El día de mañana

Tenían el piso justo encima de la droguería. El piso, que es una forma de decir: un descalabro reaprovechado en comedor, cocina minúscula, lavabo que aún lo era más y dos habitaciones que quedaban ocultas tras una pequeña barandilla de obra que el padre se había empecinado sí o sí en construir, porque decía que así se creaba un ambiente, daba sensación de laberinto, de espacio que sigue quién sabe dónde.

Cuando Daniel era pequeño, su padre lo asaltaba con preguntas que él nunca conseguía responder: “¿Hacia dónde van estos escalones?”, le soltaba, por ejemplo, sin venir a cuento y señalando la barandilla. O, peor aún: “¿Hacia dónde quieres que vayan?”. Y el mocoso paliducho que era entonces se quedaba inmóvil como una estatua de cera, congelado y con los pulmones que se le comprimían hasta que su padre lo dejaba pasar porque este crío ni tiene imaginación ni tiene nada.
Nada.

Ser hijo único no es ninguna bicoca cuando todo el afán, todas las esperanzas de los progenitores te miran todo el tiempo fijamente y desde todos los ángulos. Para Daniel fue una sentencia. O quizá es que se apoyó mucho en ello. Una conformidad, un qué le vamos a hacer, una excusa. Una pequeña rabia que se cuece cuando aún no tiene ni nombre y que un día, ¡ñac!, se te ha zampado.

Su madre había bajado del Pirineo para trabajar en la fonda de unos parientes lejanos. Para hacer de mula de carga, aclaraba ella enseguida si salía el tema. Mostraba las manos todas cuarteadas por la ceniza y la lejía y decía que aún tenía duricias en las rodillas y que nunca más. Su padre era de Barcelona. Poca historia: una escuela que recordaba con pasión exagerada, el olor a sudor y los llantos de criatura en el sótano de los vecinos mientras, fuera, zumbaba el sonido amargante de las sirenas, un tío que desaparece en el exilio, la tiendecilla de casa y el aún hemos tenido suerte. Al regresar de la mili, los jueves bajaba al mercado y almorzaba en la fonda. Y allí se enamoraron, más o menos. Un festejo rápido, la boda, viaje a Montserrat, contar los cuatro duros que sumaban entre ambos, un hijo, vuelta a contarlos, la salud de su madre y que ya no vendrán más.
Los duros, tampoco.
Nunca se permitieron ninguna expansión. El alma no se lo pedía. Quizá es que se les había moldeado al tamaño del espacio que tenían, en su tono apagado, pintada de ocres y de grises y de marrones. Se hicieron una vida amarillenta, que en la tienda parecía que se pudiera elevar con los rojos y los dorados que hacían llamativas a las etiquetas de los detergentes, a los potingues para dejar el metal o los muebles bien lustrosos, Lithines, Floïd y pinturas, y papel higiénico y DDT. En la tienda lo medio parecía, pero poco más. Sillas de enea porque si te sientas se te va la prisa y quizá te parece que ese jabón que ahora venden tan bien empaquetado te medio perfumará la vida. Una bata y un delantal. Las horas que suman y van destiñendo.
Él, pese a todo, a veces aún construía castillos en el aire y leía a Chéjov y sentía que la barandilla de su piso podía ser el camino hacia algún tipo de felicidad merecida, gente interesante, descubrimientos y música, el Moscú deseado e inalcanzable de la pequeña Irina en Las tres hermanas. La mujer siempre tenía los pies en el suelo y repetía que no hay más cera que la que arde y que una escalerilla es una escalerilla y que ya está todo el pescado vendido y cosas así. Pero se entendían. E iban tirando. Coincidían en una especie de anhelante resignación: que el mundo es como es pero que el esfuerzo y la hormiguita y las privaciones para el día de mañana.
Este era el concepto clave.

En la televisión hay tres sentados en un sofá. El padre da cabezadas, pero ella, no. Ella piensa en cuánto hace que no ve a su hijo, a su Daniel, y que con tanto dinero como deben tener, en la tele, cómo es que no hay ni una triste butaca para este muchacho que ahora dice que nosotros tocamos porque nos gusta tocar, y punto, cómo puede ser que lo tengan apretujado así entre los dos guapos presentadores que no parece que se lleven demasiado bien pero que mira, que venga a sonreír y a ir comprimiendo a los invitados los tres en el sofá cubierto con una tela negra que tiene arrugas por doquier y los presentadores a lado y lado sin dejar que corra el aire.
Se siente mareada. Quizá es que ha cenado demasiado. Una bajada de tensión. Cosas que pasan. Las piernas flojas, como de trapo. Se aparta un poco la manta y tapa al padre, que se remueve y murmura mmmmhhhrrr y en la tele una chica pintada como una puerta canta que yo soy la tierra y él es el cieeeelo y la madre se deja mecer por la melodía como en una barca y cierra los ojos medio embutida y se dice que cuando llegue el verano sí que lo hará, eso, lo de subir a uno de esos barcos que tienen cristal y que puedes ver el mar por dentro.
En Palamós, musita, como en una promesa que no entiende de dónde le sale, en Palamós.
La cabeza se le espesa. Un dolor pesado en la sien. Suerte que, al menos, la vieja estufa todavía funciona. Butano. Recuerda comprar butano, se dice ahora, práctica, y después podríamos bajar a las golondrinas, ya puestos, a que nos dé el aire: ¡hace tantos años que quiero ir, a las golondrinas! Sí, mañana podríamos bajar.
Denso, opaco, el sopor la va venciendo.
O algún domingo, cuando venga Daniel y nos invite a comer a la Barceloneta y nos diga veis como lo he conseguido, ¿lo veis? Golondrinas y gambas. Lo vemos, hijo.
O mañana, igualmente, por si acaso. Mañana, aunque sea lunes.
Pero se está tan bien en casa. Se está bien y ya me duermo y sueño que mañana golondrinas y gaviotas y pasados tres días los vecinos se preguntarán que cómo puede ser y nos encontrarán tal como estamos ahora, acurrucados y agarrotados en el sofá con la tele encendida y la estufa sin nada más que quemar.

Il·lustració. © Sandra Rilova

—¿Cuánto?
—Tanto.
—Menos.
—Tanto.
―Bah.
—¿Que sí o que no?
—¿Por quién me tomas? —Y se va.
Daniel conoce a la perfección la situación del tío este, las deudas, la mandanga. Y que necesita vender a toda costa. Ya cederá. Es su especialidad: detectar los barcos a la deriva, volar por encima en círculos, saber cuándo pasar de círculos a espiral y caer en picado sobre la víctima cuando no le quede más remedio. La casa no vale nada, pero está bien situada: así se hacen los negocios, señoras y señores, así se hacen los negocios, se dice por dentro, y saluda a la audiencia y el teatro lo aplaude y del techo cae una lluvia de serpentinas y confeti.
La vida suele lucirle menos que las escenas que se monta en la cabeza y que nunca permite que salgan fuera, pero ya le viene bien. Adrenalina y pasta y ¿cuántos años hace que dejaste atrás el puto barrio, Daniel?
Muchos.
Volando por encima del pequeño piso sin ventanas, de los bloques alzados sin miramientos, con plazas sin árboles.
Deberías llamar a tus padres.
Sí. Mañana.
Una pizca de remordimiento, medio lamento.
Mañana sin falta.

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