“La gente que está segura me inspira desconfianza”

Maruja Torres

Retrato de Maruja Torres. ​© Javier Barbancho

Maruja Torres llega a pie a nuestra cita. Lo hace con la ayuda (más mental que física) de un bastón de madera. Dice que andar le va bien, y cuenta los pasos con un reloj inteligente que me enseña. Desde 2018 vive en Madrid. Se ha vestido para la ocasión, de fucsia. “Los jóvenes no necesitáis colores; los viejos, sí”, exclama. Este año ha cumplido 80 y sigue con la lengua afilada y el pensamiento veloz. La ataja una mujer que la reconoce y le da las gracias por sus libros, mientras que el marido ni se detiene a saludar. Me ofrezco a sujetarle el bastón mientras tomamos las fotografías para la entrevista. Lo declina. “¡Yo no me escondo de nada, niña!” Tiene ganas de charlar y vamos a comer. Elige la ensaladilla rusa (es fan) y las croquetas de jamón (“las que no fallan”). Pide una cerveza negra. “Me cuido para darme estos placeres”, confiesa. Maruja sigue siendo mucha Maruja.​

Maruja Torres Manzanera (Barcelona, 1943) es escritora y periodista. De formación autodidacta, se refugia desde pequeña en la lectura. Criada en El Raval, hija de inmigrantes murcianos, el padre abandonó a la familia cuando ella tenía siete años. En 1964 debuta en La Prensa y escribe en Garbo y Fotogramas, donde realiza sus primeros reportajes y entrevistas. Formó parte del equipo fundador de Por Favor. A principios de los ochenta se traslada a Madrid y entra en el El País, primero como colaboradora y, después, como redactora y columnista. En 1984 deja el periódico para irse a Cambio 16, pero regresa tres años más tarde, a la sección de Opinión. Sus columnas se convierten en insignia del diario. En 2013 dimite. Después escribe en Eldiario.es y Mongolia. Ha sido corresponsal de guerra en Panamá y en el Líbano. Actualmente, realiza un comentario semanal en el programa Hoy por Hoy de la Cadena SER. Ha escrito una docena de novelas. En el año 2000 gana el Premio Planeta con Mientras vivimos y en 2009, el Premio Nadal con Esperadme en el cielo. Ha sido distinguida con la Creu de Sant Jordi.

Has cumplido 80 años. Todo un logro. ¿Cómo llegas aquí?

Soy una vieja muy joven, y es gracias a la filosofía que te da el aprendizaje de la vejez. Tengo la tesis de que la vejez es como una escalera. Cuando tienes un problema de salud, bajas tres o cuatro peldaños. Crees que te vas a matar, pero aparece el rellano. ¡Y en el rellano no se está tan mal! Al principio no, porque temes seguir cayendo, pero al final intentas ver cuánto dura. Y después vuelves a caer… ¡pero vuelve el rellano! Los 80 me han pillado en un buen rellano. No todo es coser y cantar, pero puedo controlar los pinchazos.

Si miras atrás, ¿tienes la satisfacción de haber hecho aquello que deseabas?

Es muy pedante decir esto, pero creo que no tengo derecho alguno a quejarme. Mi vida no tenía ninguna perspectiva. O seguía el consejo de la familia y me casaba con un hombre del barrio que no fuera tan desgraciado como nosotros, o me perdía por las calles del chino haciendo estupideces. Pero tuve suertes y casualidades. Sobre todo, la suerte de nacer con el deseo de leer. Mi cabeza necesitaba estímulos, y eso me conducía a llevar una “doble vida”: la vida de los amigos y la vida disciplinada con la familia. Porque esta vida que tenía fuera de casa, las ganas de respirar, de exterior y conocimiento, tenía que protegerla de la otra vida. Mi madre me bordaba manteles para cuando me casara, imagínate.

En este contexto que describes, ¿qué expectativas de futuro podías tener?

En esa época todos queríamos ser escritores y ganar premios. Es como los que querían ser toreros en la Andalucía de los años cincuenta. Lo leíamos todo, hablábamos y alguien escribía artículos. ¡Y no éramos nada, no éramos nadie! Pero nos encontrábamos en un café o en el Círculo Excursionista, y eso, con 14 o 15 años, te crea expectativas de salir adelante.

Pero ahora tienes 80 y sigues manteniendo vivas las expectativas, la emoción de hacer cosas…

Sí, pero también es cierto que todo lo que es físico cambia. El deseo cambia. Con los años te serenas más, eres más realista y sabes que en el talonario ya no quedan muchos talones. Pero hay cosas que para mí no cambian. Hace un año y medio, cuando hice la primera columna para Àngels Barceló en la Cadena SER, tenía la misma angustia que cuando empecé a escribir. Cada vez que hago algo nuevo me siento como la primera vez.

¿Qué sientes?

Miedo. Miedo escénico. Miedo a hacerlo mal. Inseguridad. Y eso es buenísimo. La gente que está segura me inspira desconfianza. Es muy bueno estar inseguro y repasar mucho.

¿Estás describiendo el síndrome de la impostora que a veces sufrimos las mujeres?

En mi caso no creo que sea eso. Mi síndrome es el de la impostora del barrio chino, este es brutal (ríe). ¡Es que yo no tengo estudios, no tengo ni el bachillerato, niña!

¿El hecho de cambiar de década te ha llevado a reflexionar especialmente sobre el paso del tiempo o prefieres relativizarlo?

Este es un tema muy interesante y lo he ido digiriendo. Desde los 73 o 74 años, lo que he hecho es apreciar el paso del tiempo. Porque necesito sentir que el tiempo pasa bien, sentirlo en la piel, que cuando me muera no me haya aburrido ni un momento. No me he aburrido jamás en la vida, solo cuando era oficinista. Pero ¡quién no se aburre haciendo trabajos rutinarios!

¿El tiempo te ha convertido en una persona más selectiva?

Absolutamente. Puedo ser amable, pero huyo cuando veo que mi selección no pasa por ese momento o esa persona. Soy muy sociable con la gente que me gusta. Siempre he sido una persona de sobremesas, pero, ahora, todavía más. Los de mi generación no nos cansábamos nunca de charlar. Y ahora vuelvo a disfrutar de ello porque me quedan contemporáneos y también otros amigos jóvenes, aunque maduros, con los que puedo hablar, interesarme y mantenerme al día. No soy especialmente nostálgica, pero me gustar estar con gente a quien no tenga que explicarle las cosas, porque las hemos compartido.

Claro, es que, al final, con 80 años ya se han perdido amigos…

Muchos, amigos que para mí eran referentes. Montserrat Roig fue la primera, fue la gran campanada. Pero también muchos de los que íbamos al bar Sot [en la calle de la Diputació de Barcelona]. Sería más fácil decir quién queda vivo.

¿Cómo se convive con esto?

Te vas acostumbrando. Cuando eres joven lloras mucho. Y no te das cuenta de que el vacío que han dejado perdurará en el tiempo. Porque han contribuido a tu formación, han sido fundamentales. De los 14 a los 25 años te han ido diciendo que teníamos que mejorar el mundo. Este era nuestro objetivo: mejorar la sociedad y hacerlo juntos. Esto lo mamé de Marina Curià y de Montse Roig. ¡Y sigo aquí! Ellas no eran excluyentes, no sabían ni lo que era. Todo aquel que era antifranquista era bienvenido.

¿Intentas llenar el vacío con gente más joven?

¡Esta es mi suerte! De repente aparece un tío, que es Edu Galán [revista Mongolia], que sufre de gerontofilia y que es muy bueno uniendo a gente. Cuando decido establecerme en Madrid me ayuda con el piso, es amable, práctico. Y conoce a mucha gente que a mí me interesa.

¿Qué te interesa de una persona?

Es difícil definirlo, pero debe ser una persona auténtica. No necesito que piensen ni que sean iguales que yo, pero sí que sean de verdad. No quiero perder el tiempo con las máscaras. No me apetece que me den la razón, sino que den razones.

Con la edad, ¿el miedo se agudiza?

Sobre todo, el miedo a viajar. Tengo el esqueleto hecho un desastre, tengo mareos y eso provoca inseguridad a la hora de viajar sola. Pero lo estoy superando gracias a Jordi Évole, que me llevó a Roma deliciosamente acompañada. Ahora sé que es un miedo estúpido, un miedo de vieja, impostado. Existen dos tipos de vejez: la que te imponen y la que eres. Y tienes que agarrarte a la que eres. Porque sé que puedo viajar con asistencia en trenes y aviones. De hecho, ya tengo más viajes programados. Y si me da un telele en el aeropuerto de Bruselas, pues mejor que en casa. ¡Viva Manolo [Vázquez Montalbán], que murió en Bangkok después de un viaje cojonudo!

¿Cómo es tu día a día? ¿Practicas la vida tranquila?

Una señora mayor necesita una serie de cosas (ríe). Me levanto temprano y enciendo la radio, me gusta estar informada. Friego los platos de la noche y preparo el desayuno, una liturgia. ¡Me hace tanta ilusión comer pan! Era la gran prohibición de mi generación porque querían que estuviéramos delgadas. Me preparo tres cafés y entonces hago ejercicio mientras leo la prensa. Y luego vienen la vida social, pero una vida social acomodada. Las tardes las paso en el sofá, leyendo o viendo series.

Vaya, así que te cuidas.

Me cuido para darme una buena vida. ¡No soy estoica, soy epicúrea de cojones!

Hace algún tiempo que te trasladaste a Madrid. ¿Por qué dejaste Barcelona?

Me pareció que la vida en Barcelona se había vuelto muy desagradable allá en 2017, porque a mí no me habían llamado charnega desde hacía muchos años. Y me lo decía gente normal, que me miraba mal. Y también gente que no se atrevía ni a mirarme. Qué quieres que te diga, esta no es mi Barcelona. Igual que dejó de ser Beirut mi Beirut. Curiosamente, las dos ciudades, llenas de banderas y líderes políticos. Y ahora Madrid está prácticamente igual de asqueroso.

¿Por las banderas o por los políticos?

He desarrollado un instinto brutal para no ver banderas, las borro, las que sean. Y también, lo he desarrollado para fijarme en la gente que me interesa. Pero Madrid es abigarrada y libérrima, y lo resistirá todo. Resistió a Franco hasta el final y, ahora que tenemos esta historia de mierda en la Comunidad y en el Ayuntamiento, también lo hará.

¿Qué te aporta Madrid?

Aquí no te preguntan de dónde vienes. Yo tampoco pregunto. Es una obligación muy desagradable tener que hacerlo. Lo practiqué en el Líbano, siempre preguntándome si una persona era musulmana sunita o cristiana ortodoxa. ¡Qué fatiga!

Pero Madrid no tiene mar…

Es cierto que tengo ansia de mar. Pero la última vez que fui al mar en Barcelona olía tanto a gamba y a aceite de coco que tenías que ir más allá del Hotel Arts para evitarlo. Pero entonces allí solo había pijerío.

¿Descartas volver a vivir en Barcelona?

Sí, es que ya lo he visto y vivido todo. Y, sobre todo, por la falta de amigos vivos. En Barcelona me aburriría. Yo vengo de familia nómada, gente que llegó a Barcelona para trabajar en la Exposición Universal. Gente que iba donde le daban trabajo. Yo me he pasado la vida haciendo esto, ir allí donde me daban trabajo. Ahora me apetece mucho Asturias, voy cada año y me atrae mucho. Adoro Asturias, es precioso y tienen un sentido del humor muy socarrón. Les gusta la buena vida.

Retrato de Maruja Torres. ​© Javier Barbancho Retrato de Maruja Torres. ​© Javier Barbancho

Si piensas en “tu” Barcelona, ¿qué imagen o qué olor te transporta a ella?

Es difícil porque es diversa. Había un olor para los domingos y otro para los días de cada día. Los domingos olían a sal. Iba a la playa de Sant Miquel, donde había una sección solo para mujeres. Los hombres se subían a la valla como monos porque algunas hacíamos toples en los años cincuenta. Entonces yo tenía 15 o 16 años. Era sal, era olor a mar. Y después, hacia el guateque. También recuerdo la sombra de los plátanos de la Rambla, el sol visto a través de las hojas. Y el asfalto de la Rambla recién regado.

Pues ahora está en obras…

¡No quiero ni saberlo! A mí el turismo me ha expulsado de la Rambla. Recuerdo hace unos años, allá en 2012, subirla con un grupo de alumnos que quería llevar al Boadas a tomar un cóctel, ilusa de mí. Y hacerlo rodeada de gente con pantalón corto, sandalias y haciendo crujir los muslos, restregándolos. Yo he vivido muchas Ramblas: la de ir a dar de comer a las palomas y pagar una peseta por la silla; la de los primeros americanos que traían putas; la del Liceu vista desde la acera de enfrente, la de los pobres; y después la de los jóvenes y la democracia. Pero ese día solo vi una avalancha de gente rara.

¿Eres de las que cree que el turismo se ha cargado Barcelona?

No lo creo, porque Barcelona es mucha Barcelona. Es una época. Otra cosa es que el turismo se lo está cargando todo. En el centro de Roma no vive ni Dios. Pero ya pasará… Yo estoy a favor de que el turismo se haya democratizado, pero debemos aceptar que somos más gente viajando, y todos queremos hacernos el selfi de turno donde toca.

Tu profesión te ha permitido viajar mucho. ¿Es lo que más te ha aportado?

Sí, claramente, sobre todo, ver mundo y conocer gente.

¿Y el reconocimiento?

Es importantísimo, pero el reconocimiento del trabajo bien hecho. La fama por la fama, no, porque es efímera. Yo tengo la suerte de que empecé tarde en el periodismo y tardé en tener un nombre. Y ya no estás tan gilipollas como cuando tienes 20 años.

Tarde, pero tus columnas en El País y tus reportajes han impactado en la sociedad. ¿Esto te generaba un exceso de responsabilidad?

Yo no pensaba en eso, pero la persona que me hacía el encargo me decía al oído: “Piensa que nos leen un millón y medio”. La presión te la ponía el medio. El País era el gran medio del momento. Yo no era consciente de esa responsabilidad, preferí no pensarlo y escribir lo que me salía de las entrañas pasando por la cabeza.

Pues muchos corríamos a leerte. Has marcado a generaciones de periodistas, ¿no crees?

A veces, cuando alguien me dice que se ha hecho periodista por mí, pienso que debería pedirle perdón. Porque, como electricista, le habría ido mejor. El periodismo de ahora está jodido.

Faltan manos en las redacciones y gana terreno el teletrabajo. ¿Se puede hacer buen periodismo desde casa?

Se puede ser un buen “rellenador de espacios”. Puedes llegar a ser un buen periodista si lo que haces es hablar de tu casa, de la historia de tu familia o de que tu madre es una asesina que vive en la habitación de al lado.

Eres autodidacta. ¿Entiendes que se tenga que pedir un título universitario para ejercer?

Es que no me fío de los profesores, los buenos están muertos. La mejor escuela es que un buen periodista se lleve a un alumno para que le haga de sombra, y aprenda. Y todo lo demás es una forma de sacarles la pasta a los chicos y las chicas para ver si luego tienen opción de tener un trabajo fijo.

¿Te dan miedo las herramientas de inteligencia artificial, como el ChatGPT, que escriben textos como si fueran personas?

A mí ya no me da miedo nada. ¡Yo lo he probado, eh! Le pregunté qué autor inglés fue el mejor poeta del colonialismo. Y me dijo que no lo sabía. Era Rudyard Kipling, ¡era fácil! Es inevitable que estas herramientas penetren. No hay nada peor que la pereza.

Eres muy activa en Twitter, una red poco proclive a la reflexión.

Lo utilizo porque soy muy buena titulando (ríe) y poco más. Yo no hago caso a los que odian, ni los leo. De vez en cuando bloqueo a alguien porque me sale de las narices, por facha o por gilipollas.

Creo que ya has dicho dos o tres veces gilipollas en esta entrevista…

Es que me parece una gran palabra.

¿Echas de menos escribir para los demás?

Escribo con la cabeza, tomo notas… Quizás llegue un día en que vuelva a publicar, porque la vida es larga y da muchas vueltas.

¿Tienes alguna propuesta?

¡Dos mil! Y todas sobre lo mismo: la vejez. ¡Es insoportable! Me gustaría escribir sobre otras cosas, no pienso hacer libros de autoayuda para viejos. Cualquier buen libro es de ayuda, si le quitas el auto de delante.

Cuando ganaste el Planeta en el año 2000, tu amigo Terenci Moix escribió en El País que la tuya es una literatura de “mala baba acumulada en la indignación ante la estupidez de la vida”. ¿Acertaba?

Es que Terenci me quería… (suelta una gran carcajada). Pero sí. ¡Por supuesto que me veo reflejada! Terenci era muy gracioso porque me decía: “Ay, niña, estos países a los que vas, estas cosas que haces…”.

Retrato de Maruja Torres. ​© Javier Barbancho Retrato de Maruja Torres. ​© Javier Barbancho

A menudo dices que escribes como hablas, que es un gran consejo que te dieron. ¿Crees que hay demasiada parafernalia en la literatura?

Me lo dio Elisenda Nadal. Yo, por literatura, entiendo muy pocas cosas, ni yo misma me considero literata. Cuando me preguntan qué pueden leer de mi obra les digo que, si pueden leer a Paul Auster, no me lean a mí, que el tiempo es corto. Jo me considero una persona que sabe narrar. Para mí los libros han sido una aventura, una más. Pero mi oficio, mi profesión, es el de reportera. Ni tan solo me considero columnista. Cuando sueño estoy haciendo reportajes, pero claro, el cuerpo no me acompaña.

¿Hay que tener un punto de temeridad para ser buena reportera?

Debes tener la inconsciencia de la juventud, pero toda la madurez del testimonio, debes ser muy responsable de lo que dices. Tienes la infinita suerte de contemplar el desarrollo de la historia con tus ojos. No puedes ponerte a hacer refritos ni a escribir sin salir del hotel.

¿Y qué papel tiene aquí el ego?

Existe exceso de individualismo y falta de ansia colectiva, de mejorar la vida. Pero creo que estamos mejor que en los ochenta, cuando había un machismo rancio.

Pero sigue habiendo machismo.

¡Nunca se acabará, niña! ¿Crees que los tíos se dejarán quitar lo que tienen? Estás muy equivocada. Como mucho, lo que harán es reconocerlo.

Cuando escribías opinión, ¿te hacían de menos por ser mujer?

No, pero siempre me tenía que tragar la frase “ya sabéis como es Maruja”. Es fruto de la condescendencia. Y a mí lo que nunca me ha gustado es que me “patrocinen”.

¿Y cuando cubrías conflictos bélicos?

Las mujeres tenemos que ser astutas como serpientes y cándidas como palomas. Me iba bien ser mujer en los mundos machistas y hacerme la imbécil, funciona. Conseguía historias porque los hombres hacían como si yo no estuviera, y yo lo aceptaba. Pero luego escribía todo lo que había visto y oído. Tenía que demostrar que era valiente, y así me aceptaban. También porque no era guapa.

¿Cómo vives los cambios en tu cuerpo?

Desde que soy mayor, mejor. Formé parte de una primera generación que vivió el auge de la anorexia. Las modelos pesaban 40 kilos y venían de Londres. Los hombres empezaron a creer que tenían derecho a mujeres de 50 kilos y no de 70. Yo era gordita porque era de familia pobre y comíamos sobre todo hidratos. Era la época de la Escuela de Barcelona, era muy fuerte la esclavitud de la imagen. Yo quería tener novios y follar, y para eso tenía que estar delgada. Ahora estoy más cómoda con mi cuerpo que cuando era joven.

Naciste durante la dictadura de Franco. ¿Habrías imaginado alguna vez que la extrema derecha pudiera tener 52 diputados en el Congreso?

El problema actual es que existe un extremismo, pero a escala mundial. Es lo que toca, la historia es pendular. Finlandia está jodida, los países nórdicos en general. El trumpismo es la síntesis que concentra este odio. Son los maleducados del mundo unidos, son deseducados, irrespetuosos que creen que se lo merecen todo y que no tienen ninguna obligación. Prefieren la bronca a la conversación.

¿La izquierda tiene parte de culpa?

La democracia en general. La socialdemocracia se ha vuelto mediocre. No ha sabido leer las señales del iletrado indignado. Y sé que no es fácil… Pero yo me he hecho mayor y ya no quiero hacer la revolución, quiero hacer la evolución. Que no me corten la evolución.

Y, mientras tanto, la sociedad resiste a una acumulación de problemas.

Soy tan antigua que me preocupa que no haya reacción contra las injusticias y que, si la hay, sea desorganizada y chapucera. Hace mucho tiempo que se nos mean encima. Y me preocupa el individualismo sin proyecto social. Una cosa es la felicidad personal y otra, la felicidad social, y lo que falta es que la gente quiera conseguir la felicidad colectiva. Yo tengo la vida perfectamente resuelta. Con una felicidad razonable, sin ofender a nadie. A mí lo que me gusta es la felicidad de pertenecer a un mundo que progresa porque quiere. Pero confío poco en el género humano.

No tienes hijos. ¿Te preocupa no tener a alguien que te cuide?

Decidí no tenerlos hace muchos años, cuando era más difícil que ahora. Pensé que no tener a nadie que me cuidase me daba igual. Porque yo no quería una vida que no me gustaba. Mi madre tuvo un ictus a los 72 años y siguió viviendo 15 más. Me hice cargo de todo, pero seguí con mi carrera. Después del ictus, un día me dijo algo terrible: “Qué bien, hija, ahora por fin siempre juntas”. Me dije a mí misma que era afortunada por no tener hijos, que yo nunca sería así. Yo no tengo instinto maternal, ni filial, de esa manera…

Tienes unas analíticas para enmarcar. ¿Vía libre para seguir disfrutando de la vida?

Veremos cómo salen las próximas…, pero espero que sí. Y cuando la cosa no vaya bien, pues me gustaría tener vía libre para acabar rápido. A mí, la vida que llevo me gusta, soy muy hedonista. Si tengo que bajar un par de escalones, los bajo. Pero el día que no haya rellano brindaré por todo lo que he tenido, que es mucho. Estoy a favor de la eutanasia y del suicidio asistido. Si tuviera una pastilla que no caducara y fuera efectiva, la tendría guardada en el cajón para el momento en que pensara: “Hasta aquí hemos llegado”.

Pero, mientras tanto, que no me quiten una buena cerveza negra o un trago de whisky…

A mí me gusta disfrutar bebiendo y comiendo, las dos cosas juntas. Las mujeres de las películas americanas que llegan a casa y se sirven una copa de vino a secas están deprimidas, tienen unos matrimonios de mierda y trabajos estresantes. Tienes que saber qué beber y qué comer. Si me dan Peppermint, me convierto en la persona más abstemia del mundo.

¿Militas en el optimismo?

Soy brutalmente realista, es decir, pesimista, pero por eso mismo vale la pena intentarlo y disfrutar de lo que va hacia delante. Tú lees la historia de la humanidad y, aunque sea por los antibióticos, ¡ya vale la pena vivir! O por las prótesis de rodilla, esto es el mambo.

Me das envidia…

No la tengas: ¡aprende! Cuídate mucho el físico, pero disfruta de la vida y hazlo agradeciendo lo que tienes. ¡Ya basta de penas! A mí no me gusta quejarme, prefiero estar alegre.

¡Esto alarga la vida!

Es que tiene que alargarla, si no, sería muy injusto. Mírame a mí, me habría tenido que morir a los 70, o en las guerras, ¡y ya voy por los 80!

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