La nueva ciudad que emerge: una perspectiva desde la salud pública

La primavera del año 2020 será recordada como la primavera de la COVID-19, una época que nos ha obligado a parar, a tomar medidas de prevención, a vivir en soledad en un mundo conectado. El confinamiento ha alterado el ritmo de vida de la ciudad y ha hecho surgir algo esencial: el cuidado de las personas y el sustento de la vida. 

No son pocos los artículos periodísticos que estos días señalan la importancia de los trabajos esenciales, haciendo visible y valorando aquello que durante demasiado tiempo ha permanecido oculto. Sobre los cambios que experimenta la ciudad, que invierten y nos hacen revisar las prioridades, hablaré más adelante. Antes, sin embargo, es necesario introducir algunas cuestiones generales sobre la COVID-19 y sobre su impacto en nuestra ciudad desde la perspectiva y los aprendizajes de quienes trabajan en la salud pública.

En primer lugar, hay que tener en cuenta los factores sociales y medioambientales que condicionan el estado de salud de la población[1]. Para hablar del buen o el mal estado de salud de la población, debemos identificar los factores que la condicionan, porque el lugar donde se vive, el sexo o la profesión pueden impactar en el estado de salud. Los primeros datos sobre el impacto de la COVID-19 en la ciudad indican que la afectación de la enfermedad sigue patrones de desigualdad. La Agencia de Salud Pública de Barcelona (ASPB) ha hecho un seguimiento de la afectación de la COVID-19 en la ciudad y, desde el pasado 8 de abril, ha abierto un sitio web donde se pueden visualizar los datos diarios de la ciudad. Esta información nos muestra que, entre el 13 de marzo y el 16 de abril, en Barcelona ha habido 9.311 casos positivos de COVID-19, con una mayor afectación entre la gente mayor y un impacto superior en determinados territorios de la ciudad. Cabe destacar que estos datos se refieren a los casos más graves de la enfermedad, ya que no se pueden hacer pruebas diagnósticas a todo el mundo. La ASPB también ofrece datos de los entierros de personas residentes en Barcelona. Entre el 1 de marzo y el 9 de abril se han producido 3.758 defunciones, una cifra muy superior a las 1.603 que se esperaban en este periodo (según datos de los últimos 10 años). Esta variación representa un exceso de mortalidad de 2.155 defunciones, de las cuales más del 80% afecta a personas mayores de 75 años. Los datos también muestran que hay diferencias territoriales en la incidencia de la enfermedad, con una mayor afectación en los barrios más vulnerables. En los lugares en los que hay peores indicadores socioeconómicos, donde los oficios de la gente son más manuales, más esenciales y menos “teletrabajables”, o donde los pisos son más pequeños y con menor capacidad para aislarse en buenas condiciones, es donde la COVID-19 está teniendo más impacto. La salud y las condiciones de vida son las dos caras de una misma moneda.

En segundo lugar, el avance de esta pandemia global ha hecho emerger las precariedades y las debilidades del mundo occidental. Pensábamos que estas afectaciones eran fenómenos lejanos que de ninguna manera podrían alterar nuestra cotidianidad. En cambio, en un mundo globalizado, densamente poblado, altamente urbanizado y depredador, no es tan difícil imaginar que los vectores de transmisión se incrementan y que las pandemias y la transmisión de enfermedades raras son completamente posibles[2]. Como seguramente tampoco seremos ajenos a un empeoramiento de la salud si no somos capaces de poner freno al cambio climático. Quizás ahora más que nunca se ha visto la importancia cuidar la salud como un elemento colectivo y no individual, y que este aspecto tiene mucha relación con cómo pensamos, planificamos y sostenemos la vida en la ciudad.


[1] En Cataluña, Carme Borrell, de la Agencia de Salud Pública de Barcelona, o Joan Benach, especialista en salud pública de la Universidad Pompeu Fabra, han aportado conocimientos científicos en esta línea.

[2] Sobre este debate pueden leerse las notas que Josep Terrades publicaba en la web del Centro de Investigaciones Ecológicas y Aplicaciones Forestales (CREAF): “Indispensables, a veces letales. Los microbios, los virus y nosotros”

 

Desde el punto de vista de la política pública y desde la experiencia de la gestión de un ayuntamiento como el de Barcelona, la COVID-19 nos ha puesto, sobre todo, ante la gestión de una crisis sanitaria. Aislar para prevenir el avance, frenar la curva de nuevos casos e intervenir desde el sector público para no colapsar el sistema sanitario han sido las prioridades en todo este proceso. Este es el motivo por el que las características del confinamiento han sido tan excepcionales, con un aislamiento domiciliario y una paralización de toda actividad no esencial. Las limitaciones que ha decretado el estado de alarma desde el pasado 10 de marzo de 2020 nos han supuesto muchos cambios y necesitaremos bastante tiempo para evaluar su impacto; también han hecho emerger grandes debates, límites y contradicciones sobre el mundo en el que vivimos. La paralización ha hecho visibles grandes lagunas y desigualdades de nuestro modelo social, productivo y sanitario. Con el confinamiento se ha evidenciado la dureza de la soledad y de la gestión cotidiana de los cuidados propios y de las personas que tenemos a cargo, y el valor del bien común y de lo público y colectivo. En dos meses, ha cambiado la ciudad y también lo han hecho las prioridades y acciones de gobierno, que se han redirigido para enfrentar el impacto de la COVID-19 en Barcelona. Con casi total seguridad, todos estos cambios no serán provisionales. Asimismo, se abren nuevos horizontes de cambio que harán indispensable repensar profundamente cuestiones que tienen un efecto directo en la mejora de la vida de las personas.

En el Ayuntamiento se activaron todos los recursos disponibles para hacer frente a la crisis sanitaria, y desde el primer momento se trabajó para impedir que fuera también una crisis social. La ciudad se ha preparado para este abordaje más amplio, más allá del sistema de salud, teniendo muy en cuenta las historias de vida de sus vecinos y vecinas, las historias de precariedad, de angustia, de miedo y de soledad. La pandemia ha impuesto en la población una vida en aislamiento con el fin de frenar la curva de contagios, además de un cierre de la ciudad que ha impactado de forma diversa y que puede tener consecuencias a largo plazo. Aun con las estrictas condiciones que imponía el decreto de alarma para proteger a la población, se han puesto en marcha distintas estrategias para permitir que todo el mundo en la ciudad pudiera llevar a cabo el aislamiento, siempre procurando cubrir todas las necesidades básicas.

Il·lustració © Laura Borràs Dalmau

Una ciudad cerrada no solo quiere decir que se haya frenado la economía formal —para la cual el Estado ya ha previsto un mecanismo para la protección de sus trabajadores y trabajadoras—, sino que también se ha frenado la economía informal, y ello ha impactado de lleno en la vida de muchas personas que viven de forma precaria en la informalidad. Por ofrecer algunos datos: en Barcelona se han previsto 714 plazas adicionales con el fin de que las personas sin hogar puedan pasar su confinamiento; se ha incrementado un 113% el conjunto de programas de comidas en la ciudad (comidas a domicilio, comidas en compañía, comedores sociales); y los centros de servicios sociales han atendido en un mes y medio al 28% de las personas que atienden en todo un año, más de un 15% de las cuales eran personas usuarias nuevas o hacía más de un año que no acudían a un centro de servicios sociales. Se ha paralizado el cobro del alquiler de viviendas públicas municipales a 12.000 familias y se ha intentado mitigar la soledad reforzando programas dirigidos a personas mayores sin compañía, como la teleasistencia, el programa Radars y el programa Vincles.

Más allá de las actuaciones emprendidas para cubrir la emergencia social en la ciudad, hay que detenerse en lo que aparece ahora con más fuerza y que deberá ser la base para repensar, en lo que a salud se refiere, una ciudad pos-COVID-19.

1. La salud como elemento central de la vida de las personas

El impacto de la COVID-19 nos ha hecho tomar consciencia de nuestras vulnerabilidades, tanto las físicas —por lo que supone sufrir la enfermedad— como las emocionales —sobrevivir a un proceso de aislamiento que multiplica la sensación de soledad y de angustia—. Nunca tanto como hasta ahora el miedo a enfermar nos ha hecho tan conscientes de la importancia de una buena salud y de la necesidad de promocionarla, cuidarla y fomentar su prevención. Vienen momentos en que deberemos continuar atentos a las indicaciones de salud pública para evitar los contagios, y sin duda deberemos continuar aplicando medidas de distanciamiento, que en ningún caso deben conducir al aislamiento total de las personas y los colectivos vulnerables. Será el momento de reforzar los programas de promoción de la salud y de la salud comunitaria, y de situar la atención primaria en el lugar central que le corresponde.

2. Las desigualdades sociales y su impacto en la salud

Decíamos que el impacto de la COVID-19 ha sido más amplio en las zonas más vulnerables de la ciudad donde se dan alguno o diversos de estos factores: los tipos de trabajos más manuales, de cuidados, del todo esenciales; el tipo de vivienda, que dificulta seguir pautas de aislamiento a domicilio y que supone más riesgo para frenarlo; o las zonas con una población más envejecida. Todos ellos son factores que han tenido un claro impacto en la incidencia de la enfermedad. Hace ya tiempo que los análisis desde la salud pública nos alertan de las desigualdades y de su impacto en la salud. Es el momento de instaurar medidas como el ingreso mínimo vital anunciado recientemente por el Gobierno del Estado, además de cambiar el marco regulador de las políticas en vivienda o las leyes de extranjería vigentes, sin menospreciar la necesidad de un nuevo marco de políticas laborales para construir un mercado de trabajo menos desigual. Desde la ciudad nos tocará acompañar los cambios con políticas locales de servicios sociales que prioricen y redimensionen las nuevas necesidades de Barcelona.

3. Los cuidados como parte indispensable para la vida

Decíamos al inicio que la importancia de los cuidados en todas sus dimensiones se ha hecho más evidente que nunca. Las trabajadoras familiares, las de los equipos de espacio público, las de los equipamientos de personas sin hogar, las enfermeras, las trabajadoras de la limpieza… todas ellas están sosteniendo la ciudad. Cuidar es imprescindible para la vida, aunque las profesiones y los espacios de cuidados no siempre son los más bien vistos, reconocidos o valorados. Quizá un ejemplo extremo es el que estamos viendo en las residencias de gente mayor, donde se evidencia que el cuidado de las personas más dependientes es una situación mal resuelta en esta sociedad que envejece.

La importancia de este servicio también se ha hecho visible a través del debate sobre el tiempo y la dureza del cuidado continuado. El debate en torno a la crianza y la educación de niños y niñas durante el confinamiento seguramente esconde muchos debates en uno, y no solo la preocupación de las familias por el aprendizaje de los niños. También ha abierto la caja de Pandora y ha puesto al descubierto que las actuales políticas de conciliación dan una respuesta insuficiente a las necesidades de las madres y padres para atender a los niños, tanto si teletrabajan como si deben incorporarse al trabajo de forma presencial. Se abre el debate de cómo enfrentar una situación de desconfinamiento por fases sin tener en cuenta que deberemos hacerlo compatible con el cuidado cotidiano de las personas. Puede ser un buen momento para replantearnos las formas en que nos organizamos socialmente y el tiempo (y los valores) que le dedicamos.

4. La comunidad

Estos meses también hemos podido observar cómo las vecinas y los vecinos se han autoorganizado, generando redes de soporte mutuo para ayudarse en cuestiones cotidianas como ir a la compra o a tirar la basura en tiempos de confinamiento, hacerse compañía por teléfono o conectar con los servicios públicos disponibles para hacer frente a la emergencia. Aparecen historias bonitas que refuerzan la vida entre comunidades de vecinos y vecinas y que hacen la vida en la ciudad más amable y más cercana. Barcelona es una ciudad rica en lo que a su tejido social se refiere, que ha facilitado la autogestión en plena crisis de la COVID-19, y es posible que haya sumado a personas que hasta entonces no estaban organizadas. Es una experiencia única y que deberá tener un papel relevante en el futuro de la ciudad después de la pandemia.

 

Todo ello nos obliga a repensar muchas cosas, incluida la organización de la ciudad. Es necesario diseñar nuevos proyectos que tengan a los cuidados como un elemento central, como por ejemplo las supermanzanas de los cuidados, que deberán combinar un ritmo diferente de la ciudad con un papel indispensable de los servicios públicos y una comunidad fuerte y cuidadora. Habrá que revisar todo aquello que se ha constatado que no funciona y dar prioridad a lo más esencial, desde repensar las políticas públicas de salud —defendiendo el refuerzo público de nuestro sistema sanitario— hasta dotar de importancia a la atención primaria. Habrá que revisar el modelo público de atención residencia a la gente mayor, tras haber comprobado que requiere un cambio profundo para atender y cuidar en buenas condiciones. Y habrá que defender nuevas políticas sociales, económicas y de vivienda que procuren una vida digna a la ciudad. Desde los municipios deberemos empujar para generar nuevos marcos que nos permitan avanzar hacia ciudades socialmente justas. Y deberemos hacerlo de la mano de políticas locales que apuesten por una ciudad más pausada, con un espacio público que permita una vida más saludable y más humana.

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