El derecho a la ciudad (digital)

Il·lustració d'una mà posant una papereta en una urna que és un candau

Las ciudades y los ciudadanos, no las empresas, tendrían que ser propietarios de los datos producidos en el medio urbano y usarlos para mejorar los servicios públicos y llevar adelante sus políticas. No podemos dejar el control de los datos a un grupo reducido de gigantes tecnológicos.

El cambio estructural hacia la economía digital y la cuarta revolución industrial deberían suscitar una profunda reflexión. La inteligencia artificial, la computación masiva, la robotización y la automatización transforman rápidamente nuestra industria y sociedad con una aplicación disruptiva, desde la agricultura de precisión hasta los coches sin conductor, pasando por el uso del aprendizaje automático en el ámbito de la sanidad. Las plataformas digitales son unas instituciones algorítmicas poderosas que transforman radicalmente el mercado laboral y desafían la legislación. La automatización de sectores intensivos en mano de obra como la industria, la logística y los transportes tiene un gran impacto sobre la cadena mundial de productos básicos y sobre el desplazamiento y la destrucción de puestos de trabajo.

Efectivamente, el aumento del capitalismo digital comporta muchos retos: desde el poder de los monopolios hasta la necesidad de un nuevo impuesto sobre las plataformas digitales, pasando por las normas comerciales, el paro debido a la automatización y las cuestiones sobre libertades civiles. Las grandes empresas tecnológicas tienen un valor de mercado total de 3 billones de dólares, y han deslocalizado alrededor de un billón de dólares en la última década, mientras emiten deuda en el mercado público de EEUU a un tipo de interés muy bajo y la utilizan para la recompra de acciones. Eso significa que el 80 % de la riqueza corporativa se encuentra en manos de un 10 % de las empresas, lo que supone un aumento del beneficio corporativo y de la desigualdad en la distribución de la riqueza.

Además, el sector público depende cada vez más de la industria tecnológica. Pese a ello, raramente preguntamos de dónde proceden este poder y esta dependencia. ¿Por qué el inmenso valor económico que representa esta revolución digital va a parar exclusivamente a las empresas tecnológicas y no a los ciudadanos o a las instituciones públicas? ¿Y qué podemos hacer para garantizar que una parte de este valor se devuelva a los ciudadanos y que al mismo tiempo los capacitamos para utilizar la tecnología para que puedan participar en la política, además de ofrecer unos servicios públicos mejores y más asequibles? Tenemos que repolitizar la cuestión de la tecnología, y hay que centrar el debate en la redistribución de los bienes y del poder, así como en la gestión de los servicios sociales y las infraestructuras críticas del futuro.

Visto el triste estado de la política a ambos lados del Atlántico, puede parecer una misión imposible. Pero hay un punto brillante en el horizonte: las ciudades, que pueden convertirse en laboratorios para la democracia y la sostenibilidad. Pueden instaurar un modelo de transporte público, vivienda, sanidad y educación que sea inteligente, con un uso intensivo de datos y algorítmico, basado en una lógica de solidaridad, cooperación social y derechos colectivos.

Recuperar la soberanía tecnológica

Cuando hablamos de tecnología y de datos urbanos, nos encontramos ante una especie de metautilidad, compuesta por los mismos sensores y algorismos que impulsan el resto de la ciudad. A medida que las ciudades pierden su control, encuentren cada vez más dificultades para impulsar modelos no neoliberales en ámbitos teóricamente “no tecnológicos” como la energía o la sanidad. Un concepto de gran utilidad para las ciudades que desean preservar un cierto grado de autonomía en este mundo digital es el de la “soberanía tecnológica”: una idea bastante sencilla, consistente en permitir a los ciudadanos que participen a la hora de decidir cómo funciona la infraestructura tecnológica que les rodea, y qué finalidades tiene.

La noción de “soberanía”, ya sea financiera o energética, impregna las actividades de muchos movimientos sociales urbanos. Conceptos como la soberanía energética se pueden comprender fácilmente y son capaces de movilizar a grandes sectores de la población, pero ¿qué sentido tiene la soberanía energética, cuando hacemos la transición hacia la red inteligente y empresas como Google ofrecen reducirnos la factura energética en un tercio a cambio de que les entreguemos nuestros datos de consumo energético? ¿Tiene algún si no va estrechamente vinculada a la lucha por la soberanía tecnológica? Seguramente, no.

La lucha por la soberanía digital debería ir acompañada de una agenda política y económica coherente y ambiciosa, capaz de revertir el daño provocado por el giro neoliberal en la política urbana y nacional. Las intervenciones prácticas bien orientadas pueden tener un gran impacto. Dado que la firma de contratos para proyectos de ciudades inteligentes requiere la adquisición de licencias de software, debería hacerse todo lo posible para exigir software libre y alternativas de código abierto. Barcelona es pionera en este frente, ya que ha establecido un Plan de Ciudad Digital que se compromete a retirar los productos de Microsoft de su sistema e invertir más del 80 % de su nuevo presupuesto de desarrollo de TI en servicios de software libre y de código abierto, además de introducir cláusulas de “soberanía de datos” en los contratos de adquisición pública y de definir unos estándares éticos digitales que deben seguir los funcionarios públicos en el proceso de digitalización.

Es posible que haya que reformular el derecho a la ciudad como el derecho fundamental a disfrutar de derechos, ya que la alternativa supone arriesgarse a que los gigantes digitales sigan redefiniendo todos estos derechos. Por ejemplo, ¿qué significa tener derecho a la ciudad en una ciudad gestionada por empresas tecnológicas y gobernada por el derecho privado, con unos ciudadanos y unas entidades cívicas que no pueden acceder de manera libre e incondicional a recursos clave como, por ejemplo, datos, conectividad y potencia computacional, que les permitan aspirar a la autogestión? ¿Y hasta qué punto la pérdida del control sobre la metautilidad basada en la información impediría el éxito de las campañas de remunicipalización, ya sea para recuperar la infraestructura energética, de transporte o de suministro de agua, y para permitir que estos servicios públicos lleven a cabo una transición hacia su propio modelo de consumo “inteligente”, con un nuevo conjunto de intermediarios privados?

En definitiva, las ciudades valientes que quieran implementar recursos clave e infraestructuras digitales bajo un modelo jurídico y económico diferente, que genere unos resultados beneficiosos para los ciudadanos y la industria local, tienen que demostrar que los modelos económicos que proponen Uber, Google, Airbnb y otros no ofrecen los resultados prometidos, al menos sin provocar un daño considerable en forma de un aumento de la economía especulativa y de la gentrificación, de la precariedad laboral y de un enorme bloqueo de la innovación social hacia los que no tienen acceso a los datos. Muchos de estos experimentos alternativos para conseguir ciudades digitales soberanas tienen que contar con la participación de otras ciudades afines y con sinergias más fuertes a escala nacional, europea y mundial, como lo demuestran proyectos prometedores como por ejemplo la Alianza de ciudades para proteger los derechos digitales, iniciada por Barcelona, Nueva York y Ámsterdam.

Un nuevo acuerdo: datos comunes de la ciudad

Cambiar el régimen de propiedad de datos puede ser una opción asequible, aunque solo sea porque no requiere unos enormes compromisos financieros y representa una agenda con un atractivo popular intuitivo: las ciudades y los ciudadanos, no las empresas, deberían ser propietarios de los datos producidos en las ciudades y deberían poderlos utilizar para mejorar los servicios públicos y poner en práctica sus políticas.

En la cuarta revolución industrial, los datos y la inteligencia artificial (IA) son infraestructuras digitales esenciales, críticas para la actividad política y económica. Los datos se han convertido en la mercancía más valiosa del mundo. Son la materia primera de la economía digital y el combustible de la IA. Empresas de todos los sectores cuentan con la inteligencia artificial para impulsar el crecimiento en los próximos años y el aprendizaje automático aumentará la rentabilidad de la inversión entre un 10 y un 30 %. Los datos no los pueden controlar un puñado de gigantes tecnológicos. Los modelos de negocio que explotan datos personales para pagar infraestructuras críticas no funcionan. Tenemos que democratizar la propiedad de los datos y la inteligencia artificial y pasar del extractivismo de datos a los datos comunes o data commons.

Adoptar una postura firme en lo que a la propiedad de los datos se refiere puede permitir alcanzar diversos objetivos a la vez. En primer lugar, haría mucho más difícil la especulación inmobiliaria desenfrenada que facilitan empresas como Airbnb: las ciudades y los ciudadanos podrían comprobar rápidamente si es cierto lo que a menudo afirma Airbnb en defensa propia, que los usuarios particulares son sus principales beneficiarios. En segundo lugar, el hecho de que las ciudades controlasen sus propios datos eliminaría una de las principales monedas de cambio que empresas como Uber tienen ahora mismo a la hora negociar con los reguladores: en Boston, por ejemplo, Uber ofreció a las autoridades el acceso a los datos del tránsito a cambio de una regulación más permisiva. En tercer lugar, parece muy improbable que las ciudades puedan estimular el crecimiento de una economía digital alternativa de alcance local, potente y descentralizada, sin un régimen de datos alternativo sólido: si falta eso, es posible que estos pequeños aspirantes no puedan competir con los gigantes.

El proyecto DECODE

El enorme valor económico de estos datos se tendría que devolver a los ciudadanos. Ayudándoles a recuperar el control de sus datos, podemos generar valor público en lugar de beneficios privados. Para poner uno de los ejemplos más ambiciosos, Barcelona está apostando por un nuevo enfoque de los datos llamado “city data commons”, que supone un nuevo pacto social para aprovechar al máximo los datos, garantizando la soberanía y la privacidad. Los datos son una infraestructura clave de la ciudad y se pueden utilizar para adoptar mejores decisiones, más rápidas y más democráticas, promover la innovación, mejorar los servicios públicos y empoderar a las personas.

Experimentamos con la socialización de los datos para promover nuevas plataformas cooperativas y democratizar la innovación. Este es el objetivo de DECODE, un proyecto que la ciudad lidera con trece organizaciones asociadas de toda Europa, y que también incluye a Ámsterdam. El proyecto desarrolla tecnologías descentralizadas (como, por ejemplo, blockchains y criptografía basada en atributos) para dar a las personas un mejor control de sus datos, en parte estableciendo reglas sobre quién puede acceder, con qué fines y en qué condiciones. Nuestro objetivo es crear “datos comunes” o data commons a partir de datos producidos por personas, sensores y dispositivos. Son un recurso compartido que permite que los ciudadanos, además de contribuir a la recogida de datos y tener acceso a ellos, puedan utilizarlos, como, por ejemplo, datos relativos a la calidad del aire, la movilidad o la sanidad, como un bien común, sin las restricciones de los derechos de propiedad intelectual.

Barcelona considera los datos como una infraestructura pública, junto a las vías de comunicación, la electricidad, el agua y el aire limpio. Se trata de una metautilidad que nos permitirá construir unos futuros servicios públicos inteligentes de transporte, sanidad y educación. No obstante, no estamos construyendo un nuevo panóptico. Los ciudadanos establecerán el nivel de anonimato, de manera que no se les pueda identificar sin un consentimiento explícito. Y mantendrán el control sobre los datos una vez los compartan para el bien común. Esta infraestructura de datos común estará abierta a empresas, cooperativas y entidades sociales locales que puedan generar servicios centrados en los datos y crear un valor público a largo plazo.

Implicando a los ciudadanos de Ámsterdam y de Barcelona, DECODE aborda los problemas del mundo real. Por ejemplo, está integrado con la plataforma de participación decidim.barcelona, que ya utilizan miles de ciudadanos para configurar la agenda política de la ciudad, con más del 70 % de las acciones del Ayuntamiento propuestas directamente por los ciudadanos. En lugar de utilizar la información personal de los votantes (proporcionada por empresas como Cambridge Analytica) para la manipulación, como hacen otros, tenemos la intención de utilizar plataformas con un uso intensivo de datos para potenciar la participación y exigir más responsabilidad a los políticos.

Los datos comunes también pueden ayudar a las ciudades a desarrollar alternativas a plataformas bajo demanda depredadoras como Uber y Airbnb. La introducción de una regulación justa y de una transparencia algorítmica para controlar la economía bajo demanda es necesaria pero insuficiente. Barcelona ha emprendido varias iniciativas para potenciar el uso compartido de alternativas económicas, como por ejemplo cooperativas de plataforma y experimentos con plataformas colectivas de última generación que trabajan para el interés público.

Empezando desde las ciudades, podemos desafiar la narrativa actual dominada por el capitalismo de vigilancia con filtraciones de Silicon Valley y los modelos distópicos como el sistema de crédito social de China. Hace mucho tiempo que hace falta un nuevo acuerdo sobre datos, establecido en un marco basado en los derechos y centrado en las personas, que no explote los datos personales para pagar infraestructuras críticas.

Europa acaba de aprobar una nueva normativa de protección de datos, basada en principios tan válidos como por ejemplo la “privacidad por diseño”, la “portabilidad de los datos” y el “derecho a ser olvidado”. Juntamente con los nuevos instrumentos normativos fiscales, antimonopolios y de comercio digital, estas intervenciones audaces pueden generar alternativas en las que los ciudadanos tengan más poder sobre sus datos y el futuro que se construye.

Ahora que nos preguntamos cómo podríamos crear un sector financiero al servicio de la economía real, deberíamos preguntarnos también cómo podríamos crear un sector digital al servicio de las personas. Necesitamos un nuevo pacto social para la sociedad digital que aproveche al máximo las nuevas tecnologías, el acceso a los datos y la inteligencia artificial, garantizando los derechos fundamentales de los ciudadanos, los derechos de los trabajadores, los estándares medioambientales y la igualdad de género. Este nuevo pacto social requerirá repensar el modelo económico para la sociedad digital garantizando que pueda generar valor público y no solo beneficios privados, reconquistar infraestructuras digitales críticas, cedidas desde hace tiempo a empresas como Facebook, Alphabet y Microsoft, y proteger la soberanía digital de los ciudadanos. Es una cuestión de democracia, y ciudades como Barcelona pueden mostrar el camino y abrir una vía hacia una red de ciudades digitales soberanas que reclamen la gobernanza democrática de las infraestructuras del siglo xxi, incluyendo la soberanía de datos y una IA ética para los ciudadanos. De este modo, configuraremos un futuro digital para una mayoría, no para unos pocos.

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