“La hipocresía que he vivido es el motivo que me ha llevado a desafiar a mi sociedad”

Joumana Haddad

Retrat de Joumana Haddad © Albert Armengol

La activista libanesa Joumana Haddad (Beirut, 1970) es una de las mujeres árabes más influyentes. Tiene las ideas claras y, cuando habla, funde los silencios con palabras sinceras y elocuentes. Ha trabajado durante veinte años en el periódico libanés An Nahar y su hambre incansable de denuncia le ha llevado a presentarse a las últimas elecciones legislativas del Líbano. Con más de una decena de libros publicados —ensayo, poesía y teatro—, y numerosos premios, Haddad ha ido desentrañando el patriarcado y sacando luz sobre los principales tabúes del mundo árabe, como el sexo o la hipocresía.

Nos recibió en un hotel del Eixample antes de dar una conferencia en la Bienal de Pensamiento Ciudad Abierta, a la que fue invitada por el Instituto Europeo del Mediterráneo (IEMed). Y se avino a tirar con nosotros de algunos de los hilos que marcan su vida, como la escritura, el Líbano, las primaveras árabes o las luchas por los derechos de las mujeres.

“Soy lo que dijeron que no fuese”, escribes en el libro Yo maté a Sherezade (Debate, 2011). Te presentas como una mujer libre que se identifica con Lilit, la mujer mitológica que no se echa atrás en la lucha contra las injusticias. Pero, ¿qué es la libertad para ti?

No hay ninguna definición estricta ni estable de la libertad porque los objetivos y el sentido de la vida van cambiando. Pero, si vuelvo al origen de mi viaje personal hacia la libertad, diría que es ser quien quiero ser, escribir lo que quiero escribir, poseer mi cuerpo, mi mente, tomar mis decisiones y, evidentemente, pagar el precio que sea necesario. La auténtica libertad requiere una toma de conciencia continua: antes de tomar cualquier decisión, tenemos que pensar si realmente lo queremos o es lo que nos han dicho que queremos.

Hablas de pagar un precio para ser libre. En tu caso, ¿qué precio has tenido que pagar?

La libertad no es gratuita, pero lo que tengo cuando soy libre es tan importante que no siento que haya hecho ningún sacrificio. Las amenazas y los insultos que he recibido son un precio que puedo asumir. La dignidad del ser humano no tiene precio.

Hay otra mujer legendaria en tu vida. Me refiero al personaje literario de Sherezade. Tú decides matarla metafóricamente en el libro del que hablábamos porque dices que negoció sus derechos en lugar de rebelarse. ¿Vale la pena rebelarse individualmente?

Sí. Creo que no tenemos que esperar el momento colectivo: todas las personas tenemos el deber de hacer la propia revolución para cambiar nuestra vida y la de los demás. Y, si esta revolución individual en algún momento se vuelve el eslabón de una revolución colectiva, mejor. Hablando de Sherezade, decidí que el personaje tenía que morir para renacer más libre. En el contexto en el que se creó, representaba una figura femenina fuerte e inteligente, pero hoy esta figura se queda corta. No dejo de ver mujeres que negocian de muchas maneras por todo el mundo... Y no creo en este camino.

En Yo maté a Sherezade, de hecho, alzas la voz contra la visión estereotípica que desde las sociedades occidentales tenemos de las mujeres árabes. “No somos sometidas, no somos solo víctimas”, argumentas. ¿Aún hay tanta incomprensión?

Mi visión ha evolucionado. Ahora prefiero alejarme de los binomios mujer-hombre u Oriente-Occidente. Quizás tú y yo, mujeres occidental y árabe, tenemos más cosas en común de las que tú tienes con otra occidental o yo con otra árabe porque el carácter, la visión de la vida, los sueños y las emociones también importan. Evidentemente, la cultura y la civilización influyen, pero si tenemos la conciencia libre de que hablábamos antes, podemos acabar escogiendo aspectos de otras culturas que nos convenzan más y no dejarnos empujar por los rasgos que supuestamente hemos heredado. Las personas nacemos con una maleta enorme en la que se puede decidir nuestra vida, y tenemos que abrirla para decidir que queremos dentro y qué no. Es cierto que hay poca gente que tiene el lujo de abrir la maleta, pero también hay mucha que en tiene la oportunidad y no la aprovecha.

Siempre explicas que de pequeña leíste mucho. Y que a través del marqués de Sade aprendiste a detectar la hipocresía que nos rodea. “Ser árabe es vivir en la hipocresía”, defiendes en tus ensayos. ¿En qué sentido?

Como niña educada en una escuela de monjas en el Líbano, primero descubrí la hipocresía del cristianismo: la misma doble moral que encontramos en la identidad árabe. En los países árabes vivimos rodeados de tabús y prohibiciones, y muchas personas satisfacen sus necesidades combinando dos vidas: la pública y social, en la que guardan las apariencias, y la privada, en la que satisfacen sus deseos. De hecho, la hipocresía que he visto y vivido es el motivo que me ha llevado a desafiar a mi sociedad. Ahora hay muchas jóvenes libanesas que tienen más fuerza porque ven que yo me he rebelado, he dicho y escrito lo que pensaba aunque fuese controvertido, y sigo viva. Sé que muchas mujeres se rebelarán cuando sientan que ha llegado su momento, solo hace falta que acumulen la suficiente fuerza e independencia emocional y financiera.

En Yo maté a Sherezade te presentas como una mujer furiosa por el victimismo árabe, por el paternalismo occidental, por el machismo, por la opresión religiosa… Si reescribieses este ensayo hoy, después de las primaveras árabes, ¿seguirías furiosa por los mismos temas?

Escribiría exactamente lo mismo. Desgraciadamente, las llamadas primaveras árabes nos han hecho andar hacia atrás en lugar de avanzar.

Así, ¿la lucha por los derechos de las mujeres quedó diluida en estas revueltas?

Sí. Los islamistas no han desaprovechado la ocasión para llegar al poder. Ahora se ha impuesto otra especie de dictadura, el extremismo religioso. Teníamos dictadores y volvemos a tenerlos: en Egipto, por ejemplo, ya hay otra dictadura; en Siria, después de una guerra cruenta, sigue gobernando el mismo dictador... me vienen a la cabeza dos razones para explicar el fracaso de las revueltas: la primera es que la mayoría de pueblos árabes no estábamos preparados para este cambio porque las dictaduras no lo permitieron a través de una fuerte manipulación. La segunda razón es que los dictadores tuvieron mucho tiempo para prepararse. Por ejemplo, todos los líderes sirios del Estado Islámico se han convertido en un arma que el régimen de al-Assad ha utilizado cuando se ha sentido amenazado haciendo chantaje al pueblo: “O ellos o yo.” Ahora estamos sufriendo la cooperación entre las dictaduras y los líderes islamistas como aquí os pasó durante el franquismo entre Franco y la Iglesia católica.

Volviendo a los derechos de las mujeres, ¿coincides con la idea de que en los países árabes más extremistas, como Arabia Saudí, podría estallar una revolución feminista antes que en países como el Líbano?

Sí, en países en los que hay más opresión existe también más ocasiones para rebelarse. En el Líbano, en cambio, hay una falsa ilusión de libertad. Pero no podemos olvidar que los regímenes musulmanes de ciertos países no dejarán que estas revoluciones estallen al menos hasta dentro de cien años, cuando el petróleo del Golfo se haya agotado y quizás las relaciones internacionales empiecen a cambiar.

Vayamos ahora a tu oficio. ¿Por qué escribes? ¿Para provocar? ¿Para entender?

Escribo para respirar, para existir. Nunca para provocar: la provocación que resulta de mis escritos es un daño colateral. Y lo hago desde que tenía nueve años, porque es una necesidad. Pese a que no es diaria. Hay momentos de la vida en los que siento que tengo que experimentar y vivir, y otros momentos que me sirven para explicarme y escribir lo que he experimentado. La escritura es la vía que me permite saber quién soy en cada momento.

Tu última novela, La hija de la costurera, que publica en castellano Penguin Random House, trata sobre la historia de tu abuela, superviviente del genocidio armenio, y que un día decidió suicidarse...

Sí: necesitaba explicar su historia. De hecho, quizás todo lo que he escrito antes de esta novela ha sido un ensayo para llegar aquí. No quiero decir que los libros anteriores no hayan sido importantes, sino que quizás eran unas capas necesarias que tenía que colocar antes de esta última.

Retrat de Joumana Haddad © Albert Armengol © Albert Armengol

Tu obra ha sido traducida a muchas lenguas y leída en muchos países. ¿Hay lugares en los que tus libros siguen prohibidos?

En muchos países árabes como Arabia Saudí, por ejemplo, o Egipto: allí solo se puede encontrar un poco de poesía, pero ningún ensayo.

Hablando con tus lectoras y lectores, ¿crees que te leen diferente en función del país?

He descubierto un hecho maravilloso y, a la vez, muy triste: tengo lectores de todo el mundo, pero los problemas que trato son más comunes de lo que creía. Creía que en países como España, Italia o incluso Francia no resultaría interesante leer ensayos sobre sexismo o patriarcado, pero muchas mujeres de estos lugares me dicen que parece que hable de ellas...

¿Y qué emoción te gustaría que sintiesen las personas cuando acabasen de leer un libro tuyo?

El deseo de más. Más esperanza, más fuerza, más generosidad hacia los demás, más comprensión de lo diferente, más aceptación... ¡Y más curiosidad también! La curiosidad no causa problemas, como dicen, sino que hace nacer intereses.

Una muestra de tu curiosidad es la revista Jasad (en castellano, “cuerpo”), que publicaste en 2008, pese a las amenazas, para que la ciudadanía libanesa tuviera un espacio en el que hablar de aspectos relacionados con el cuerpo. ¿Hablar del cuerpo nos hará más libres?

No solo hablar de ello, sino tener más consciencia sobre qué hacer con el cuerpo y con los deseos. El cuerpo no es ninguna prueba de libertad ni de opresión, sino que nos ayuda a vivir de la manera más feliz posible, pero nosotros tenemos que descubrirla. Discutir y experimentar sobre el cuerpo es importante, pero ser conscientes de qué queremos hacer con él aún lo es más.

Tu dijiste que Jasad tenía que servir para poner palabras sobre tanto silencio. Y eso me hace pensar en que en muchas sociedades occidentales pasa lo contrario. Aparentemente, hablamos mucho de sexo, pero siempre acabamos reproduciendo los mismos mitos heteropatriarcales. ¿Puede ser la otra cara de la moneda?

Sí, y eso es feroz. Pero lo es tanto para las mujeres como para los hombres…

Hablemos, pues, de los hombres. En el libro Superman es árabe (Vaso Roto, 2014) decías que los hombres que como humanidad merecemos tienen que cambiar mucho. Convertirse en humanus. ¿Cómo son estos humanus?

Siguiendo con la analogía de Superman, el humanus sería más bien como Clark Kent, que no siente vergüenza al mostrar su vulnerabilidad. Superman es consecuencia de un problema educacional: nos educamos porque ejercemos ciertos roles, pese a que sean antinaturales. Igual que las mujeres en muchos casos somos educadas para no tener autoconfianza, los hombres no pueden mostrar la vulnerabilidad ni las emociones, porque tienen que salvar a las mujeres. ¡Tengo amigas divorciadas que tienen cuarenta y ocho años como yo y aún esperan un príncipe que las salve de la miseria!

En Superman es árabe también defiendes el “feminismo de tercera generación”, que se aleja de la guerra de sexos y promueve su colaboración. ¿Puedes explicar un poco más este concepto?

Creo que los hombres son cómplices en la lucha feminista, que se basa en la dignidad humana. El feminismo es universal: atraviesa los géneros, las orientaciones sexuales, las nacionalidades, las religiones... Y ahora más que nunca siento la necesidad de reivindicar esta palabra, porque hay más incomprensión que nunca.

Para ti, no obstante, el feminismo islámico no es feminismo...

No puede serlo. Puedes decir que luchas para mejorar los derechos de las mujeres desde una religión, pero a mi entender no puedes decir que eres feminista porque en las religiones no existe la igualdad. El feminismo tiene que ser, por naturaleza, laico.

La investigadora Sarah al-Masry dice que el feminismo en las sociedades árabes conservadoras sigue viéndose negativamente porque pone en juego el “honor” de la familia y la “decencia” de las mujeres en sus sistemas morales. ¿Estás de acuerdo?

Sí. Son sociedades muy patriarcales y para las religiones musulmana o cristiana el honor de las familias radica entre los muslos de las mujeres. Yo, por ejemplo, tengo el honor de toda la familia Haddad entre mis muslos y todo lo que hago con mi cuerpo tiene repercusiones... ¡Es tan absurdo! Faltan mujeres que respondan: “¡Idos al infierno!” En los países en los que no nos matarían por decir eso, las mujeres no se rebelan por cobardía. Así nunca seremos libres...

Me gustaría que nos detuviéramos un momento en el Líbano. ¿Cómo ha marcado tu identidad el hecho de ser mujer, árabe, de origen cristiano, pero profundamente atea en un país tan confesional?

Descubrí que soy una especie de monstruo cuando en mayo pasado me presenté a las elecciones. De hecho, gané e impugné mi candidatura... Siempre he dicho que existe un cliché según el cual el Líbano es un país abierto y moderno, pero que si rascas un poco puedes descubrir que no es así. Cuando me presenté con la plataforma ciudadana, me criticaban por cosas increíbles, como ser atea o defender los derechos de los homosexuales... Cuando muchos periodistas me entrevistaban, en lugar de hablar de mi programa político me hacían preguntas sobre mi físico o mi vida personal.

Esta misoginia en la esfera política, la encontramos en muchos países...

¡Seguro! Es terrible mirar el mundo político y económico, desde donde se tendrían que cambiar las cosas, y verlo aún tan masculinizado... El Líbano, además, tiene el hándicap de que sigue siendo muy confesional: hay muchas religiones y los líderes religiosos quieren el poder y utilizan el miedo. Las nuevas generaciones aún tienen esta visión confesional: “Yo soy cristiana”, “yo soy chií”, “yo soy suní”... Creo que el Estado debería ser laico, para que la identidad proviniera de la nacionalidad y no de la confesión. Ahora mismo no hay sentimiento de pertenencia al Líbano, todos proclamamos pertenencias extranjeras: los chiíes hacia Irán, los suníes hacia Arabia Saudí, y los cristianos hacia Francia, como si los franceses nos dijeran: “Sí, sí, venid a vivir a Francia, queridos...”

Quien te lee descubrirá que tu relación con el Líbano es compleja. Dices que no sientes un vínculo especial, pero sin embargo sigues viviendo allí...

A veces las desgracias nos vinculan más que el resto de cosas de la vida. Establecemos unas relaciones más emocionales con los hechos, las personas y los lugares que nos han visto sufrir que con los espacios en los que hemos sido felices. Yo he perdido tantas cosas en el Líbano –tantos días, tantas oportunidades, tanto esfuerzo...–, que lo odio, pero al mismo tiempo me siento ligada a él. Además, viví aquí una guerra y eso me hizo crecer unas ganas quijotescas de hacer algo. No soy una Don Quijote típica, pero soy una mujer que combate.

Joumana, en tu camino de rebelión y libertad, ¿qué papel juega el amor?

Es imprescindible. Creo firmemente en él. Cuando he empezado a compartir mi vida, mi visión, mi tiempo y mis sueños con otra persona he podido sentir más el gozo de vivir. Ahora tengo una relación con un hombre y vivimos juntos sin casarnos –¡me he casado dos veces y creo que ya es suficiente!–, pese a que nuestra situación no se contempla en la ley de mi país y me podrían meter en la cárcel... Para mi familia también ha sido dramático. Pero yo no hago concesiones. No puedo negociar.

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