La movilización social y la crisis de la dictadura
Franco: la importancia de no olvidar
- Dosier
- Oct 25
- 22 mins
La polarización social y el creciente individualismo están dando oportunidades a opciones reaccionarias que atacan a la democracia y que pretenden desmantelar los avances conseguidos con tantas décadas de esfuerzos por parte de la sociedad civil. Los movimientos sociales, obreros, estudiantiles y vecinales fueron primordiales para la deslegitimación del régimen franquista y favorecieron una transición que se alejase del continuismo. Hoy, esa herencia reivindicativa, feminista y a favor de los derechos de todos los colectivos está en riesgo.
Cuando en la plaza de Oriente madrileña el Caudillo pronunció su último discurso, el 1 de octubre de 1975, la dictadura franquista estaba tan debilitada como su jefe. Pese a mantener intacta la capacidad coactiva del Estado, en sus últimos años, la falta de legitimidad del régimen se había hecho patente a ojos de buena parte de la sociedad. Desde el inicio de la década de los setenta, la crisis de la dictadura no dejó de crecer, y en ese proceso fueron decisivas las reivindicaciones y alternativas democráticas surgidas desde la sociedad civil.
¿Cómo fue posible ese cambio? El régimen franquista se construyó sobre la violencia desatada durante la Guerra Civil, seguida por el despliegue de toda una serie de instrumentos jurídicos y políticos para asegurar el control social, algo que logró durante más de dos décadas. Sin embargo, los cambios de los años sesenta y la progresiva rearticulación de la sociedad civil explican en gran medida esa evolución.
Desde principios de los sesenta, España experimentó un extraordinario dinamismo social vinculado a los cambios socioeconómicos y culturales acelerados, favorecidos por el contexto internacional. En poco tiempo, la mejora económica fue presentada por el poder político como un componente fundamental de su legitimidad de ejercicio, que tenía en cuenta —no sustituía— la legitimidad de origen adquirida con la “victoria” frente a la Antiespaña. Ciertamente, la década de los sesenta corresponde a la etapa de plenitud del franquismo. Ahora bien, si la dictadura logró ensanchar el consenso interno entre una parte de la población, al mismo tiempo los propios cambios socioeconómicos estimularon la conflictividad social articulada por varios movimientos.
El primero y fundamental fue el movimiento obrero. En aquellos años, alimentada por una fuerte corriente migratoria de las zonas agrarias a las industriales, se estaba constituyendo una numerosa y nueva clase obrera que pronto mostró una alta disponibilidad por el conflicto laboral ante la constatación de que, sin movilización, los trabajadores no obtenían las mejoras que consideraban imprescindibles, sobre todo las salariales. Paralelamente al rejuvenecimiento de la clase obrera, se produjo el de la militancia clandestina, que fue capaz de convertir la disponibilidad por la movilización en fuerza organizada.
La reconstrucción del movimiento obrero exigió a los activistas desarrollar muchas capacidades para adaptarse a las duras condiciones que imponía el franquismo. En la práctica, el nuevo movimiento obrero, que en aquellos años era casi sinónimo de Comisiones Obreras, pudo consolidarse porque fue capaz de combinar la lucha clandestina con la actuación abierta dentro de una legalidad diseñada contra sus intereses, en la que la oficial Organización Sindical Española era una pieza central.
Hoy, en un tiempo marcado por el individualismo que cuestiona la necesidad de la acción colectiva, debemos enfatizar que fueron el compromiso y la iniciativa de miles de personas los que dotaron a los movimientos de una combinación de objetivos sociales y políticos, de infraestructuras y de redes de coordinación. Esto permitió a varios grupos sociales, y particularmente a los trabajadores, lograr mejoras materiales y un protagonismo que, a la larga, el poder político no pudo evitar. En particular, el movimiento obrero fue la fuerza de choque, el componente más articulado de las fuerzas antifranquistas.
La movilización estudiantil y vecinal
A mediados de los sesenta, al igual que en el ámbito laboral, en la universidad también se superaron las estrategias de resistencia para pasar a las estrategias de oposición. En todos los movimientos, el éxito de la militancia antifranquista se basó en saber conectar con las expectativas de los participantes potenciales y en transmitir que otra sociedad era posible. Este rasgo tuvo una importancia particular en el despliegue del movimiento estudiantil, en el que los componentes de sociabilidad y socialización se mezclaban intensamente, y donde la articulación entre lo personal y lo político tuvo un efecto muy positivo para la movilización sociopolítica.
El movimiento estudiantil tuvo un papel fundamental en la socialización y la cultura política de amplios sectores profesionales que también serían clave en la contestación a la dictadura.
Asimismo, el movimiento estudiantil tuvo un papel fundamental en la socialización y la cultura política de amplios sectores profesionales que también serían clave en la contestación a la dictadura. En este sentido, el movimiento estudiantil puede considerarse como un “maestro” de prácticas reivindicativas, especialmente útil para entidades de escaso perfil político aparente. En algunos casos, aquellas asociaciones se convirtieron en plataformas de disidencia político-cultural. Los sectores contestatarios más activos estaban formados mayoritariamente por jóvenes que compartían los valores de libertad y autonomía característicos del contexto internacional del decenio 1965-1975. Para la mayoría de los participantes, la movilización y la implicación en los movimientos sociales se vivió como una experiencia democrática única. De hecho, la propia práctica política se convirtió en un elemento generador de cultura democrática. Igualmente, la cultura se convirtió en un arma política cargada de futuro y, en este sentido, puede afirmarse que el antifranquismo fue capaz de disputarle al régimen la hegemonía entre los sectores más activos de la sociedad, aunque no con la misma intensidad en todas partes.
Igualment, sobre todo en los años setenta, el movimiento vecinal se convirtió en un fenómeno original, ya que movilizaba a personas muy diversas. En el marco de la lucha vecinal, se produjo un contacto reivindicativo y político entre sectores habitualmente distanciados, como profesionales, trabajadores de servicios o amas de casa. Cabe destacar que el movimiento vecinal generó también un espacio de sociabilidad y socialización para los jóvenes, con la organización de fiestas y actividades culturales, especialmente en los barrios más alejados del centro de las ciudades.
Si bien este movimiento nació con la voluntad de organizar a los vecinos para resolver las inmensas necesidades de los barrios, las dimensiones que adquirió no se explican sin el clima de movilización característico de los años setenta. En este ámbito, como en otros, la militancia antifranquista impulsó la ampliación de espacios de libertad y autoorganización donde se podía ejercer la democracia directa. Hay que remarcar, además, que la emergencia de esta sociedad “contrahegemónica” no respondía al modelo liberal de representación, sino al proceso de radicalización democrática que vivieron las sociedades europeas entre mediados de los sesenta y mediados de los setenta. En España, los movimientos sociales lograron ampliar el espacio de intervención política, ensanchando así los límites de la legalidad.
La efervescencia de la movilización y la capacidad de articulación de los movimientos sociales se puso de manifiesto en 1976, cuando el primer Gobierno de la monarquía desplegó un proyecto de reforma con un fuerte componente de continuismo respecto al franquismo. En ese marco, la contestación se convirtió en incontrolable para el ejecutivo y en la primera mitad del año se convirtió en el escenario de una movilización social extraordinaria, articulada por la oposición a la dictadura y estimulada por la política represiva del Gobierno. Así, la primera opción “reformista” fracasó estrepitosamente, en gran medida gracias a la movilización que se desató contra su inconsistencia.
La instauración de la democracia cambió el escenario para los movimientos sociales porque, entre otros motivos, ya no era imprescindible luchar por cosas básicas.
Los movimientos sociales se difuminan
La instauración de la democracia, a partir de 1977, cambió el escenario para los movimientos sociales. Primero, porque ya no era imprescindible luchar por cosas básicas. Por ejemplo, la fuerza del movimiento vecinal en los municipios de la Cataluña metropolitana permitió que, en 1979, muchos consistorios pasaran a ser gobernados, al menos parcialmente, por fuerzas implicadas en la movilización de los años anteriores, que trabajaban para satisfacer parte de sus reivindicaciones.
Por otra parte, y es algo que a menudo se olvida, las sucesivas crisis económicas de finales de los setenta aceleraron el fenómeno de la globalización, que incidió directamente en la estructura económica industrial del país. De este modo, las expectativas de mejora de los primeros años setenta se desvanecieron rápidamente. Paralelamente, en los años ochenta se impuso el neoliberalismo y, desde entonces, el horizonte de transformación social que había sido hegemónico en la sociedad más implicada en la acción colectiva se fue difuminando. La carencia de este horizonte influyó, entre otros factores, en el repertorio de elementos movilizadores.
Hoy estamos en un cambio de época. Los movimientos sociales se desarrollaron en un tiempo de confianza en el futuro y en la acción colectiva. Pasado el primer cuarto del siglo xxi, el espíritu del tiempo está marcado por la incertidumbre y el individualismo. La crisis ya no es solo económica —como lo había sido en varios momentos de los últimos cincuenta años— ni únicamente institucional, con el declive de los partidos tradicionales como exponente más claro. La fragmentación y polarización que dominan el escenario público están facilitando la consolidación de nuevas derechas reaccionarias que cuestionan buena parte de los avances sociales y culturales alcanzados en los últimos años.
Entre estos avances cabe destacar algunos que fueron fruto de los programas de varios movimientos sociales del último tercio del siglo xx. Ya en el siglo xxi, el feminismo ha impregnado las políticas institucionales y no solo han progresado los derechos de las mujeres, sino que también se han ampliado sus perspectivas vitales. Al mismo tiempo, varios colectivos, como el LGTBI+, han visto reconocidos sus derechos civiles, entre ellos el matrimonio igualitario. En otro ámbito, y solo a modo de ejemplo, los movimientos a favor de la memoria democrática han adquirido una presencia pública importante desde principios de siglo. Pese a las dificultades, finalmente se logró aprobar, en 2022, la Ley de Memoria Democrática que sanciona la falta de legitimidad de la dictadura franquista y que ha dado lugar a una legislación de justicia transicional y a varias intervenciones en el espacio público.
No obstante, los cambios culturales, el malestar social difuso ante las dificultades del presente y la incertidumbre sobre el futuro de los jóvenes intensifican la polarización social y abren oportunidades a las opciones más reaccionarias, que atacan a la democracia “desde arriba” y que pretenden desmantelar los avances conseguidos con tantos esfuerzos. Sin embargo, hoy, como antes, son muchos los que defienden que otra sociedad es posible y, con este objetivo, la historia nos muestra que la acción colectiva es un instrumento fundamental para hacerla realidad, quizás cuando haya escampado la tormenta.
Referencias bibliográficas
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