Huracanes

Il·lustració © Nicolás Aznárez

El viento se lo llevó. Allí soplaba fuerte. Era un viento que no venía de ningún punto cardinal, caía del cielo en perpendicular y te chafaba contra el suelo. Los días en que soplaba con más virulencia no te dejaba levantar cabeza, y si mirabas hacia arriba, corrías el peligro de desnucarte. Era el viento del Ai, así lo llamaban, y de tanto decirlo las palabras se habían aglutinado matrimonialmente —hasta que la muerte os separe—, y ya era siempre solo el vendelai, el indicativo passato remoto de un verbo italiano inexistente: vendelare.

Por qué el viento vertical solo existía en ese lugar, era algo que nadie sabía. Quizá porque era una tierra situada en el extremo de todo, a la intemperie de todo.

Se escurría por el primer hueco que encontraba —unas orejas temerarias al descubierto, un bostezo hecho a destiempo— y después ya no te lo quitabas de encima. La gente se colgaba, se mataba, se ponía a follar en medio de la plaza con vergas fosforescentes, mujeres que bebían hasta caer muertas y hombres que lloraban hasta quedarse como la mojama. Todo el mundo se encerraba en casa, salvo las criaturas y los animales, que no se veían afectados por las rachas que bajaban como un chorro de agua.

Así, los días en que se abría el grifo del viento, las calles se llenaban de niños y de bestias. Nacía un mundo contrahecho movido por personas acortadas. Hombrecitos y mujercitas haciendo funcionar la vida. Todo adquiría un punto ridículo con esas vocecitas pidiendo el periódico deportivo o diez lonchas de lomo finas para rebozar. Los hijos de los comerciantes los servían a todos, también a los enemigos: a la niña que le había roto el cromo favorito, al niño a quien había hecho la zancadilla. Y, mientras tanto, los adultos estaban confinados con los postigos cerrados a cal y canto; era jodido, el vendelai, se metía por todas partes.

En aquel llano vivía el poeta. Los domingos vendía versos en la plaza, en el lugar que el consistorio le había asignado: entre el puesto de tomates y la mujer de las gallinas, y a veces hasta escribía poemas sobre coq au vins y tomates despanzurrados para fomentar la compra por simpatía. Pero la gente no estaba para tonterías; todo el mundo quería palabras que llenasen, versos proteicos, y ni en los días buenos vendía más de dos o trescientos gramos.

Los había que se quejaban: ¿cómo es que un heptasílabo pesaba más que un alejandrino; un haiku, más que un soneto? Y él, paciente, les volvía a explicar que la magnitud de los versos no dependía de la cantidad de letras. Les decía: bruto pesa más que descerebrado, escuchad, y repetía cada vez más deprisa, como una locomotora poniéndose en marcha: bruto-descerebrado-bruto-descerebrado-bruto-descerebrado. ¿No sentís lo pesada que es la u, lo grácil que es la ce? Y la gente meneaba la cabeza y se alejaba con la cesta cargada de verduras y palabras.

La mujer de las gallinas a veces le compraba poesía. Por pena. Después la tiraba sin ni siquiera mirarla. Siempre le decía: “Cien gramos, pero escógemelos tú, que no tengo ganas de ponerme a rebuscar”. El poetastro le daba un paquetito de esos que él hacía, envueltos con papel de seda —todo el mundo pensaba: “Vale más el papel que las palabras”—, y ella le pagaba con media docena de huevos.

Hasta que una mañana de primavera —estallidos rosados en los manzanos y campos de clorofila rabiosa— llegó a traición. El mercado estaba a reventar y, de un segundo a otro, el viento les cayó encima como una losa. Todos se fueron corriendo a casa, cabizbajos, tapándose las orejas con las manos y gritando con los ojos, para no abrir la boca y que se les metiera dentro. Los toldos rasgados ondeaban; cestas abandonadas, paradas patas arriba por la estampida y un caballito de madera con el travesaño partido. Las notas de la parada del músico huían hacia arriba liberadas, también trágicas. Una naranja huérfana rodaba hacia la fuente. El vendelai se lo tragaba todo, como una sinfonía.

Il·lustració © Nicolás Aznárez © Nicolás Aznárez

El poeta, paralizado, se aferraba a los versos para que no se le fueran volando. Eran todo lo que tenía. Su fe. Debía estar aterrorizado. O al contrario: tal vez se sentía exultante porque, ahora que había dejado de huir de las cosas que no se veían, lo llenaba ese orgullo desaforado de plantar cara cuando aún crees solo en la victoria. Abrió la boca para hartarse de viento. En un rincón, de una lechera se escapaba un chorrito blanco sobre la tierra oscura. Regar los árboles con leche y recolectar quesos con pepitas a finales de verano, pensó.

Los niños empezaron a adueñarse del pueblo. Los habían mandado a recoger los restos de la desbandada. Corrían entre los despojos del mercado con el pelo y la ropa revueltos, contra el viento, soltando todos los gritos que atesoraban y que siempre llevaban atados con el cordón de los buenos modales. Niña, no grites. Cordones rotos. Y las risas, también. Se abrían las puertas del delirio. Algunos formaban un corro en un rincón y miraban al poeta entre murmullos sádicos. Le habrían podido arrancar los pelos de los cojones uno a uno, poco a poco. Él, de pie sobre su caja, imitaba una estatua a punto de declamar. Los ojos adultos lo observaban tras las ventanas. Con miedo, con envidia, con asco.

Lo vieron recoger los trastos, hinchado de viento, y partir.

Ahora les pesa.

Ahora.

En la ciudad puso una versería en unos bajos de un barrio con las calles llenas de promesas: Libertad, Progreso, Fraternidad. Peligro. Las ventas tampoco eran espectaculares, pero por lo menos el gramo no bajaba de sesenta euros.

Allí nunca hacía viento. Nunca. Pero sus habitantes soñaban con vendavales que se lo cargasen todo. Soñaban.

Hasta que una mañana.

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