baix Guinardó. De hecho, eres la única persona que conozco que aún habla del Baix y del Alt Guinardó. ¿Cómo recuerdas tu barrio?
Sociológicamente éramos de Gràcia, pero yo estudiaba en el Pare Claret y mis compañeros de colegio que eran de Gràcia no lo entendían así. El Baix Guinardó todavía tenía la estructura de un pueblo, mis amigos eran los hijos de los amigos de mi padre, gente de toda la vida que mantenían relaciones entre ellos. Era un lugar muy salvaje y conflictivo, un espacio fronterizo entre la ciudad que acababa en Gràcia y los suburbios de inmigrantes. Yo me recuerdo de pequeño siempre a hostias con las bandas de chavales del Carmel, entonces aún un barrio de chabolas. Fuimos la última generación que hizo vida en la calle, y vivimos de lleno el conflicto entre ciudad y niñez, entre el tráfico y la gente. En mi barrio, la urbanización definitiva tardó más que en otras zonas. Todavía podías jugar a fútbol en la calle, a pesar de los accidentes y los atropellos. Entonces el espacio seguía en disputa entre niños y automóviles.
Tú formas parte del baby boom de los años sesenta.
Sí, los que sufrimos la Transición. Había una crisis económica casi como la actual, con muchos parados y mucha violencia cotidiana. Suele presentarse como si hubiera sido un proceso muy civilizado, y no es verdad. Vivías en la calle porque las casas eran incómodas: en verano hacía calor y en invierno frío. La mitad de mis amigos de entonces murieron por la droga. Los niños ahora parecen de porcelana. Nosotros fuimos la última generación libre. El problema de la libertad es que resulta peligrosa, puedes palmarla.
Era una sociedad con mucha testosterona.
Estaba la violencia política, y después, la violencia que dominaba el barrio, la del quinqui con una navaja. Los pequeños delincuentes bajaban a robarnos; éramos enemigos irreconciliables. Después descubrimos que eran pobres desgraciados que aún estaban peor que nosotros. Aquel enfrentamiento no tenía un carácter étnico, no era una guerra de lenguas, ni un problema de orígenes. Nos enfrentábamos por una cuestión de singularidad.
Defendíais vuestro territorio.
¡Nunca salíamos de nuestras cuatro calles! Era una visión muy patrimonial del espacio: nuestros límites eran como las meadas de perro. Solo de vez en cuando nos atrevíamos a hacer incursiones más allá de nuestras fronteras pactadas. Fuera del barrio todo era territorio desconocido.
Describes una niñez muy centrada en el exterior.
Yo no aprendí nada en la escuela. Salías de casa porque era incómoda, en la calle te atracaban, ¡y todo para llegar al colegio de curas! Fue en la calle donde aprendí cosas importantes, como la solidaridad. Mis amigos de entonces aún lo siguen siendo ahora, al margen de diferencias de clase o de evolución personal. En cambio, de los claretianos no conservo relación con nadie.
¿Cómo rompiste el cordón umbilical?
Mi primera salida del barrio fue después de la muerte de mi hermano. Hasta entonces yo trabajaba en una compañía de seguros y aprendí que ninguna compañía puede asegurar nada, que la vida no es segura. Dejé el trabajo y me dieron unos meses de paro. Me fui a vivir solo a la calle Sant Jacint y acabé compartiendo piso con el antropólogo Gustau Nerín. En aquella casa fui muy feliz. La falta de pretensiones me dio mucho tiempo libre, y lo aproveché para escribir. Entonces el barrio de Santa Caterina era muy populoso, de antiguos vecinos. Todo el día respirabas historia, notabas el peso de los siglos solo pisar la acera. Después vinieron los viajes al Congo, y de regreso me instalé en un piso muy grande de la calle Petritxol, en un barrio mucho menos popular.
Ahora es una zona turística.
Parece mentira lo que ha cambiado en tan pocos años; no volvería a vivir allí. Con todo, creo que es muy fácil criticar al turismo. Si de los inmigrantes dijésemos lo mismo que decimos a diario de los turistas, a todos nos pondrían una querella. El problema no es el turismo, sino una industria que no socializa las ganancias pero sí los perjuicios. Del negocio turístico se aprovechan cuatro, pero las consecuencias las pagamos todos. Tenemos que aprender a gestionarlo de otro modo. Ninguna ciudad del mundo renunciaría a resultar atractiva para el resto. Creo que tenemos un capital simbólico desaprovechado. Gobierna un alcalde nacionalista y no veo carteles de Welcome to Catalonia en las paredes. ¿Por qué seguimos vendiendo sombreros mexicanos y bailarinas de flamenco? Al sector turístico le faltan normativas; Francia está aquí al lado y no le pasa lo que a nosotros.
¿No tenemos el tipo de turista que quisiéramos?
Tampoco tenemos el tipo de industria turística que quisiéramos. Allí donde llegan los turistas todo sube de precio y es de peor calidad. Les tratamos fatal cuando tendríamos que cuidar de ellos, porque después de ellos venimos nosotros. No puede ser que el modelo de una ciudad como Barcelona sea el mismo que el que han permitido en Lloret.
¿Crees que Victus puede traer a turistas que vengan a buscar la Barcelona de 1714?
Ojalá, aunque muy posiblemente nos costaría identificarnos con la gente de aquella Barcelona. Debemos tener en cuenta que era una ciudad muy isocrática, en la que ricos y pobres estaban mezclados, vivían pared con pared, y tenían más claro que nosotros que los derechos nacionales y los sociales son una misma cosa. Barcelona era básicamente un puerto, un lugar muy lúdico. Los barceloneses del barroco eran unos ludópatas totales; incluso los clérigos invertían en trinquetes y en tabernas, y después los condenaban desde el púlpito.
¿Se jugaba mucho?
Había un trinquete en cada esquina, donde se organizaban partidas con apuestas de cartas, de dados, de billar y de una especie de tenis primitivo. Eso es algo que ha cambiado hace tan solo cincuenta o sesenta años, ya que antes de la Guerra Civil mucha gente se jugaba la paga de la semana solo cobrarla. Vivían en una sociedad mucho más pobre que la actual, en la que eran las redes de solidaridad personal las que daban seguridad y no el dinero. La esperanza de vida era muy corta y, por tanto, los cambios generacionales eran muy rápidos. Entonces la futura herencia formaba parte del capital de una persona y era normal que la gente la hipotecase en vida de sus padres. Ahora la gente no se muere nunca.
¿Cuál era la principal diferencia con la ciudad actual?
Que se vivía de cara al mar: Barcelona era una república italiana volcada al Mediterráneo. De hecho, menos Madrid, todas las capitales del mundo eran puertos. Eso explica que fuese también una ciudad muy bien conectada con el exterior. Salía una moda en París y quince días después ya llegaba aquí. Era una sociedad más dinámica que la actual, donde quienes defendían las instituciones eran las clases populares, porque eran la garantía de sus derechos.
Y entonces vino la derrota.
Los bombardeos durante el sitio modificaron mucho la fisonomía de la ciudad y de sus habitantes; de hecho, aún sufrimos las consecuencias de aquella derrota. Somos un pueblo con muchas contradicciones y dudas –el famoso fatalismo catalán. No hemos logrado ninguna victoria militar desde Jaime I. Pero nadie habría imaginado que sobreviviríamos entre dos gigantes como España y Francia, que lo han sido todo menos buenos vecinos. Y para postre la Guerra Civil, que arrasó el país definitivamente No hay nación que soporte tantas derrotas y siga en pie. En un territorio tan débil demográficamente, a las sangrías de la guerra hay que sumar los fusilados y exiliados, tanto en 1714 como en 1939. Pero cuando vuelve la paz, este sentimiento se reaviva y siempre en la misma dirección. Por lo tanto, debemos creer que la democracia es el aliado natural de Cataluña.
¿Un buen libro para descubrir Barcelona?
La ciudad del Born, de Garcia Espuche; debemos estar muy agradecidos a gente como él. Y también las Narraciones históricas, de Castellví, un libro que nunca se ha editado en Cataluña y que hace poco publicó una editorial carlista de Madrid.
¿Y un lugar para pasear?
La calle Verdi, porque es el corazón de Gràcia, que es un barrio que me gusta mucho. Y después, la parte de atrás del paseo del Born.
¿Te gusta el memorial que están haciendo allí?
Hay mucha hipocresía en las críticas. Nadie se preocupaba ni lo más mínimo ni por la biblioteca ni por el mercado, hasta que se encontraron los restos arqueológicos. El problema es que las ruinas son poco espectaculares, en sí mismas no aportan demasiado. Más que un memorial, lo que se tendría que evitar es el revisionismo, dejar claro que aquellas personas defendían constituciones y libertades propias, que ya tenían y que no querían perder.
¿Eres consciente de haberte convertido en un embajador de Barcelona?
Las ciudades son una marca que ayuda a los escritores, pero los escritores fijan la marca. La narrativa crea un imaginario y no al revés. Victus es una historia universal, la de alguien que defiende su casa de la tiranía. Lo que tenemos que vender al mundo es nuestro punto de vista y nuestra creatividad.
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Me parece que no me he perdido nada no leyendo Invictus.
El senyor Sanchez Piñol, antropòleg, diu, és un patriota. Hauria de coneixer la frase de Samuel Johnson: “El pa-triotisme és la darrera trinxera dels canalles”, reproduida al film “Senderos de gloria”, de Stanley Kubrick. No sé si sap
qui era Proudhon, qui deia que “porto la patria a la sola de la sabata i les banderes les tinc al water de casa”. El clan pujolisme i els seus adláteres i capos actuals són un exemple perfecta de la canalla patriótica.