El arte de la disidencia: el precio de la libertad

Núria Guiu durant un moment de l’actuació a l’espectacle Likes al Teatre Lliure. © Ajuntament de Barcelona / Laura Guerrero

Hoy nos preguntamos si todavía es posible ejercer la disidencia en una cultura subvencionada y domesticada por el discurso oficial de las instituciones. ¿Es viable pensar hoy la práctica artística desde la contracultura? ¿O quizá el concepto de ‘contracultura’ ha quedado ya del todo obsoleto? ¿Se puede construir un discurso antisistema sin atrincherarse en la marginalidad? ¿Y si el espíritu rebelde finalmente sucumbe a la tentación de refugiarse en el elitismo más inocuo?

Últimamente se ha reivindicado con una cierta nostalgia la contracultura de la Barcelona de los años setenta. Exposiciones como Underground en el Palau Robert o libros como El bar Kike y Paca la Tomate de Nazario, publicado por el Ayuntamiento de Barcelona, nos han recordado que en los inicios de la Transición se respiraban en Barcelona unos aires de libertad y transgresión que hoy echamos de menos.

Aquella visión romántica del artista rebelde que desafía el orden imperante se vio erosionada por el relativismo moral de la posmodernidad, que marcó los años ochenta; después, a partir de los noventa, se vio desestimada por el credo neoliberal, que ha supeditado la práctica artística a las leyes del mercado y al éxito individual. Y hoy ese espíritu transgresor ha quedado contrariado por la corrección política y la cultura de la cancelación, que ha acentuado la autocensura de los artistas. También hemos visto como expresiones artísticas que se postulaban contra el orden bienpensante, como el rap o el hip hop, han sido asimiladas por el mercado, que las ha incorporado al consumo mainstream.

Aparte de todos los condicionantes ideológicos que coartan la libertad de los creadores, hay todavía otro factor que desactiva la disidencia: la vulnerabilidad y la precariedad con que viven los artistas, que se ha visto agudizada por la pandemia y que socava su integridad intelectual o artística.

Ante todas estas claudicaciones, hemos preguntado a creadores, gestores y comisarios de diferentes ámbitos (artes plásticas, editorial, teatro, cine y música) si es aún posible ejercer la disidencia hoy. También les hemos pedido con qué resistencias se han encontrado y a qué han tenido que renunciar para mantener su independencia.

Retrat de Elvira Dyangani Ose. © MACBA © MACBA

Elvira Dyangani Ose
Directora del MACBA

Los artistas tienen la capacidad de desarticular nociones de historia y desafiar el canon. Incorporar sus discursos en el museo, dentro de una cierta oficialidad, sirve para romper los marcos mentales que sustentan estas nociones de historia.

El museo puede dar cabida a la disidencia. Puede servir, incluso, para romper con aspectos de estructuras fijas que han quedado arraigadas en los museos, estructuras que el propio museo, a pesar de estar haciendo una programación absolutamente radical contra el sistema neoliberal, no se da cuenta de que tiene en su propia base. Para mí, que soy una persona que imagina mucho y, a la vez, muy práctica, el museo tiene que redefinir sus términos y hacer que los cambios sociales que querríamos ver en la sociedad tengan cabida. El museo debe hacer esfuerzos por transformarse, por tener un sentido crítico, por no aburguesarse en ciertas posturas. Y el museo debería preocuparse por poner en contacto a diferentes comunidades que deben compartir esta transformación. Tanto si formas parte de una comunidad racializada como si no, tienes un rol en esta sociedad poscolonial, y todos debemos descolonizar nuestra mente. Y en este sentido, el museo debe hacer un esfuerzo de desaprendizaje.

A veces olvidamos que nosotros somos parte del sistema que queremos cambiar. Y debemos entender que no lo podremos hacer en cinco ni en diez años. Sabemos que, a menudo, ciertas prácticas disidentes se han incorporado al discurso del museo de manera programática, pero no han conseguido hacer cambios en el ámbito estructural. Estos cambios estructurales son los que nosotros estamos pidiendo ahora.

Retrat de Laura Arau.

Laura Arau
Gestora cultural en la cooperativa KULT. Coordinadora de Fira Literal. Miembro del equipo del festival Protesta

Apostamos por un modelo cultural que parte de la premisa de que la cultura es un derecho y un bien esencial, y no tanto un artículo de consumo. También de la asunción de que el público debería tender a transformarse en comunidad, y cada vez tener un acercamiento más directo y participativo a la cultura.

La Feria Literal apuesta por las voces del pensamiento crítico. Trabajamos desde los márgenes, pero no queremos ser marginales. Aspiramos a llegar a gente que se encuentra en el mainstream, pero que puede conectar con nuestro discurso. En este sentido hemos adoptado una estética menos radical, que nos acerque a un público más general.

La feria sería inviable sin las subvenciones que recibimos del Ayuntamiento de Barcelona o la Generalitat, pero eso no nos condiciona a la hora de dar voz a la disidencia. Estamos instalados en un miedo a que la Administración nos castigue si le llevamos la contraria, pero tenemos que ser valientes, es dinero público.

Por la Feria Literal pasan cada año más de 10.000 personas y acoge a un centenar de sellos del sector editorial independiente especializado en pensamiento crítico. Creemos que esto nos da fuerza y legitimidad a la hora de dar voz a discursos incómodos y subversivos.

Retrat de Albert Serra. © Albert Roig © Albert Roig

Albert Serra
Director de cine

La disidencia está hoy demasiado condicionada por la corrección política. Con la cultura de la cancelación ya no puedes ni generar una discusión, sino que te borran de la esfera pública. Hoy, la disidencia que propone valores contrarios a los imperantes es infrecuente, porque todo el mundo ya ejerce una autocensura previa. Se pueden buscar nuevas formas de expresar de manera sutil la propia disconformidad, pero si es demasiado sutil ya no tiene la fuerza disidente, que debe manifestarse como un choque frontal y visible contra el sistema.

Hay una censura que se ejerce desde la izquierda por primera vez en la historia. Antes la censura se imponía desde una moralidad conservadora, pero hoy paradójicamente se ejerce desde una moralidad progresista.

Hoy en día la única disidencia digna de este nombre es la de hacer cosas serias y llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin dejarse seducir por la banalidad ni buscar la fácil aceptación. Es una disidencia que no va a buscar el choque frontal, sino que es interior, a base de predicar con el ejemplo; con el tiempo crea un poso, una actitud, solo comprensible a largo plazo y que, eso sí, desprecia implícitamente el éxito, aunque se aproveche de él.

Retrat de Núria Güell.

Núria Güell
Artista

Mi práctica artística es una práctica anticultural. Lo que me interesa es poner en juego, repensar, cuestionar las convenciones morales y culturales establecidas. La tradición del arte moderno también ha sido anticultural en sus inicios, pero cuando, a partir de los años ochenta, el arte se convierte en un valor reconocido, su potencia subversiva queda capturada por el dispositivo cultural, y los artistas nos vemos obligados a hacer auténticas filigranas para que esta potencia se mantenga activa.

La subversión puede plantearse en tres niveles. En primer lugar, en relación con el contenido de la obra. Siempre intento que la obra haga emerger algo de lo real: nombrar lo que no se puede decir, hacer mirar lo que no se quiere ver, hacer escuchar lo que no se quiere oír.

En un segundo nivel, en mi práctica, intento no obviar el dispositivo-museo o institución-cultural, que tiene una historia y unos intereses propios. Cuando empiezo un proyecto expositivo, siempre me planteo cuáles son las luchas que estoy dispuesta a sostener en mi relación con la institución. Detrás de cada exposición mía hay mucho trabajo oculto de negociación, intento empujar sus límites para que la obra no quede presa del dispositivo. Y a menudo pasan cosas que son disruptivas para la institución misma, porque a través del proceso de implicarlos la institución se posiciona.

Y en un tercer nivel, más íntimo, procuro que todos mis proyectos sean subversivos conmigo misma. Cuando he terminado un buen proyecto, nunca he salido siendo la misma persona que lo había empezado. También hay esa voluntad de empujar mis propios límites.

Retrat de Semolinka Tomic. © Viquipèdia © Viquipèdia

Semolinka Tomic
Fundadora y directora artística de l’Antic Teatre

Tres factores impiden la práctica de la disidencia. En Barcelona no es posible una creación potente en arte contemporáneo, porque no hay ningún programa que fomente la experimentación y la reflexión crítica, ni ninguna escuela donde se enseñe de verdad a integrar el lenguaje del cuerpo, el vídeo, la robótica, el texto, la luz, el sonido, el movimiento energético en el espacio, la danza o el circo en una creación multidisciplinaria.

L’Antic Teatre es parte del movimiento Cultura de Base (culturadebase.org) e impulsor de ParlaMent Ciutadà de Cultura de Barcelona (PMCCB), un dispositivo que debe abrir un debate público y un observatorio ciudadano de la cultura con el fin de fiscalizar y auditar qué se hace con el dinero público. El ICUB (Institut de Cultura de Barcelona) continúa impulsando proyectos culturales con una visión vertical, de arriba abajo, en lugar de apoyar proyectos independientes.

La precariedad del sector hace imposible que surja una disidencia de verdad. Sin un estatuto de artista no hay derechos del trabajador cultural. El artista está ocupado en aquello de “¿Qué hay de lo mío?”, pero no hay ningún circuito institucional donde pueda exhibir su arte, aparte de algunos teatros y pocos festivales. Pocos artistas tienen conciencia de que solo un frente común puede cambiar la situación.

Retrat de Francina Gorina 'La Queency’. © Agus Izquierdo © Agus Izquierdo

Francina Gorina, ‘La Queency’
Cantante de música urbana

No confío en las discográficas y prefiero mantenerme en el underground, para mí no tiene sentido implicar a más gente en mi proyecto. Cuando quieres empezar a vivir de esto, te das cuenta de que no basta con colgar una canción en YouTube, pero tampoco me quiero atar a una discográfica porque creo que la música que hago es contracultural y música urbana, y, por lo tanto, firmar un contrato me parecería ilógico. En el mercado español los cantantes pueden mantener la independencia porque tienen sus propios sellos. En catalán es más difícil.

A mí me han ofrecido contratos discográficos con la promesa de que si firmaba me invitarían a actuar en festivales con la banda 31 FAM. Y como no he firmado, no accedo a ellos ni me llaman. Evidentemente, soy una artista emergente, justo estoy empezando, pero creo que aquí se apuesta por gente emergente solo si hacen un tipo de música concreto, políticamente correcto, y si no pasas por donde ellos quieren, no entras en el circuito. ¿Por qué siempre encontramos a los mismos cuatro cantantes de trap en todos los festivales? Porque es lo que los medios promocionan y, por tanto, lo que nosotros queremos ver. Y la peña que no jugamos a su juego no existimos. Es un circuito que se retroalimenta.

Retrat de Daniel Gasol. © Agus Izquierdo © Agus Izquierdo

Daniel Gasol
Artista y ensayista. Autor de Art (in)útil (Raig Verd, 2021)

Duchamp hizo entrar un urinario dentro del museo y un siglo después el debate sobre qué es arte y qué no sigue bien vivo. Seguimos confiando en la autoridad de los museos, intentando resolver la cuestión desde dentro del sistema del arte. Pero, si te fijas, el jurado de una convocatoria artística funciona como un got talent. El capitalismo no es solo un sistema económico: crea formas de hacer, de existir, de relacionarse, en las que se estimula constantemente la idea de que si trabajas duro puedes llegar lejos. Las artes funcionan con las normas del sistema capitalista en lugar de cuestionarlo.

Un museo es un cementerio donde ver obras desactivadas. La idea de performance, el arte conceptual o las propias vanguardias nacieron con una vocación antimercantilista y han acabado fagocitadas. No creo que sea un problema del museo, ya que su labor de conservación y divulgación es necesaria. El error es entender las instituciones culturales como si fueran un sistema impermeable en las jerarquías capitalistas, que el museo sea un espacio de autoridad dentro de un sistema que debe generar un relato muy concreto.

Estoy contento de que muchos discursos se democraticen, pero veo que el capitalismo tiene poder para desactivarlos, porque ha sabido encontrar el método para generar plusvalía de su propia crítica. Al capitalismo le interesa pluralizar sus discursos porque así se extiende. El relato da igual, porque, aunque el contenido cambie, la forma siempre es la misma: hay una estructura vertical donde los de arriba animan constantemente a los de abajo para que se esfuercen por subir y lograr un bienestar.

Retrat de Joan Burdeus.

Joan Burdeus
Filósofo, crítico cultural

Una forma generosa de entender las contradicciones del artista contemporáneo es verlo como un parásito carcomiendo el sistema. La diferencia entre el parasitismo y otras relaciones tróficas, como la de depredador-presa, es que el parásito evita un choque frontal en el que podría morir devorado y consigue sobrevivir dentro del huésped, debilitándolo.

Los que hace tiempo que seguimos el mundo cultural nos hemos hartado de escuchar este tipo de discursos en boca de los artistas, que siempre se presentan como críticos furibundos del sistema y, al mismo tiempo, defienden que hoy en día es más efectivo hackear desde dentro que chocar frontalmente desde fuera.

Todo lo que llamamos “arte contemporáneo” es posrevolucionario y esta contradicción se acepta hasta el final: ser a la vez objeto de consumo y propaganda subversiva, participar en el sistema para intentar transformarlo desde dentro. El caso de Banksy, que ahora podemos ver en el Disseny Hub, es muy ilustrativo: ¿es Banksy un activista que se introduce dentro del mercado para hackearlo, o bien un cínico que se aprovecha de él para lucrarse con gestos vacíos? Mientras tanto, el anticapitalismo se ha convertido en una idea lucrativa y puede ser la nueva marca Barcelona.

Retrat de Mar Carrera. © Antolin Avezuela

Mar Carrera
Editora independiente. Pol·len Edicions

Desde Pol·len entendemos que se puede ejercer la disidencia en el sector de la edición en el marco de unos valores que no son puramente mercantiles. Apostamos por el pensamiento crítico y la bibliodiversidad. Procuremos aplicar las ideas que defendemos en nuestra práctica editorial. Editamos siguiendo criterios de ecoedición, apostando por proveedores de proximidad, y nos hemos sumado al sello Llibre Local, que nos compromete a imprimir nuestros títulos en imprentas cercanas y reforzar así el parque gráfico catalán. En la ecoedición diseñamos nuestros libros para minimizar los impactos ambientales, y uno de los elementos que hacemos es usar papel certificado FSC (Forest Stewardship Council) y 100% reciclado, proveniente de bosques que se han gestionado responsablemente, sin talas ilegales ni desplazamiento de poblaciones nativas. Al mismo tiempo, incluimos la comunicación ambiental como práctica habitual. Dentro del libro calculamos, a través de un software llamado Bookdaper, la mochila ecológica. En el campo de las coediciones transnacionales, en lugar de exportar nuestros títulos, hacemos coediciones con sellos latinoamericanos para reforzar las economías locales. En vez de inundar otro continente con nuestros libros, preferimos compartir conocimientos y publicar aquí a autores de allí, y viceversa.

Retrat de Roger Bernat. © Blenda © Blenda

Roger Bernat
Dramaturgo

Es absolutamente posible y necesario ejercer la disidencia, de lo contrario, el arte deja de tener sentido. Ahora bien, preguntarse si esta subversión puede mantenerse en el marco de las instituciones es un falso debate. El arte se hace en un contexto determinado y, por lo tanto, condicionado, ya sea por una institución pública o privada, o por el mercado.

El arte deja de ser cultura para convertirse en arte cuando es capaz de enunciar lo que la cultura no es capaz de ver. Si el arte no es disidente se convierte en entretenimiento, negocio u otro modo de legitimar las instituciones.

Es cierto que cuando trabajo en una institución como el Santa Mónica, que depende de la Generalitat, o en un festival en Chile financiado por las grandes empresas mineras, hay una contradicción, pero creo que en esta tensión puede acabar ganando la disidencia, si la obra o el espectáculo son lo suficientemente buenos como para desconectar al público de una realidad falsaria.

El teatro es el lugar donde nos permitimos decir lo que realmente queremos decir y que en otra arena (el parlamento, la academia, etc.) no podemos decir. Que quede un espacio donde los discursos más disidentes tengan un lugar donde ser escuchados es una particularidad que honra a nuestras sociedades. Ahora bien, no es verdad que seamos libres para decir lo que nos dé la gana, sino que siempre modulamos en función del lugar donde estemos.

Seguro que hay espectáculos míos que no han destacado lo suficiente y se han convertido en un elemento más de la programación cultural de una institución que necesitaba ponerse una medalla, pero no he sido nunca consciente de que nadie me haya pedido modificar mi discurso ni me he sentido coartado.

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