A la selva, al fondo del mar y al cosmos
La calle Santa Caterina es un remanso de paz en pleno barrio de Sants. La mayoría de plantas bajas son viviendas y a las diez de la noche de un martes, todos los comercios están cerrados: la peluquería, el colmado Caterina, la lampistería La Llar de la Reforma, la escuela de música y danza Farré, el supermercado Hamza, el bar Espejo especializado en pulpo gallego… Al final de la calle brilla una única luz: la del bar de conciertos Sinestesia, inaugurado el pasado marzo.
En la puerta del local conversan dos personas. Él es Mark Cunningham, trompetista neoyorquino afincado en Barcelona desde los años 80. Ella es la actriz y performer Alba Tor. Dentro suena un disco de Amy Winehouse. La italiana Jolanda Marrone, dueña del bar, atiende a la clientela en la barra. Un refresco: dos euros. Al fondo del pasillo hay una veintena de sillas frente a un micrófono. Solo el color del parqué y un listón de ocho milímetros sobre el suelo delimita qué es escenario y qué, no. Los instrumentos ya están dispuestos sobre dos mesas. Hoy no harán falta tantas sillas. Cuando empiece el concierto solo habrá ocho espectadores.
El programa anuncia una actuación de ElèctroX. Es el dúo que forman Mark Cunningham y el saxofonista valenciano Miquel Jordà. Son primeras espadas de la escena de improvisación. El mes pasado se llamaban ElectroSP. Van cambiando de nombre como las nuevas versiones de los juegos de ordenador porque lo suyo también es un juego y cada concierto pretende ser una versión mejorada de la partida anterior. Empiezan la actuación soplando la trompeta y el saxo hacia el espacio exterior. A ciegas. Como si buscasen establecer contacto con seres de otras galaxias. Los fraseos melódicos serpentean caprichosamente en el vacío. Es una música sin edad, sin nacionalidad, sin papeles, sin obligaciones. Suena libre y despreocupada.
Dos músicos, cuatro voces
El local que hoy ocupa el bar Sinestesia fue hasta hace poco un taller de rótulos. Desde que abrió hace cuatro meses, programa dos conciertos diarios. Ya ha cosechado algún llenazo, pero la improvisación no es un género con gran tirón. Somos diez espectadores cuando empiezan a brotar sonidos de origen incierto. No parecen generados por Mark ni por Miquel. ¿Serán ecos? ¿Serán efectos? ¿O serán la respuesta de esos seres de otra dimensión que antes invocaban ellos?
Jordà encasta un cilindro de cartón con cola de alambre en espiral en la campana del saxo. Es un instrumento llamado trueno que imita el sonido del ídem. Cunningham se ha sentado a manipular la caja de ritmos. Bajamos al fondo del mar. El valenciano marca las coordenadas y el neoyorquino, la profundidad. El rumbo viene determinado por la casualidad. Precisamente por eso, si el espectador se despista tres minutos, el paisaje sonoro habrá cambiado por completo.
Ahora el secuenciador ha trazado una senda empinada. Saxo y trompeta se elevan en una procesión cósmica con ecos de Bizet. El escenario también se eleva. Una espectadora ladea la cabeza de placer. Otro espectador sonríe. Nadie ha cruzado una palabra, pero algo ha cruzado el ambiente. Ha sido el rayo verde. Motivado por la microepifanía, Jordá se anima y saca todo tipo de cacharros para adentrarnos en una selva poblada de aves y animalejos que emiten sonidos inquietantes. Y luego ¡una armónica! Cunningham saca la suya y juntos se enfrascan en otra improvisación. De repente, como por arte de magia, el aire acondicionado se activa solo.
Un neoyorquino optimista
Cunningham llegó a esta ciudad hace casi tres décadas. Optimista músico de culto que no vive de la música, opina que en Barcelona nos quejamos demasiado por la falta de salas para tocar en directo. Pone El Pumarejo, Màgia Roja, Hijauh USB, Freedonia y Sinestesia como ejemplos de un tejido en auge. El público ya empieza a responder ante propuestas más arriesgadas, asegura, aunque lo dice pensando más en la pujante trayectoria de su otro grupo, Blood Quartet.
Es casi medianoche. Acaba el concierto y la mayoría de espectadores, amigos del dúo, les felicitan y salen pitando porque cierra el metro. Uno es Pierre Bastien, compositor francés e inventor de instrumentos. Alba Tor confiesa que el concierto le ha dado ganas de descongelar su faceta como cantante. Jordá muestra sus cachivaches a los curiosos antes de guardarlos: algunos los compró en la cadena Tiger, pero otros son silbadores profesionales para llamar a los patos.
Bicicleta plegable y carro de la compra
El valenciano tiene aparcada su bicicleta plegable junto al escenario y carga todo su arsenal en unas alforjas. El neoyorquino guarda el suyo en un carro de la compra. La cesta de donativos no está a rebosar: 46 euros para los dos. A Cunningham le parece justo para la gente que había. Y le gusta el trato de la taquilla inversa en directos sin garantías como los de improvisación. Jordá volverá pedaleando a Poble-sec. Cunningham duda entre ir a pie o en taxi a su piso en Sant Antoni.
Para el trompetista, este ha sido el concierto más interesante de los tres que ha ofrecido con Jordà en el bar Sinestesia. En el primero hubo dos personas. En el segundo, veinticinco. Esta vez han sido trece: razonable para un martes de julio. Jolanda intuye que el local se está consolidando. Si alguien pregunta a esas trece personas dónde estuvieron el martes, solo podrán decir: en un bar de conciertos que ha abierto en Sants. Pero a la pregunta de qué música hacían ElèctroX, la mejor respuesta será: una irrepetible. Quien desee información más concreta, lo mejor es que se apunte a un viaje con ellos para obtenerla por sí mismo. En septiembre, volverán al Sinestesia.
(Publicat el 16 de juliol de 2017)