Casita de muñecas
- Relato
- Jul 25
- 12 mins
En casa siempre hemos sido de quejarnos mucho cuando enfermamos y de poner cara de mártires. Así es como me encontraba cuando empezó todo. Me había sentado en el suelo contra la pared, en el rincón entre los estantes. “Pobrecita de mí”, murmuraba. “Pobrecita yo”. Había vomitado.
Tumbado boca abajo, Tomàs, mi hijo de nueve meses, me quitaba un calcetín. De vez en cuando levantaba la cabeza y me dirigía una sonrisa desdentada. “No sé si mamá saldrá de esta”, le decía.
No es que no supiera que era una gastroenteritis normal y corriente, pero el malestar me hacía adoptar una visión trágica de las cosas. Dejar el trabajo había sido un error. Podía enumerar tantísimos errores…
Entonces ocurrió. Se oyeron unos golpecitos al otro lado de la pared, en el piso vecino.
—¿Estás bien, cielo?
De entrada no contesté, claro.
—Reina, ¿puedo hacer algo por ti?
—¿Señora Rosa?
Siempre tan amable, la señora Rosa. Su piso era grande, tenía una terraza con vistas al Turó de la Peira y muchas veces nos la ofrecía por si queríamos dar una fiesta. Naturalmente, nunca habíamos aceptado.
Pero ahora escucharle la voz no me hacía ni pizca de gracia. “Es la falta de sueño”, me dije. Me llevé a Tomàs a la cocina y jugamos con los imanes de la nevera.
Sin embargo, no pude evitarlo. Me sentía débil. Volví al comedor para acurrucarme en el rincón. El niño, entre mis piernas, mordía el imán de Cuenca. “Cielo, ¿puedo hacer algo?”. Al otro lado de la pared, la voz era dulce.
Tuve que decírselo.
—Señora Rosa, se lo agradezco, pero usted está muerta.
Hubo unos instantes de silencio.
—¿Y hace mucho?
—Dos años.
Debió quedarse pensativa, porque ya no la oí más. De todos modos, tenía que hacer la cena. Me daba asco, pero es que el niño tenía que comer. Masticó la merluza concentrado, deshaciéndola con la boquita sin dientes. Yo escuchaba atentamente. Nada. Quizá había sido demasiado brusca. Me sabía mal.
Me llevé a Tomàs a la cama conmigo: “Vas a hacer compañía a mamá, que está pachuchita”. Le canté La lluna, la pruna y la canción de Dragon Ball. Se durmió enseguida, y yo, también.
Me despertó el roce de la ropa de Dani mientras abría el armario con cuidado. Había entrado iluminándose con la luz del pasillo. Estaba acostumbrado al sigilo, porque trabajaba en un restaurante y terminaba tarde.
—¿Cómo te encuentras?
—Así, asá.
Dudaba de si contarle o no lo de la señora Rosa. A veces veía que había cosas que no le gustaba que le explicase. Como el día de la casa de muñecas que habíamos visto en los jardines de Rodoreda, en el Putxet. A la salida, le había hablado de la casita de muñecas de mi abuela y de cómo a veces me lo imaginaba a él, pequeño como un soldadito, dentro de la casa, y que yo lo iba moviendo: ahora un rato en el salón, luego en la cocina, después en la buhardilla… Me dijo que le había provocado un escalofrío.
Pero la idea era bonita. Cuando no lograba que Tomàs se durmiera, le explicaba la historia de papá dentro de la casa de muñecas y cómo ambos lo mirábamos desde fuera y decidíamos dónde colocarlo.
Encendió la luz de la mesilla de noche, del lado de Tomàs.
—Está muy blanquito. ¿Hoy no habéis salido tampoco?
—¿Tal como me encuentro?
—¿Y ayer? Dijiste que lo llevarías a la plaza de Bacardí.
—No me gusta. Van niños maleducados.
Era cierto. Acaparaban el tobogán. No les importaba que me esperase con Tomàs en brazos. Se aprovechaban de que mi hijo era un bebé. La última vez había unos gemelos que, una vez llegaban abajo del tobogán, volvían escalando a la cima. Nos fuimos enseguida. Al salir, les quité la pala y el cubo.
¿Qué cuentas pendientes podía tener en este mundo una mujer que había fallecido santamente a los noventa y ocho años?
No dije nada a Dani sobre la manifestación de la señora Rosa. A la mañana siguiente ya me encontraba mejor y el café no me hizo vomitar. Al pasar frente al rincón entre los estantes, llamé a la pared.
—¿Señora Rosa?
Silencio. ¿Había desaparecido del todo o aún se encontraba considerando la situación? Era algo raro. ¿Qué cuentas pendientes podía tener en este mundo una mujer que había fallecido santamente a los noventa y ocho años? “Quizá sufre por el piso”, se me ocurrió. La señora Rosa no tenía hijos ni hermanos y no sabíamos a quién se lo había dejado. Después del entierro, unos hombres habían bajado muebles, cuadros y un reloj de péndulo en forma de gato y se habían esfumado.
Quizá era el momento de usar las llaves. La señora Rosa nos había dado una copia hacía tiempo, por si acaso, pero tras su muerte no nos habíamos atrevido a usarlas. Nos daba reparo.
Ahora era distinto. Podía ser que el alma de la señora Rosa se hubiese quedado atrapada entre esas paredes. Cogí las llaves del armarito y aupé a Tomàs en brazos. Se frotaba los ojos y aún olía a la merluza de la cena.
En el rellano, me pareció que Lali, la vecina de enfrente, me espiaba por la mirilla. ¿Por qué me sentía como una ladrona? La puerta no hizo ningún sonido espectral ni nada de eso, solo emanó un efluvio de aire estancado.
Dejé a Tomàs en el suelo y me apresuré a cerrar la puerta. “¿Señora Rosa?”, murmuré. De nuevo, silencio. Pasé al comedor y me guie con la luz del móvil hasta la persiana de la terraza. La claridad del exterior penetró como una revelación.
Ilustración ©Riki BlancoY no es que me olvidara de mi cometido. Recorrí todas las habitaciones vacías: era un piso normal, en cuanto a fenómenos sobrenaturales. Pero esa luz de la terraza centelleaba sobre el parqué, lamía la piel de Tomàs, invitaba a empujar la puerta.
Se abrió con un estremecimiento de cristales. El griterío de las cotorras me ensordeció. Se perseguían entre las ramas de los pinos del Turó de la Peira y atenuaban el runrún de los coches en el paseo de Fabra i Puig. Era allí donde había sucedido lo del patinete, días atrás. El cretino se había saltado el semáforo en rojo y casi choca contra el cochecito de Tomàs. Yo me había vuelto a casa. “Mamá te protege”, iba diciendo a Tomàs, que protestaba mientras subíamos en el ascensor.
Qué distinto se veía todo desde la terraza. La brisa suave llegaba llena de olores de bosque. Unas mujeres practicaban yoga entre los cipreses mientras los paseantes consolidaban amistades. Me tumbé en el suelo con Tomàs. El cielo era diáfano y traía unas nubes compactas, bien perfiladas.
Dani ya se vestía para salir cuando volvimos a nuestro piso.
—¿De dónde sale este niño con los mofletitos rojos?
—Hemos paseado por el Turó.
Dani sonrió. “¡Qué gran idea!”. Yo también sonreí: “Creo que esta tarde nos llevaremos la merienda”. “Qué gran idea”, repitió.
Hasta preparé galletas antes de salir. En el rellano hice como que esperaba el ascensor, para despistar a Lali. Las llaves se deslizaron alegremente por la cerradura. “¡Buenas tardes!”. Desparramé los juguetes por el suelo de la terraza y me asomé a la barandilla. De la calle de la Vall d’Ordesa llegaban riadas de adolescentes del Institut Josep Pla. “Los panchitos tienen muchos primos porque allí follan, tío”. “¿Hacemos pompas de jabón?”, dije a Tomàs. Corretearon por el aire, trémulas. Un mirlo se nos acercó dando saltitos, como si nos conociera. Le dimos migas de galleta.
Por la noche, cuando llegó Dani, aún no me había dormido.
—¿Te habías fijado en que la señora Rosa tenía cara de mirlo?
Rio.
—Me parece que iremos cada día al Turó.
—Es una grandísima idea.
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