La brisa

Ilustración © Eugènia Anglès

Se oyen las rueditas de las maletas de viaje de Piero y Anton rozando la acera. El sonido araña el silencio que cubre la calle Gran de Sant Andreu mientras el sol abrasa las fachadas de las que penden rótulos de neón. Piero va siguiendo el mapa del móvil para encontrar el número 34. Anton se detiene.

—Dijiste que este barrio tenía encanto. —Mira los edificios—. Se lo han cargado.

Piero también se detiene. Ha llegado al número 34.

—Giovanni me dijo que la empresa que se había quedado el barrio de Sant Andreu había sabido conservar un poco su esencia. —Mira la pared de la puerta. Hay un cajetín con números. A su alrededor se aprecia una marca de un antiguo timbre. Piero pulsa 1427. Empuja la puerta y mira a Anton, que contempla una ventana de un primer piso. Es un edificio en cuya planta baja se aloja una cadena de batidos. Le ha parecido ver que las cortinas se descorrían solas.

— ¡Vamos, Anton!

Piero y Anton entran en el portal y se adentran en un pasillo oscuro. La puerta se cierra automáticamente.

Pero el silencio no vuelve a la calle Gran de Sant Andreu. A lo lejos se oye el chirrido de un columpio de la antigua escuela de primaria. Un edificio de tres plantas con unas ventanas majestuosas. Un anciano de unos noventa años mira a través de ellas. Contempla como un enfermero, sentado en uno de los columpios de la escuela, fuma con los ojos cerrados.

Es su momento de pausa. Justo antes de las comidas. La mayoría de los ancianos y ancianas ya están preparados en el comedor con sus baberos.

 

Anton deshace las maletas. Guarda la ropa en el armario. Sobre la cama, hay una cesta con una botella de cava y una postal de bienvenida. De repente, se escucha como si un objeto metálico cayera. Ve algo brillante en una esquina de la habitación. Se acerca y se agacha. Es una aguja dorada en forma de pájaro. Se la guarda en el bolsillo.

Piero abre la ventana del comedor. Se han dado cuenta de que el aire acondicionado no funciona.

Anton cierra el armario en el que ya ha ordenado toda la ropa para esos cinco días y sale de la habitación.

—¿Qué quieres hacer? —le pregunta.

—Ahora mismo, llamar a la administración de fincas por lo del aire. No podemos estar con este calor.

Mira el móvil y busca el contacto. Le contesta una administrativa. Está muy cansada de recibir tantas llamadas de quejas de los turistas que se alojan en el barrio que el fondo de inversión compró hace unos tres años. El distrito salió a subasta y los gestores querían hacer una buena oferta por Sant Andreu o la Sagrera. Contrataron a una empresa de administración de fincas y, meses después de las reformas, pusieron en alquiler temporal los pisos que llevaban tiempo vacíos. De los demás, debían esperar que vencieran los contratos de alquiler antiguos. Pero, a medida que iban finalizando, los últimos habitantes se fueron de la ciudad. Los más ancianos ingresaron en las residencias del barrio. Pero ya desde el principio, los turistas que llegan a Sant Andreu los llaman para quejarse. Cuando no es el aire acondicionado, son las fugas de agua; y cuando no es la lavadora, son los fogones. Las reseñas que dejan son malas y las reservas van disminuyendo.

La administrativa dice que a última hora de la tarde se pasarán los operarios. Piero cuelga indignado. Anton le propone dar una vuelta, pero Piero dice que por la tarde tienen la primera ruta turística por el centro y que antes prefiere descansar, que salga él un rato si quiere. Anton dice que sí, que para eso han volado todos esos kilómetros en avión. Entra en la habitación para coger la bolsa y se detiene de golpe: las puertas del armario están abiertas y toda la ropa que había dejado en los estantes está tirada por el suelo. Mira dentro del armario. Siente una brisa en la mejilla derecha.

—¿Qué has hecho?

Anton saca la cabeza del armario. Piero lo contempla desde la puerta. De repente, se oye como la ventana del comedor se rompe con un ruido estridente. Piero mira a Anton negando con la cabeza.

—No había corriente de aire.

Anton camina por la calle Gran. Gira a la derecha y sigue por una calle más estrecha. De vez en cuando, mira hacia arriba porque le da la sensación de que lo observan. En estas, oye un murmullo. Intenta seguirlo. Llega a un edificio que tiene un patio enorme delante. La verja está medio abierta. Anton la empuja con fuerza. Mira hacia dentro. Parece el patio de un colegio. Se sorprende porque aún no ha visto a ningún niño por la calle. De hecho, no ha visto a nadie más que no fueran turistas.

—Hola.

Anton se da la vuelta.

Bajo una morera, a la sombra, hay un anciano sentado en una silla de ruedas. Le tiembla un poco la mano derecha, que sostiene una taza de café. Anton baja la cabeza para saludar. El anciano sube la barbilla señalando hacia la verja:

—¿Te has perdido?

Anton niega y se acerca a él. El anciano susurra:

—¿Tienes un cigarrillo?

—No.

El anciano se lo queda mirando. Anton contempla el edificio.

—¿Es una escuela?

Al anciano le da la risa.

—Lo era, sí. Ahora solo vivimos aquí los viejos. Hace ya muchos años que la convirtieron en residencia. Vinimos cuando nos echaron de nuestros pisos. Y ahora ya nos vamos muriendo. A mí no me queda nada. Y cuando ya no quede ni uno vivo construirán un centro comercial. —Se lo queda mirando. Entrecierra los ojos—. Para vosotros.

Anton se apoya en la morera.

—A mí no me gustan los centros comerciales.

—Ni a mí.

—¿Es usted de aquí?

El anciano se queda unos segundos en silencio.

—De toda la vida. Nunca me he movido de aquí. ¿Dónde te alojas?

—En la calle Gran. —Mira la verja y vuelve a mirar al anciano—. Era una calle importante, ¿no?

Al anciano le brillan los ojos. Los labios le vibran.

—Por supuesto. —Hace un gesto con la mano plana como imitando un movimiento lento—. Los Reyes Magos pasaban con la cabalgata por debajo de casa. Venían mis dos nietos. Gritábamos a los de las carrozas para que lanzaran los caramelos con fuerza y nos llegaran al balcón. —Cierra los ojos y le da un sorbo al café. La mano le tiembla y le cae una gota en la camisa—. Ahora son mayores y viven fuera.

—¿Vivía en la calle Gran?

El anciano mete una mano en el bolsillo y saca una placa. Tiene dos nombres escritos: Lluís Jové y Mercè Ruiz. 3.º 2.ª. —En el número 34.

Un enfermero sale al patio. Mira al anciano y niega con la cabeza, cansado.

—Lluís, es la hora de la siesta. —Se acerca y coge la silla de ruedas, la gira y la empuja hacia el interior del edificio.

Anton sale del patio y deshace el camino hasta que llega a la puerta del edificio. Tiene las mejillas encendidas. Mira el número sobre la puerta: el 34.

 

Anton se ha quedado a solas en el piso. Le ha dicho a Piero que se marchara solo a hacer la ruta, que él estaba cansado. Piero se ha ido enfadado diciéndole que al menos estuviera atento a la llegada de los operarios, que así se lo podría explicar todo. Anton se sienta en el sofá.

De repente, escucha un chirrido. Un roce en el parqué.

Siente como se le tensa toda la musculatura. Se oye como se abre el agua de la bañera. Anton toma aire, recuerda la placa del anciano:

—¿Mercè?

El aire de la habitación se torna más pesado, como si hubiese cambiado de densidad. De golpe, una leve brisa. Anton cierra los ojos con fuerza. Se enciende la radio y empieza a sonar un chachachá. Se levanta y sale del piso.

 

Anton llega a la residencia. La verja está cerrada. Llama al telefonillo.

—¿Quién es?

—Vengo a visitar a Lluís.

Lluís está sentado en el comedor. En la radio tienen sintonizada la misma cadena en la que suena el chachachá. La canción ya termina. Anton se sienta a su lado.

—Hemos alquilado su piso cinco días. Pero me quiero ir. —Se mete la mano en el bolsillo y saca la aguja dorada en forma de pájaro. La coloca en la palma de Lluís y le cierra la mano con delicadeza—. He encontrado esto en una de las habitaciones.

Lluís mira la aguja.

—Mercè…

—Nos quiere fuera. Todo el vecindario nos quiere fuera. Pero se tienen que hacer notar más. Lluís, cuando muráis, haceos notar más. Echadnos a todos.

 

Anton llega al portal 34. Los operarios estarán al caer. Antes de marcar el número, mira a derecha e izquierda. No hay nadie. Se planta en medio de la calle Gran y empieza a gritar:

—¡Sé que estáis aquí! ¡Ahora cuando lleguen, haceos notar! ¡Todos juntos!

De repente, se abre y se cierra una ventana, después, otra, y, a continuación, una puerta. La siguen cinco, diez más. La calle tiembla.

La brisa se ha convertido en un estrépito enorme.

Libros

  • Mammalia Males Herbes, 2024
  • Satèl·litsMales Herbes, 2019
  • Cirur­giesVoliana, 2016

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis