El arte urbano como reflejo de una Barcelona en (eterna) transición

Este mural, obra de Elisa Capdevila, recuerda al teatro Talia, en el Paral·lel. © Street Art Barcelona / Fernando Alcalá Losa

El arte urbano incomoda, provoca y transforma el espacio público, generando debates intensos sobre su legitimidad. ¿Es vandalismo o expresión artística? En Barcelona, esta controversia ha marcado décadas de intervenciones en las calles, desde la llegada del grafiti, en los años ochenta, hasta la institucionalización del street art actual. Un recorrido lleno de anécdotas, prohibiciones y resistencias y una eterna lucha por conquistar las paredes de nuestra ciudad.

Siempre se ha dicho que las grandes lecciones de la vida se aprenden en la calle. El arte urbano lo demuestra perfectamente porque es un fenómeno social que incomoda, desafía y transforma las ciudades de formas inesperadas. Para algunos sectores críticos de la sociedad, estas “pintadas” son una muestra inequívoca de vandalismo que mancha el espacio público. Para otros sectores, estas “obras de arte” son una expresión artística fugaz y transgresora que surge de la nada para agitar las conciencias más acomodadas y poner una nota de color en la vida gris de miles de personas. Como es evidente, la polémica está servida.

Esta división de opiniones forma parte de la esencia del arte urbano desde sus inicios en el decadente Nueva York de los años setenta, y ha contribuido a que se mantenga vigente en el imaginario colectivo, independientemente de modas y tendencias. Se trata de una paradoja fascinante que ha generado muchas reflexiones porque las críticas, prohibiciones y sanciones que han intentado frenar este movimiento en las últimas décadas en varias ciudades también han contribuido a nutrir su leyenda y han consolidado a algunos artistas como estrellas mediáticas.

La controversia está a la orden del día porque, por cada mural que se elimina en algún rincón del mundo, surge uno nuevo que sigue amplificando las verdades que los telediarios no se atreven a poner en los titulares, por efecto de los lobbies políticos y económicos. Además, las redes sociales han logrado lo que parecía impensable: convertir en global un fenómeno local. Hoy no existen fronteras para el arte urbano y cualquier mural puede dar la vuelta al mundo en cuestión de segundos antes de desaparecer para siempre. La eternidad inmortalizada gracias a millones de likes.

Estas contradicciones han acaparado todo su protagonismo y han acabado eclipsando la propia experiencia artística. La ecuación es simple: cuanto más prohibido, más exitoso. Por eso, a nadie le extraña que muchos artistas que empezaron pintando en las calles de forma clandestina hoy coticen al alza en las galerías de arte más importantes y protagonicen exposiciones en museos de primer nivel. Seamos sinceros: en esta sociedad tan frenética y efervescente, ¿qué papel tiene el arte urbano cuando ha sido absorbido y domesticado por el sistema? Para tratar de encontrar una respuesta a esta pregunta, no hay mejor ciudad en la que poner el foco que Barcelona.

Cuando el grafiti aterrizó en Barcelona

Esta historia de amor y odio se remonta a mediados de los años ochenta, cuando el grafiti aterrizó en las calles de la capital catalana. Para algunos llegó tarde y desvirtuado. Para otros, fue el momento adecuado, porque las sombras de la dictadura y los claroscuros de la transición empezaban a dejar espacios de libertad. En esa época, los barrios del centro olían a orines de perro, a aerosol sobre las paredes y a prostitución (no siempre en ese mismo orden). Eran tres elementos que formaban parte del paisaje urbano y se había alcanzado un equilibrio basado en lo cotidiano.

Todo el mundo sabía que el perro que orinaba era del vecino del cuarto piso, que el adolescente que pintaba las paredes era el hijo de la pescadera y que algunos maridos infieles llegaban tarde a casa después del trabajo. Los problemas se resolvían de puertas adentro. Este era el contexto auténtico, el “kilómetro cero” de esos años de carretera y manta en los que solo había un canal de televisión en catalán y muchos sueños estaban cerrados bajo llave en el cajón de la mesilla de noche.

En ese momento, los pioneros del grafiti en Barcelona no imaginaban que estaban haciendo historia. Simplemente, reproducían un fenómeno que habían visto en las revistas y que les llamaba la atención tanto por la vertiente artística como por el componente clandestino que comportaba. Era una aventura que les permitía escapar de las obligaciones cotidianas sin más pretensión que pasárselo bien. Pero este panorama dio un giro inesperado el 27 de febrero de 1989, cuando el célebre artista neoyorquino Keith Haring pintó un mural en la plaza de Salvador Seguí del Raval, que entonces aún era conocido como “barrio chino”.

El artista neoyorquino Keith Haring pintó su célebre mural contra el sida en la plaza de Salvador Seguí del Raval, en 1989. © Imatges Barcelona / Vicente Zambrano El artista neoyorquino Keith Haring pintó su célebre mural contra el sida en la plaza de Salvador Seguí del Raval, en 1989. © Imatges Barcelona / Vicente Zambrano

Haring eligió una de las paredes donde cada mañana se amontonaban más jeringuillas y que, además, le recordaba a los barrios degradados de Nueva York donde había empezado a pintar. Esta obra, con la inscripción en español “Todos juntos podemos parar el sida”, se convirtió en uno de los primeros hitos reivindicativos del arte urbano en nuestra ciudad, aunque el edificio donde se encontraba el muro no tardó en ser derribado por un plan urbanístico. Más allá de la nostalgia, esta intervención demostró a los artistas locales que sus grafitis podían estar más comprometidos con la sociedad. La semilla que se había plantado años antes estaba a punto de dar frutos, aunque por el camino se vivirían muchas sorpresas.

La primera no tardó demasiado porque, a principios de los noventa, Barcelona empezó a mutar para convertirse en la sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Pasqual Maragall, el alcalde del PSC que obró el milagro olímpico, tenía claro que aquello era una oportunidad perfecta para realizar una limpieza en los barrios, construir nuevas infraestructuras públicas que pusieran la ciudad al mismo nivel que otras capitales europeas y, sobre todo, para abrir Barcelona al mar y aprovechar el potencial turístico de las playas.

Visto en perspectiva, las Olimpiadas fueron la entrada triunfal de la modernización en nuestro país y supusieron un giro hacia una mentalidad más cosmopolita que nadie había pedido, pero que, aparentemente, todo el mundo necesitaba. También fueron los años de la campaña “Barcelona, ponte guapa” (dirigida a fomentar la rehabilitación de edificios y otros elementos arquitectónicos), que contribuyó decisivamente a posicionar la ciudad como un referente internacional del diseño, de la moda y de la creatividad.

El arte urbano (todavía bajo la alargada sombra del grafiti) convivió con estos cambios sociales, urbanísticos y económicos gracias a la falta de regulación y a la libertad que imperaba en las calles. El Ayuntamiento estaba demasiado ocupado con sus estadios, sus piscinas y su paseo marítimo para prestar atención a los jóvenes que pintaban en los muros de los edificios que se derruían para construir equipamientos públicos. Nadie era consciente de que se estaba consolidando un movimiento artístico a ritmo de hiphop que veía la ciudad como un cuadro en blanco en el que plasmar las inquietudes y contradicciones que florecían bajo el pavimento de las calles.

La primera edición de RavaleArt, en 2024, convocó a más de 50 artistas para transformar persianas cerradas en lienzos artísticos. © Street Art Barcelona / Laura Colomé La primera edición de RavaleArt, en 2024, convocó a más de 50 artistas para transformar persianas cerradas en lienzos artísticos. © Street Art Barcelona / Laura Colomé

Barcelona cambió, y su imagen de prosperidad dio la vuelta al mundo gracias a la televisión por satélite. Sin embargo, cuando se paseaba por las calles del centro, todavía se notaba el hedor de orines de perro, de aerosol sobre las paredes y de prostitución (el orden de los factores no altera el producto). Aunque el equilibrio entre los tres elementos había empezado a debilitarse por culpa de la publicidad institucional que blanqueaba la vida cotidiana de los barrios, seguían representando la identidad de una Barcelona que se negaba a perder sus costumbres más arraigadas.

Precisamente, fue en este periodo de explosión urbanística cuando se vivió la transición definitiva del grafiti al arte urbano en mayúsculas (el famoso street art), porque se ampliaron las técnicas, los formatos, los soportes y, sobre todo, ganaron importancia los mensajes. Ya no se trataba de “decorar” las paredes por diversión, sino que había motivos suficientes para que los artistas fueran reivindicativos y mostraran su visión personal de lo que pasaba.

El impacto de Montana Colors

El impulso definitivo de este movimiento llegó en 1994, cuando se fundó la empresa barcelonesa de espráis Montana Colors, cuyo impacto traspasó fronteras y que rápidamente puso a nuestra ciudad en el mapa internacional, porque artistas de todo el mundo utilizaban sus productos. También empezó a correr el rumor de que Barcelona tenía kilómetros de paredes vírgenes y cientos de edificios derruidos en los que se podía pintar con total impunidad; un paraíso en transición que dio libertad y prestigio a muchos artistas que acabarían siendo iconos generacionales. Este camino sin peajes inmediatos y sin retorno aparente acabó dando lugar a la época dorada del arte urbano en Barcelona, entre el 2000 y el 2005.

Entonces, la capital catalana se convirtió en un referente, rivalizando con Nueva York en cuanto a la importancia de sus murales. Artistas como Os Gemeos, WK Interact, Miss Van, Jorge Rodríguez-Gerada, The London Police, Invader, Faile, Suso33 y Mark Bodé plasmaron en las paredes del Raval, el barrio Gòtic y el Poblenou las realidades sociales que vivían los ciudadanos. Sus creaciones ponían el foco en temas controvertidos que no solían aparecer en las portadas de los periódicos, como el racismo, la violencia, la homofobia, la oposición a guerras imperialistas, la especulación inmobiliaria, el capitalismo salvaje, los efectos negativos del turismo de masas e incluso los problemas de la incipiente ola de gentrificación.

Esta época dorada y mitificada, de la que se han escrito libros y se han producido documentales, terminó de forma repentina con la entrada en vigor de la ordenanza de civismo de Barcelona a principios de 2006, con los votos a favor del PSC, Esquerra Republicana y Convergència i Unió; la abstención del PP; y los votos en contra de Iniciativa per Catalunya (ICV-EUiA). El objetivo de esta controvertida norma era defender la convivencia en el espacio público de la ciudad, y se hizo efectiva con sanciones a prácticas incívicas, como la venta ambulante, el consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública, la prostitución, la mendicidad y la degradación del entorno urbano con publicidad, carteles y pintadas. Para algunos era una forma de acabar con los “inconvenientes” de convivencia que se arrastraban desde hacía años. Para otros significaba centrarse en las consecuencias, no en la raíz de los problemas. Una vez más, la polémica estaba servida y se vivía en las calles.

La primera evidencia fue la prohibición del arte urbano, y las denuncias se multiplicaron. Sin embargo, las multas no pudieron frenar ese movimiento porque ya formaba parte de una ciudad globalizada que mutaba periódicamente, pero que se resistía a perder su esencia. Las autoridades y los políticos creían que podían mantener a los perros atados para que no orinaran en las esquinas, que podían sancionar a los artistas para que no pintaran en las paredes y que podían cambiar de ubicación a las prostitutas para que no molestaran a los turistas, que ya se contaban por millones. Pero fue un sueño imposible.

De la actividad ilegal a las galerías de arte

La penalización tuvo el efecto contrario, porque entonces se crearon guetos urbanos, se amplificaron los problemas de convivencia, se generaron mayores desigualdades sociales y, sobre todo, se favoreció la clandestinidad. El caso del arte urbano fue bastante controvertido, porque los propios artistas que intervenían de forma ilegal las paredes de la ciudad vendían después las obras por miles de euros en galerías de arte. La prohibición fue la mejor publicidad para llegar a las masas y obtener un beneficio económico, aunque esto hizo que mucha gente se cuestionara por primera vez la validez reivindicativa de sus mensajes.

El Carmel recuperó en 2023 el icónico mural del artista urbano Blu, que contiene una crítica a la guerra y al capitalismo. © Imatges Barcelona / Martí Petit El Carmel recuperó en 2023 el icónico mural del artista urbano Blu, que contiene una crítica a la guerra y al capitalismo. © Imatges Barcelona / Martí Petit

Dos décadas después, esta Ordenanza ha dejado de ser una simple regulación para convertirse en un símbolo de la reciente transformación de Barcelona. No es ningún secreto que, durante muchos años, el arte urbano sirvió de altavoz de las realidades que se vivían en los barrios, con situaciones sociales complejas distintas a las del centro de la ciudad. Su presencia no autorizada y su estética abrumadora contribuyeron a que la gente local y los visitantes fueran conscientes de que existían unas desigualdades y unos problemas endémicos que solo parecían importar a los vecinos afectados.

Sin embargo, estos “inconvenientes” ya no podían considerarse una anécdota pasajera porque había grafitis, murales, stencils (plantillas), stickers (adhesivos), carteles e incluso instalaciones que reflejaban las verdades incómodas y daban la vuelta al mundo gracias al poder de las redes sociales. Entonces, como en un buen truco de magia, el “problema” pasó a ser responsabilidad de los espectadores y de las autoridades, que debían posicionarse ante las evidencias que decoraban las paredes.

En ese contexto, era muy difícil tomar una decisión institucional que tuviera el consenso de todas las partes implicadas. Pero el Ayuntamiento encontró una forma coherente para mantener la Ordenanza y, al mismo tiempo, intentar capitalizar el fenómeno del arte urbano para que la ciudad se beneficiara de esta explosión de creatividad de forma reglamentada. Por este motivo, en los últimos años se han impulsado festivales y plataformas (como el Street Art Barcelona y el Rebobinart) que facilitan la colaboración entre artistas, entidades y administraciones con el objetivo de generar proyectos de arte público que tengan un impacto positivo en la sociedad.

También destacan espacios y asociaciones autogestionadas, como los jardines de las Tres Xemeneies, en el Poble-sec, y la Nau Bostik, en la Sagrera, que se han consolidado como puntos de encuentro para artistas locales e internacionales. Estos lugares no solo permiten la creación de murales de gran formato de forma legítima, sino que también fomentan el diálogo entre la comunidad y los creadores, lo que hace que el paisaje urbano se transforme en una galería de arte al aire libre.

Seguramente este es el equilibrio que pretendía conseguir Keith Haring en 1989, cuando hizo su famoso mural contra el sida, que, precisamente, se recuperó en febrero del 2014 a partir de un calco del original en un muro que da a la plaza de Joan Coromines, en el Raval, con la complicidad de la Keith Haring Foundation, el Ayuntamiento de Barcelona y el MACBA. Como era de esperar, este gesto institucional volvió a poner el arte urbano de la ciudad en el mapa internacional, aunque los muros de Barcelona nunca habían dejado de gritar verdades incómodas.

Actualmente, en nuestras paredes se siguen reflejando las contradicciones de una ciudad que se transforma, se rebela y se deja domesticar sin previo aviso, aunque algunos barrios sigan oliendo a orines de perro y de prostitución (quizá, en este mismo orden). Como suele decirse en estos casos, nada es perfecto y quizá nunca lo sea cuando hablamos de costumbres, de identidad y de pintadas en las paredes.

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