Estratos

Ilustración. © Romualdo Faura

No sabía que a veces nos olvidamos del olvido, que ese recuerdo que tanto nos había quitado el sueño, esa posibilidad que proyectó una vida paralela y secreta, puede quedar relegada, por su naturaleza utópica y huidiza, entre las divagaciones de la cotidianidad. A deshacerse de los hechos sobrecogedores que no llevan a ninguna parte la mayoría lo llama madurar, pero, bajo mi punto de vista, sería más apropiado el verbo desfallecer.

Estaba harto de estar solo. Hacía medio año que mi tercera pareja me había dejado, y la casa, tras semanas y horas muertas, se me caía encima. Los seres tímidos y egocéntricos podemos llegar a rechazarnos hasta límites perversos si no nos forzamos a salir, por eso paseaba por las calles de la ciudad sin rumbo fijo y después me obligaba a tomarme una cerveza en algún bar. Pocas veces hablaba con alguien. Me limitaba a formar parte de una costumbre colectiva. Y es que la gente te hace compañía hasta cuando te ignora.

Aquella tarde estaba sentado en la barra, donde suelen fondear los que le han dado la espalda al mundo. Un jodido frío se me colaba perneras arriba cada vez que alguien abría la puerta, pero los surtidores de cerveza sudaban. Las copas vacías colgaban sobre la barra como campanas de cristal. Me di la vuelta justo cuando ella, desde una mesa, miró hacia la barra.

La reconocí al instante al verla. No fue por su apariencia ni por su pose: la reconocí por la sensación que me produjo, la misma agitación que la primera vez que la vi. Fue la misma sensación de ahogo, los mismos ojos que no podían dejar de mirarla, la certeza de admirar una imagen que te va a trastornar durante días, quizá durante años. Tenía la melena más larga, la piel más morena, los hombros, quizá, más hundidos. Pero era ella. Tenía los mismos ojos, la misma media sonrisa, el mismo lunar cerca de la oreja. Intervenía con frecuencia en la conversación y se reía. Se reía mucho. Solo cuando levantaba el vaso para beber se podía apreciar cierta introspección. La acompañaban cuatro amigos, dos chicas más y una pareja. Las alas de su abrigo tocaban el suelo.

Me quedé allí, apoyado en la barra, de lado, contemplando ávidamente todo lo que sucedía en esa mesa. Maravillado. Nervioso.

Me veía de nuevo en la parte trasera del autobús, en esos asientos con el estampado de la cuadrícula del Eixample, admirándola. Las luces le hacían el perfil más reluciente, el pelo, más vivo. Tenía los ojos oscuros, la piel clara. El aturdimiento fue inmediato. Yo, entonces, no creía en milagros, y el amor espontáneo lo era. Para mí, el amor se planteaba como una atracción mal entendida, un mecanismo biológico exagerado por la poesía. Pero ella estaba allí.

Era innegable mi sentimiento hacia ella, verdadera la conexión que sentimos. No me podía creer estar en esa historia. Ella bajó antes y me observó desde fuera, reduciendo la marcha. Estuve a punto de levantar la mano para despedirme, pero solo vi cómo se alejaba. Después me di cuenta de la estupidez. No se me ocurrió hablarle, preguntarle cómo se llamaba. Presentarme.

La busqué durante días, sin éxito. Solo pude vivirla en sueños, convertirla en la eventualidad que forma un mundo de fantasía dentro de una vivencia gris. Pero este hábito acabó por rebajarla a ilusión sin fundamento y se convirtió en casi olvido. La aceptación tiene mucho que ver con el cansancio.

Pedí otra cerveza. Ella levantó las manos hacia atrás y se recogió el pelo en una tentativa de hacerse una cola. Al darse cuenta de su tic inútil, se echó el pelo hacia delante, sobre el hombro, y empezó a tocarse las puntas. Dejó al descubierto la curva de la nuca, tan blanca, tan a la vista, tan perfecta para echarle el aliento.

De repente, se levantó y se acercó a la barra. Las botas de tacón alto le llegaban hasta el tobillo. Incrédulo, vi como iba a parar a mi lado. A veces la casualidad está tan bien encaminada que prácticamente puedes creer en el destino. Ahora le veía la cara con claridad, como nunca, la parte más turgente del límite de sus labios, la irregularidad de del lunar. Se sucedieron tantas ideas y posibilidades que no creo que ninguna me orientase. Cuando el camarero la miró, ella señaló su mesa para pedir otra ronda. Estaba a punto de irse cuando le hablé.

Disculpa.

Se detuvo. Me miró a los ojos. Yo sentía la garganta tirante y seca. Intenté tragar saliva.

¿Tú cogías el 74?

¿Cómo?

El autobús que pasaba por General Mitre hasta las universidades, creo que ahora es el H6.

Me fijé en que fruncía el ceño, que sospechaba una trampa, pero lo que más lamentaba era que no me reconociera.

¿Perdón?

Yo estaba sentado en los asientos de atrás y tú estabas de pie. No dejamos de observarnos.

Entrecerró los ojos y me miró con una expresión nueva.

¿Nos conocemos?

Nos sonreímos —dije.

Dio un paso atrás, manteniendo la mirada, como turbada, con ganas de irse. Era consciente de la imagen que podía tener de mí. Un acosador sibilino, un victimista manipulador, una persona triste que busca sexo. Supe al instante que la volvería a perder, que ya la había perdido.

Solo quiero saber una cosa —añadí—. ¿Sentiste lo mismo que yo?

Abrió los ojos al tiempo que abría la boca. Al momento se recompuso y bajó los hombros, y pude ver como la punta de la lengua se le acercaba a los labios, decidida a responder.

No.

Me observó con atención para estudiar mi reacción. Al comprobar que había claudicado, desvió la mirada hacia la multitud, sorprendida de una liberación tan sencilla. Después me volvió a mirar, pero yo ya había bajado la mirada, y se fue.

Di un trago largo y apoyé ambos brazos sobre la barra. La superficie tenía arañazos y pequeños golpes que solo se apreciaban por el reflejo diferente de la luz. No me afectó mucho su negativa. Había aprendido a perderla y había aprendido a vivir sin ella, como había aprendido a querer a otras mujeres y después a despreciarlas. El amor solo era mío. Ella lo había desencadenado, pero no le incumbía.

Tuve la sensación de que, en cierto modo, me había quedado sin derecho a estar allí. Me acabé la cerveza. Los anillos de espuma pegados al vaso podían delatar el talante del bebedor, como los estratos descubren a ojos de un geólogo los secretos de la tierra. No pude evitar darme la vuelta para contemplarla una última vez, y sorprendí a una de sus amigas mirándome. Apartó la vista muy rápido. Casi sonreí.

De ella me despedí mentalmente.

Fuera, la acera brillaba de humedad y la luz de las copas de los árboles tenía calidad de niebla. Me cubrí con el cuello de la chaqueta y respiré el aire de la noche. Unos pasos más allá, un olor empalagoso, salado, salía de un restaurante chino. Salsa de soja, mirin. Entonces alguien me llamó sin decir mi nombre.

Era ella.

Se acercó. No me miró a la cara hasta que estuvo muy cerca de mí. A la luz de las farolas, sus ojos oscuros tenían un brillo líquido. Antes de que hablara ya adiviné su indulgencia.

Sentí lo mismo —dijo.

Y alargó el brazo con la intención de cogerme la mano, pero se quedó a medias, se dio media vuelta y entró de nuevo en el bar.

LLIBRES

  • Els culpablesAngle Editorial, 2021
  • Lluc Cal Siller, 2019

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