La ecología del trabajo: nuevo paradigma laboral

El derecho del trabajo debería marcar el camino para que el trabajo se oriente hacia una producción de riqueza que sostenga las necesidades y los deseos humanos. Y en esa búsqueda de sentido, que lucha por poner límites a la explotación, se encuentra un hilo de conexión entre el trabajo y la ecología.

Son tiempos de caídas de máscaras, de contradicciones inmensas encima de la mesa “global” por la pandemia y su lupa de aumento. No hay nadie que no hable de crisis, en muchas ocasiones banalizándola con frases ya comunes, frases que dibujan un círculo poco virtuoso de diálogo sordo que se retroalimenta de tópicos que no llevan a ninguna parte, ni siquiera al tan deseable desahogo, porque las palabras vuelven en forma de desesperación, cansancio, impotencia, rabia, queja… como un maldito bumerán. Palabras que regresan obstinadamente y avisan con su vuelta de que quizás haya que intentar escuchar y mirar lo que acontece de otra manera.

Dice María Moliner, en su Diccionario del uso del español, que crisis es “un cambio muy marcado en algo”. Etimológicamente, deriva del verbo griego krinein, que significa ‘separar’, ‘juzgar’, ‘decidir’. Se podría decir, pues, que crisis es tiempo de cambio, de separación de lo que había sido hasta ahora y de decisión sobre qué rumbo tomar. No supone un alto en el camino o el anhelo de una antigua normalidad, sino una necesidad de transformación. Cuando ese aviso atañe tanto a las relaciones de producción y al propio concepto de trabajo como a las relaciones de hombres y mujeres entre sí y consigo, y a la salud de sus cuerpos y territorios, quizás la crisis pueda suponer, además, un cambio civilizatorio.

Y un cambio de civilización entraña que una parte fundamental del modo de vivir y de relacionarse de los seres humanos está cambiando y ya nunca será como antes. Se está produciendo la ruina del joven sistema de explotación capitalista por causa de la pandemia, el cambio climático y el agotamiento de las energías fósiles; está aconteciendo una revolución de las mujeres, que han decidido gobernar sus cuerpos y ocupar los tiempos y espacios que deseen y no solo los asignados por el (des)orden patriarcal desde hace miles de años. Este cambio supone transformación: mucha crisis y muchas posibilidades. Por un lado, las formas de vivir y de trabajar dominantes se revelan como contradicciones insalvables; por otro, se intuye la posibilidad de hacer mundo desde un lugar pacífico, cuidadoso, respirable, al modo en que las mujeres han hecho que la vida se sostenga a lo largo de los siglos a pesar de las guerras, la explotación y la violencia.

En particular, se están produciendo hondas transformaciones en el mundo del trabajo, donde es necesario nombrar qué está pasando y ofrecer un horizonte en este momento de fragilidad. Trabajo no es solo lo que las normas dicen que es. Incluye todo un mundo que queda fuera de los confines de lo que el derecho del trabajo anuncia; es una serie de realidades diferentes que no se reconocen en muchas ocasiones como experiencias laborales, y que generan un fenómeno, demasiado corriente, de huida del derecho del trabajo (que se sostiene precisamente al negar la laboralidad del hecho de trabajar). Tiempos de negación de lo evidente, utilizando una pobre ingeniería jurídica que, banalmente, pero con la fuerza del poder económico, niega sin más las instituciones laborales básicas e indiscutidas para huir de las garantías del supuesto trabajo stricto sensu. Ya hace años, el uruguayo Óscar Ermida lo calificó como travestismo laboral, haciendo referencia a aquellos disfraces que quieren poner a la relación de trabajo para enmascararla. Fenómeno que “disfraza trabajadores con ropajes de empresas autónomas, unipersonales, de arrendamiento de servicios y hasta de sociedad de responsabilidad limitada y cooperativas”.
 

Al servicio de plataformas digitales

Convivimos con la falsa vestimenta de autónomos al servicio de plataformas digitales, donde también los patronos quieren pasar por enmascarados. Si no hay empresa no hay trabajo. El colmo del despropósito. Bien es cierto que, en los últimos meses, el Tribunal Supremo español ha declarado la laboralidad de los riders de las empresas de distribución de comidas a domicilio. También ha ocurrido en Alemania, Italia y Reino Unido, país este último donde su Corte Suprema ha dictaminado que los conductores de Uber son asalariados. En este sentido, pareciera que las inspecciones de trabajo y los tribunales de los países de nuestro entorno y de algunos de América Latina están protagonizando un movimiento de compensación respecto de las políticas del trabajo como “privilegio” de las últimas décadas, que tanto daño han hecho incrementando la precariedad laboral y que han expulsado a muchas trabajadoras y trabajadores de la protección del derecho del trabajo. Este movimiento compensatorio tendría que integrarse en un nuevo Estatuto del Trabajo del siglo xxi, allí donde se tuviera fuerza para legislar en este sentido.

Las políticas laborales y sus leyes tendrían que ofrecer mayor consistencia a un concepto de trabajo más completo y más cercano a lo que la realidad es. El trabajo como creación humana o artificial, dirigida por el ser humano, está en el centro de la vida. No solo desde la modernidad, que lo situó en la médula del orden social como carta de naturaleza de derechos y obligaciones, y en el orden familiar como llave de recreación invisible de la existencia, sino desde siempre, puesto que el trabajo, en un sentido original, es la potencia básica del ser para satisfacer sus necesidades. Si, como la física propone, el trabajo es un tránsito de energía, ¿hacia dónde se dirige esa energía?, se preguntaría una ciencia humana como es el derecho del trabajo. ¿Un tránsito hacia cualquier lugar? No, hacia un lugar con sentido, es decir, un trabajo orientado a la producción de riqueza que sostenga las necesidades y los deseos humanos.

Y en esa búsqueda de sentido, que lucha por poner límites a la explotación, a la idea de que el trabajo es una mercancía que se aleja de lo humano para ser simplemente vendida, se encuentra un hilo de conexión de acero entre el trabajo y la ecología, la ciencia que trata sobre la relación de los seres vivos —y sus creaciones— entre sí y con la naturaleza, en la búsqueda de un equilibrio que mantenga la vida. Una ecología que, como ha aprendido del feminismo, sabe y reconoce que las mujeres han sido a lo largo de la historia las grandes ecólogas (las guardianas de que la vida humana se reproduzca), las que se han encargado en la casa y también fuera de ella de entender palabras como riqueza, producción, economía, beneficio, necesidad y trabajo de una manera humana, sustentable y enfocada realmente al desarrollo de los pueblos; palabras de parte de la vida.

El presente se muestra urgido de necesidad de cambio, doliente de tanta injusticia y depredación de lo que no tiene repuesto y de lo que quizás pueda tener arreglo, solo si se cambia el rumbo de destrucción masiva en el que se mueve el desorden dominante patriarcal capitalista. Se hace necesario un cambio de paradigma productivo en un sentido amplio, en torno a la creación de riqueza, de aquello que está al servicio de vivir, en paz y armonía, entre todo lo que puebla el planeta.

La ecología del trabajo es entonces un límite ineludible a la alienación laboral, no solo de quienes trabajan sino de los propios lugares de trabajo y de los mercados donde la riqueza material o inmaterial creada se pone a disposición de otros seres humanos, también susceptibles de ser explotados junto con las materias primas y las energías fósiles necesarias para ello, porque nos recuerda que hay un equilibrio originario que proteger y restaurar para que la vida siga adelante. Es indudable entonces que esa actividad humana básica que es trabajar tiene que volver a pensarse, y echar su ancla en un nuevo modelo que tenga el sostenimiento de la vida como clave de bóveda.

Realmente, la ecología del trabajo como nuevo paradigma no es una elección, aunque haya de asumirse políticamente en cada acción u omisión. Tampoco es un invento ni un juego de palabras. Es el instrumento político en el que el trabajo se sitúa como eje de convivencia en un ecosistema sano y sostenible. En este fin de época, amenazado por la enfermedad, no cabe más que trabajar para que cambie el sentido del trabajo, para que su entendimiento y nuestra mirada se amplíen, para que el derecho al trabajo y los derechos del trabajo se extiendan, para que la riqueza que genera se reparta, para que su tiempo se aligere, se alivie y se reparta el peso cuando su esfuerzo es difícilmente llevadero, para que se reconozca el valor del trabajo en femenino y en masculino, y para que se destierre el trabajo que destruye la riqueza en vez de crearla. De eso trata la ecología del trabajo, como un punto de partida insoslayable y una línea de sentido urgente que une el presente, los destrozos de dos siglos, la barbarie de los últimos cincuenta años y la posibilidad de un buen vivir trabajando.

Por eso, muchas mujeres y hombres sabemos que es un momento decisivo, que nos jugamos la paz en esto y luchamos por transformar desde dentro y desde fuera el mundo del trabajo reconocido como tal, ampliando sus confines y sus garantías. E imaginamos un derecho del trabajo que no funcione solo a la defensiva, sino que se sitúe más allá de la crisis, que proteja cada vez a un mayor número de personas. Un derecho del trabajo y unos sistemas de seguridad social que faciliten y acojan los nuevos caminos de una política y una economía que pongan el cuidado de la vida en el centro.

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