Cultivar el mundo interior

Entre los grandes cambios culturales que atraviesan las sociedades contemporáneas hay un fenómeno inesperado: la emergencia de una nueva espiritualidad, a menudo desvinculada de cualquier dogma moral o religioso. Las nuevas espiritualidades crecen de la mano de los cuidados y la salud. Pero sobre esta necesidad también se ha volcado una industria del confort emocional y la autoayuda. Librar a la espiritualidad de su mercantilización es el gran reto.

Entre los grandes cambios culturales que atraviesan las sociedades contemporáneas hay un fenómeno inesperado: la emergencia de una nueva espiritualidad, a menudo desvinculada de cualquier dogma moral o religioso, que se expresa de forma abierta y plural con diferentes narrativas filosóficas. Se ha producido un retroceso de las religiones, pero no de la espiritualidad. La crisis de la idea de Dios y la secularización no han apagado, como subrayó el filósofo francés André Comte-Sponville, la necesidad de comunión que tienen los humanos, el deseo de conexión profunda con una fuente de sentido que lo conecta todo.

Como respuesta a esta necesidad han aflorado varias formas de explorar el mundo interior, dar sentido a la vida, relacionarse con la idea de trascendencia. Las religiones orientales, mucho más abocadas a la meditación y al equilibrio emocional, han tenido una gran influencia en la emergencia de las nuevas espiritualidades en Occidente. También en el interior de las grandes confesiones tradicionales se han producido cambios. Junto a nuevos fundamentalismos retrógrados y agresivos han aparecido corrientes que no se centran en la parte institucional y dogmática, sino en el legado humanístico y espiritual de sus religiones.

Mientras, la crisis del estado del bienestar; la generalización de condiciones de vida y de trabajo crecientemente inseguras; la aparición de nuevas amenazas globales, como el terrorismo, la crisis climática o las pandemias; la cultura de la competitividad, y el individualismo consumista han producido una gran sensación de fragilidad. La creciente medicalización de la vida y el recurso a los psicofármacos no deja de ser una respuesta, insatisfactoria y llena de efectos adversos, a la percepción de vulnerabilidad y a los efectos sobre la salud de un modelo productivo y social que genera angustia y malestar. La búsqueda del bienestar interior se convierte en una necesidad, y por eso las nuevas espiritualidades crecen de la mano de los cuidados y de la salud. Pero sobre esta necesidad también se ha abocado una industria del confort emocional y la autoayuda, a menudo relacionada con componentes esotéricos, que hace de la explotación del malestar un gran negocio. Librar a la espiritualidad de esta tendencia a la mercantilización es el gran reto.

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