Coplas de bus nocturno

Il·lustració © Raquel Marín

Cuando sus amigos empezaron a coger la costumbre de repartirse en taxis para volver a casa, pensó por primera vez que tenía que dejar el bus nocturno. La escena solía ser así: una noche que se alarga tras la presentación de un libro, de una exposición, con un grupo de gente diversa que comparte un elemento nada despreciable: todos disponen de cama en Barcelona. Y alguien le pone esa cara compungida que significa “¿Y ahora cómo vuelves?”. “¿Ahora tienes que coger el bus nocturno? ¿Y cuánto tardas?”. Y, finalmente, hay otro que, creyendo muy sinceramente que le espera una expedición a la montaña, que deberá sortear obstáculos y bestias de todo tipo para llegar a su pueblo —en el área metropolitana—, le dice que, si quiere, se puede quedar a dormir en su casa.

Al principio, estas reacciones le hacían gracia, pero desde que se convirtió en costumbre que todo el mundo volviera a casa en taxi (¿hacerse mayor es esto? ¿Sorprenderse en ambientes que no le corresponderían?), su suerte viajera del bus nocturno, ya rebasada la cuarentena, empezó a angustiarla.

Tal vez era la edad, sí; tal vez ya no tenía edad de coger el bus nocturno como si tuviera la mitad de años, o tal vez había llegado por fin el momento de sacarse el carné de conducir. He aquí el otro misterio existencial que todavía no sabía explicarse (o no se atrevía). Podría argumentar que no se había sacado el carné de conducir porque era una adelantada a su tiempo, porque la conciencia ecológica siempre le había aguijoneado. Pero se lo estaría inventando. La pereza, piedra angular que permite explicar medio mundo, también explicaba esto. Una pereza elefantiásica.

Las parejas que ha tenido le han servido, entre otras cosas, para disimular los efectos de dicha pereza. La han llevado de aquí para allá y le han ahorrado unas cuantas rondas nocturnas en un autobús destartalado. Pero, aun así, hay días, como este viernes, en los que tiene una cena con compañeros de trabajo y ya se ve plantándose a la una y cuarto de la madrugada en Ronda de Sant Pere para esperar al bus que la llevará a casa después de pasearla por cinco pueblos.

Sus viajes en bus nocturno le permiten repasar la historia urbanística y psicosocial de los últimos veinte años. De Barcelona y cercanías. Las obras de Glòries, las del tren de alta velocidad y los cortes en los pueblos que obligaban al autobús a pasar por carreteras de curvas endemoniadas (o especialmente rabiosas a cierta hora y con cierta densidad etílica en el estómago y en la azotea). Las épocas de percibir el tufo a maría o a hachís, de oír el clac de las pastillas o de ver los últimos bares ruinosos abiertos, sustituidos más adelante por los supermercados de paquistaníes. De la música mestiza de Manu Chao hasta el reggaetón, el chumba-chumba techno, el afán brasileño o Rosalía. De pasar de volver en el último bus de la noche, el de los rezagados —y de las vomitonas que abren brechas en las aceras y de aquel que va haciendo eses y de aquel otro que se resigna a dormir en un portal, y de los grupos de niños que se empujan y se gritan y de los primeros camiones en el almacén de El Corte Inglés—, a correr para coger el primer bus de la noche y que empiecen a estorbarte los críos, los altavoces a todo trapo, la desorientación de siempre sobre si este es el que va a Barberà o el que va a Parets.

Merecen un capítulo a parte los diálogos imposibles con el conductor que se empeñaba en darle conversación y en repasar toda la actualidad a las claras: “yo los ponía a todos a trabajar, ya verías tú”, y ella que decía que sí, que claro, cuando a duras penas le oía por encima del estruendo que hacía el autobús con cada sacudida. De hecho, diría que, con los años, la lata de los autobuses cada vez emite unos sonidos más exasperantes, pero ya no sabe si es que el oído se le está volviendo fino o que, efectivamente, ya hace años que los autobuses se van desvencijando. La distorsión o el engaño a los que nos somete la memoria.

Con los conductores desarrolló una paciencia zen con un toque mercantilista: lapsos de conversación amable a cambio de detenerse en la parada ficticia que le quedaba más cerca de casa. Después están las visiones nocturnas: una imagen, a cierta hora, que le genera un efecto magnético, de belleza dentro de un cañamazo de fealdad, que solo ella puede ver. La fábrica de Asland que humea como si velara por todos; las lucecitas alineadas de los pisos de Santa Coloma como un cuadro eléctrico perfecto, sin falla; alguna ronda de salida de Barcelona que se eleva y hace un giro como de sinfonía armoniosa… Visiones fugaces de un momento de la noche, una salpicadura en el haz marmóreo de noches en las que aprietan las ganas de llegar a casa, que ya es tarde.

Este viernes, mientras los demás compañeros han ido a buscar un taxi que los deje por encima de Diagonal, ella ha se ha puesto rumbo hacia Ronda de Sant Pere para coger un bus nocturno que la lleve hacia la parte del Besòs. Y durante el viaje, por primera vez en mucho tiempo, se ha vuelto a marear. No sabe si atribuirlo al vino —no ha bebido tanto, ¿pero quizá ya no lo tolera igual que antes?— o a la posición del asiento que ha escogido en el autobús —uno de esos asientos de cuatro, más hundidos, que mandan más impacto hacia la tripa con cada volantazo— o al conductor del autobús —un tipo al que no conocía y que tomaba las rotondas como si alguien lo anduviera persiguiendo—. Ha tenido pesadillas.

Al vaivén de los giros bruscos del conductor, se veía veinte años atrás, perdiendo un bus que creía que era el suyo. Aún no se había acostumbrado a cogerlo, era tarde y empezaba a sentir miedo de no tener cómo volver a casa. Pedía al siguiente si aquel paraba cerca del pueblo y el conductor le contestaba con el mismo sí desganado que si le hubiese preguntado si iba a Roma. Se subía al bus y le parecía estar en una nave voladora que, en una vuelta interminable, se detenía en un sinfín de pueblos a los que jamás había ido. Al detenerse, el conductor tenía que insistir para que un grupo de elegidos se bajara, sin protestar, y ella se levantaba tambaleándose, tras una breve cabezada y con un sabor agrio que le subía a la boca, y le preguntaba si faltaba mucho para su pueblo más cercano y el conductor le decía que no, tranquila, ya te avisaré, todavía tenemos que dar más vuelta, el camino más largo para volver a casa, siempre, pero ya llegaremos. Y sentía cómo todos los giros terroríficos de las rotondas le presionaban la tripa cada vez con más fuerza, seguidos por los frenazos en seco para no saltarse la parada, el griterío de los que bajan, la frustración de quienes querrían subir pero este tampoco es su bus. Y todas las metáforas que puede encapsular un viaje por la noche, en la oscuridad, solo lucecitas como cerillas extendidas por los polígonos y las carreteras terciarias. Y ella, que ya no sabe si sigue todavía en un sueño o en un cuento de Sylvia Plath, empieza a pensar que ya es hora de bajarse, que ya toca, que si hace falta llegará a pie a su pueblo, que la vuelta dura demasiado.

En un momento del sueño de cierta tensión espiritual y existencial, se dice que debe seguir su camino, sus elecciones, que a partir de ahora será ella quien dará los volantazos, porque claro que puede darlos, por mucho que no tenga carné; una cosa no quita a la otra. Y cuando ya está casi convencida se le aparece su madre que le dice que a este paso no te sacarás jamás el carné, y ella trata de levantarse para contestarle que sí, que se equivoca, justo cuando una rotonda con una escultura espantosa en el centro la ha mandado contra la ventana y ha hecho que el móvil y los auriculares terminen en el suelo.

Se ha despertado desorientada y con ese temor furtivo de a ver si se ha saltado su pueblo. Pero no, todavía le quedan un par por delante. Tiene algo de sed y el regusto de la confusión del sueño, que no era solo un sueño. Le parece que una vez le pasó, que cogió el bus que no era y tuvo que caminar una hora y media por carreteras demasiado negras, masticando el miedo pero tragándoselo, hasta llegar a casa. Cuando se inventaron los primeros buses nocturnos hasta su comarca, pensó que en unos años todo el mundo los cogería y se acabarían tantos viajes en coche. Los augurios no son su especialidad. Cuando llega a su pueblo tras una hora y cuarto, se baja del autobús palpándose para asegurarse de que no ha perdido nada y de que sigue de una pieza. Camina pesada. Se da cuenta de pronto de que se le ha vuelto a hacer demasiado tarde.

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