Seguid improvisando
Entre el arte y el activismo siempre ha existido una tensión no resuelta. Por eso, cuando se plantean acercamientos vale la pena asomarse. Este se escenificó en uno de los solares que el tejido vecinal de Vallcarca logró arrebatar a la máquina especuladora que aterrizó en el barrio en 2002 y que aparcó las excavadoras en 2008 con la llegada de la crisis. Bautizado como plaza de La Pastora, es, desde hace tiempo, un espacio más de socialización en Vallcarca. Al aire libre, sí. Las pinturas murales y un joven sauce son indicios que señalan que este no es un solar abandonado, sino uno recuperado y con notable vida social.
El sábado, sin embargo, la plaza de La Pastora estaba delimitada con vallas. El coronavirus también altera la naturaleza silvestre de este tipo de espacios. Dentro, un escenario con varios niveles y decenas de sillas distribuidas para respetar distancias de seguridad y facilitar la visibilidad desde cualquier ángulo. Se avecinaba un happening en el solar okupado. Una cadena de colisiones escénicas de cinco minutos entre músicos, bailarinas, performers y poetas. Dos horas de acciones artísticas inusuales en este rincón de la ciudad.
Perdido dentro de un transistor
La cosa empezó así: Llapispanc salió a escena frotando un micrófono contra cintas adhesivas y bolsos de tacto rugoso y generando inconexas pedorretas ruidistas. De fondo sonaba James Brown. Parecía un ratón perdido dentro de un transistor. Pronto se le sumó el bajista Kike Bela, bombeando distorsión a las cuatro cuerdas. Se retiró el primero y la bailarina Gloria Ros saltó a escena intentando coreografiar tamaña tormenta sin lluvia a la que, cinco minutos después, se sumaría Nico Roig escupiendo electrónica arrítmica desde su portátil
No habían pasado ni veinte minutos y ya se habían arrimado a la valla dos niños (uno grabando con el móvil), un vecino barbudo y varias parejas de avanzada edad. Alguno huía despavorido, otros se quedaban. Los motoristas que subían por la calle Farigola también se detenían unos segundos a husmear. Hasta una patrulla de los mossos d’esquadra se paró un rato a ver qué pasaba. Afortunadamente, se largó medio minuto antes de que apareciese en escena Roger Peláez. Esta iba a ser la última edición de The Exploding Fest y tal vez por ello los organizadores prefirieron convocar a su propio dinamitero.
El humorista-dibujante-monologuista-gritador llegó con toda la artillería a reventar las buenas formas de la velada e inyectar algo de mala leche al sarao. “¡No tenéis por qué aguantar esta mierda!”, gritaba Peláez, mientras volteaba el pie de micro a medio palmo del público. No se sabe cómo, acabó danzando con la bailarina Laia Durán: bueno, haciendo la croqueta por el suelo. Y ésta, contorsionándose mientras Adriano Galante forzaba sus cuerdas vocales y se hacía selfies reptando por el suelo.
En este tipo de dialogos improvisatorios, cinco minutos pueden ser eternos. Hay tiempo de sobra para palpar la abismal diferencia entre el ni fu ni fa y el qué hostias ha sido eso. Algunos activistas del barrio se echaron unas risas a costa de varias escenas, pero se quedaron petrificados con otras. Y cada vez había más gente tras la valla. Y, detalle olfativo: de vez en cuando sobrevolaba el solar un provocador olor a tortilla de patatas.
El tablao descabellado
Un happening hay que asumirlo como un banco de pruebas y el solar de Vallcarca era un terreno donde sembrar ideas. Hubo espacio para todo: absurdo, fascinación, atropello y catarsis. Y encuentros que darían para un espectáculo de largo recorrido como el diálogo entre Galante y el bailarín Adrián Vega. O como la colisión de tacones entre este último y la bailaora Violeta Barrio, toreándolo con su abanico en este tablao descabellado en que se había convertido, de golpe, el Exploding Fest. El batería Oriol Roca protagonizó otro match inolvidable y de futuro que acabó sedado por la trompeta del neoyorquino Mark Cunningham.
En el intermedio, dos representantes de la asamblea vecinal de Vallcarca recordaron que todos allí éramos okupas en tanto que asistentes a un acto cultural que se celebraba en un espacio privado. Un escarabajo gigantesco con la cara de Josep Lluis Núñez, pintado en el muro del solar contiguo bajo el cual los vecinos juegan hoy a petanca, se lo miraba todo con cara de pocos amigos. Los activistas de Vallcarca hicieron un llamamiento explícito a artistas y espectadores a asociarse y luchar para mejorar las condiciones de vida en su barrio. No eran palabras vacías: ha logrado frenar desahucios, negociar con el ayuntamiento y renegociar a la baja los contratos de alquiler de grandes propietarios.
Y que espacios okupados como esta plaza de La Pastora sean respetados por el ayuntamiento. Espacios hoy vivos y en los que pueden coexistir el llanto de un bebé, el ladrido de un perro, la conversación entre dos punkies, los precipicios polifónicos del dúo Tarta Relena y el ir y venir de bailarinas, poetas, bateristas, theremines, performers y guitarras. Pero más importante que lo que ocurrió esa noche sobre el escenario fue que decenas de vecinos se acercaron a esta fiesta de caos controlado en la que los activistas descubrieron cómo sacar más partido al solar solo cambiando la ubicación del escenario y los artistas aprendieron que es posible esquivar algunas normativas de la administración.
La silla represora
“¡Tan preparado como esto no hay nada!”, tartamudeó Núria Martínez-Vernis con la mirada fija en su cuarta dimensión. Y echó a correr sin rumbo entre el público, brazos en alto, mientras otro poeta se plantaba ante el micrófono a recitar. Era Enric Casasses. No estaba previsto en el programa, pero se apuntó al happening. Detrás, el baterista del grupo Za! Edi Pou empezaba a golpear rejas y vallas con sus baquetas para luego inyectar ritmo seco y electricidad junto al guitarrista Juan Luis Batalla. Martínez-Vernis bailaba ya fuera del escenario. Casasses imitaba el golpeo de la batería. También el público de fuera bailaba. En las sillas, no. La silla es el gran instrumento represor que ha traído el coronavirus.
Faltaba algún sketch conclusivo y lo firmaron el performer Fruta y el propio Edi Pou. En un momento aparentemente crucial del epílogo, el primero sacó una manzana de su mochila y se sentó a comerla. Puro Faemino y Sentado. “Podéis seguir leyendo a Schopenhauer y Kant, pero no dejéis de improvisar”, sugirió Fruta. No era un consejo. Al fin y al cabo, este encuentro se consumó gracias a la capacidad de unos y otros, artistas y activistas, para asumir riesgos. La improvisación, individual y colectiva, como estrategia de progreso.
(Publicat l’11 d’octubre de 2020)