Calle del Olvido, sin número

Il·lustració © Maria Corte

El callejón no tiene nombre y nadie sabe exactamente dónde está. Algunos lo sitúan alrededor de la plaza del mercado, pero Abraham lo atribuye a que debe ser una de las primeras calles de Sant Andreu del Palomar, o quizás antes de que lo fuera. Nunca has oído hablar de él o quizá no lo recuerdas. No aparece ni en los mapas. Oficialmente no existe, ni consta en el ayuntamiento.

Abraham dice que el callejón parece que no es demasiado largo ni demasiado ancho. Que no hay nada que invite a entrar en él. Y que no lleva a ninguna parte. Debe de ser un callejón sin salida, una vía sin escapatoria en todos los sentidos de la palabra. Y parece que en él no viva nadie. No queda claro si debe de ser un callejón oscuro, encajado entre dos edificios altos, o uno de esos en los que el sol se desliza sobre los tejados de las casitas que lo rodean para regar los adoquines de la calzada. No consta en ninguna fotografía ni grabación de vídeo.
Hace tres semanas, Abraham localizó a Eugeni, el pintor que monta el puesto cada sábado en la plaza del Comerç. Dice que tiene una pintura que se corresponde con él. Se trata de un callejón de paredes encaladas, de no más de diez metros de largo, que termina en un muro en el que hay una puerta de madera cerrada. Mejor no saber qué hay detrás de ella. Eugeni le aseguró que un día se encontró con su cuadro pintado (es su trazo, lleva su firma), pero no sabe explicar cuándo ni dónde lo hizo. Nadie que lo haya visto logra identificar su ubicación.
—Entonces, no existe —dije a Abraham mientras tomábamos un café.
—Legalmente, no. Pero no solo existe aquello que recordamos.
No soporto cuando se pone misterioso.
Abraham me ha contado que sí que hay alguien que asegura haberlo visto.
—¿No decías que no había testigos?
—No es exactamente un testigo.

Todo empezó con una llamada a comisaría hace aproximadamente un mes. La directora de la Casa Asilo de la calle Agustí Milà quería hablar con alguien de investigación porque estaba asustada con la confesión de uno de sus residentes. Bienvenido Carrasco, de ochenta y tres años, aseguraba haber matado a dieciséis personas a lo largo de su vida.
Una agente de la comisaría del barrio se acercó con pocas esperanzas de obtener respuestas: las deterioradas facultades mentales de Bienvenido invitaban a pensar que todo era una fantasía. La directora comprendía los prejuicios de la policía, y dijo que no les habría llamado si Bienvenido no fuera un paciente especial.
—¿Qué es lo que lo hace especial? —pregunté a Abraham.
—Eso mismo dijo la compi —sorbito de café a modo de pausa dramática—. ¿Sabes qué es la hipermnesia?
—No.
—Hay solo unos sesenta casos en todo el mundo, y Bienvenido es uno de ellos. O lo era, hasta que empezó a demenciarse.
—¿Pero qué es? —pregunto impaciente.
—La capacidad de recordarlo todo acerca de uno mismo. Cada pequeño detalle de todos los días que has vivido. Algunos incluso se remontan hasta la primera semana de vida.
La agente escuchó la confesión de Bienvenido, que iba repitiendo los nombres y apellidos de las dieciséis personas y la forma en que las había matado en un callejón de Sant Andreu. Una comprobación rápida sirvió para confirmar que se los estaba inventando, que era una fabulación. Cuando llegó a su despacho, la agente escribió una minuta y no le prestó más atención. Hasta que Abraham la leyó.
—Y fui a hablar con Bienvenido.
Quién sabe si por una mente nebulosa o por remordimientos tras tantos años, o por ambas razones, Bienvenido no quería morir sin soltar el lastre de las dieciséis vidas que había borrado.
—¿Borrado?
—Es la palabra exacta que utilizó.

Desde pequeño, Bienvenido sentía un miedo terrible por esa calle cercana a su casa y que todo el mundo parecía ignorar. De vez en cuando, alguien se adentraba en ella por error o para resguardarse del frío, y desaparecía para siempre. El día que descubrió que esa calle engullía el alma y el recuerdo de las personas fue cuando, jugando al escondite, vio como Tià se detenía frente a ella, fruncía la nariz como si fuera la primera vez que la viera y entraba rápidamente en ella para esconderse. Tià no volvió a salir nunca del callejón. Ni nadie le echó en falta, solamente Bienvenido. Ninguno de sus amigos preguntó por él al volver a casa. Bienvenido decía que Tià se había escondido en una calle y nunca había vuelto a salir de ella, pero los demás se reían.
—¿De qué Tià estás hablando? ¿Desde cuándo te inventas gente que no existe?
Bienvenido fue a casa de los padres de Tià y no lo reconocieron.
—Nosotros no tenemos hijos —le dijeron, sorprendidos de que ese crío les hablara como si los conociera de toda la vida.
Él era el único que recordaba a Tià. La calle lo había borrado del mundo.
—Menuda historia... y eso que está demenciado —dije a Abraham con incredulidad.
—Pero si a ti este tipo de cosas te gustan, ¿verdad, Víctor?
—Sí, sí. Continúa. Quiero saber cómo termina esta historia de los dieciséis asesinatos.
Abraham se encontró a Bienvenido reclinado en una silla de ruedas y conectado a una bombona de oxígeno. Con su piel apergaminada y sus repeinados cabellos blancos, el hombre le miró con un punto de sorpresa.
—Me han dicho que usted ha confesado algo.

Il·lustració © Maria Corte Ilustración © Maria Corte

Bienvenido dudó unos segundos. O puede que no supiera qué hacía allí ese hombre. Buscó la mirada de la directora como un niño chico buscaría la aprobación de su madre antes de hablar con desconocidos. La directora le puso una mano en el hombro y él le habló con un hilo de voz.
—Sabía que nadie me iba a creer.
—Esos nombres que usted ha dado...
—No existen. No están en ninguna parte. Tan solo yo los recuerdo. Y cada vez recuerdo menos.
—Pero existieron —Abraham inclinó su cuerpo hacia delante, dispuesto a escucharlo.
Bienvenido salía con Lluïsa hasta que apareció Narcís. Era un chico de pueblo con una sonrisa pícara que no pasaba desapercibida.
—Todas le iban detrás —dijo el anciano—, pero él tuvo que echarle el ojo a Lluïsa. Y ella no le hizo ningún asco. De la noche a la mañana me quedé solo y ellos se paseaban cogidos de la mano por delante de mi casa. Qué vergüenza. Y entonces fue cuando pensé en Tià. Yo a Tià le recordaba perfectamente, pero parece que era el único. Por eso que tengo en la cabeza, ¿sabe? Pensé que, si lograba que Narcís entrara en ese callejón, Lluïsa le olvidaría y volvería conmigo. Así que un diecisiete de febrero, que caía en martes, esperé a que pasara por delante, lo agarré del brazo y lo lancé ahí dentro.
—¿No intentó salir?
—Durante unos segundos parecía desconcertado, pero pronto se calmó y se sentó en el suelo. La última vez que lo vi tenía la espalda apoyada en una pared y observaba sus manos como si fuera la primera vez que las veía.
—¿Qué ocurrió con su cuerpo?
—No lo sé. Me cansé de esperar y fui a buscar a Lluïsa, quien me recibió sorprendida después de tantos días sin verme. Cuando volví a pasar frente al callejón, esa misma tarde, Narcís ya no estaba.
—¿Y qué pasó con los otros quince?
—Es realmente difícil resistirse a un poder tan grande.
Abraham asintió con la cabeza.

Cuando tenía un problema, una deuda pendiente, un socio que le engañaba, un capataz que le hacía la vida imposible en el taller, Bienvenido recorría a la calle del Olvido. Se convenció a sí mismo diciendo que aquello no era un asesinato. No puedes matar a alguien que nunca ha nacido. No había dolor, ni sangre ni ninguna familia que llorara una pérdida. El único rastro que habían dejado en el mundo quedaba en los recuerdos de un hombre que estaba dispuesto a no hablar jamás de ello. Hasta ahora.
—¿Por qué ahora? —preguntó Abraham.
—Ya hace demasiado que sus fantasmas me acompañan.
Miré a Abraham con cierta condescendencia.
—Me cuesta creer que un abuelo demenciado te diera esa respuesta.
—Resulta curioso que lo que no te creas de la historia sea esta frase de Bienvenido.
—No habéis podido demostrar nada.
—No. Tampoco tendría mucho sentido —Abraham esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Piensas escribir algo sobre ello?
—Me falta un final, para rematarlo.
—Puedo decirte que le mostré el cuadro.
—¿Y lo reconoció?
Negó con la cabeza.
—Dice que se acordaría.

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